El establishment se replantea la globalización//Los mercados de valores y la segunda fase de la globalización

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Melina Alfaro

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30 abr 2007, 21:36:3730/4/07
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El establishment se replantea la globalización
William Greider · · · · ·
 
29/04/07
 
 
La iglesia del libre comercio mundial, que gobierna la política americana con pretensiones de infalibilidad, puede haber encontrado finalmente a su Martín Lutero. Un insólito disidente se ha avanzado con una visión revisada de la globalización que defiende una reforma profunda. Este hombre conoce el sistema comercial mundial desde dentro porque es un respetado veterano de los negocios transnacionales. Sus ideas contienen un mensaje explosivo: que lo que las autoridades establecidas enseñan a los americanos sobre el comercio mundial es simplemente un desastroso error para los Estados Unidos.
Martín Lutero fue un sacerdote rebelde que cuestionó los dictados de la corrupta jerarquía eclesiástica. Ralph Gomory, en cambio, es un técnico de tono suave, matemático de formación profesional, y de todo punto apolítico. No se propone derrocar al establishment, sino corregir sus falacias más profundas. Durante muchos años, Gomory fue vicepresidente senior de IBM. Ayudaba a dirigir la expansión mundial de IBM cuando los empleos y la producción de alta tecnología se expandían por todo el mundo.
Su experiencia le obsesiona. Decidió, al jubilarse, ahondar en las contradicciones. Actualmente presidente de la Alfred P. Foundation, sabe algo que escapa a la “teoría del comercio puro” de los economistas. Si el comercio libre es una propuesta en que todos ganan, se pregunta Gomory, ¿por qué entonces no la adopta América?
Las explicaciones que ha desarrollado suenan a pura herejía para los devotos del libre comercio. Pero, aunque parezca mentira, el análisis de Gomory se compadece bien con lo que muchos estudiosos normales y críticos desacreditados (incluido yo mismo) han sostenido durante años. Una diferencia importante es que la crítica de Gomory está rigurosamente basada en los ortodoxos términos de la lógica de la economía convencional. Lo que la hace harto más difícil de despreciar. Dada su carrera en IBM, nadie dirá de Gomory que es un “proteccionista”.
No ha colgado sus “tesis” en la puerta del departamento de economía de Harvard. En lugar de ello, escribió un hermoso libro ─Global Trade and Conflicting National Interests─ en colaboración con el respetado economista William Baumol, ex presidente de la American Economic Association. Publicado hace siete años, el libro languideció en la oscuridad académica y fue ignorado por los círculos políticos de Washington hasta muy recientemente.
Pregunté a Gomory si sus antiguos colegas del mundo corporativo discrepan de su provocativo mensaje. “La mayoría nunca lo ha oído”, afirmó. Había discutido sus ideas con algunos altos ejecutivos (CEO), “que me dijeron, está bien, quizá podríamos hacerlo. Otros no podrían haber discrepado más enérgicamente”.
Actualmente Gomory está intentando reeducar a los políticos en el Congreso. Ha logrado mayor visibilidad últimamente porque se le ha unido un grupo de ejecutivos corporativos igualmente preocupados llamado Horizon Project. Su líder, Leo Hinderly, ex CEO de la mayor compañía por cable de EEUU y activo de la política del Partido Demócrata, comparte la premonición de Gomory sobre el impacto destructivo de la globalización en la prosperidad americana. Se avecinan enormes pérdidas ─10 millones de empleos, o más─, y Hindery teme que se esté agotando el tiempo para la reforma.
“Queremos ser un contrapeso del Hamilton Project”, explica Hindery. “Ellos tienen una percepción del estancamiento más benigna que la mía. Yo no creo que nada de esto funcione”. El grupo político Hamilton fue lanzado el pasado año por el ex secretario del Tesoro Robert Rubin para asegurarse de que la doctrina comercial de laissez faire conocida como Rubinomics continúe dominando en el Partido Demócrata. “Nosotros jamás tendremos el estatus de Bob Rubin”, concede Hindery. “Pero tampoco somos una caquita. Tenemos carreras respetables en el mundo de los negocios. No se puede decir de Ralph Gomory que sea un ilusionista, porque fue él quien escribió el libro.”
La crítica de Gomory posee gran potencial político, porque proporciona aquello de lo que generalmente han carecido los adversarios de la globalización dirigida por corporaciones: un programa intelectual de amplios horizontes para argumentar que el enfoque estadounidense de la globalización debe cambiar en defensa del interés nacional. Con todo, serán necesarios políticos de coraje para que se adopten sus ideas y se actúe de acuerdo con ellas. Las soluciones políticas de Gomory son tan heréticas como su análisis económico.
De regreso a la IBM en los ochenta, Gomory observó con estupor cómo Japón y otras naciones asiáticas se hacían con sectores industriales en los que compañías estadounidenses disfrutaban de ventajas dominantes. IBM inventó la disquetera; después abandonó este negocio, incapaz de competir rentablemente. Gomory se maravilló de cómo Singapur, una minúscula ciudad estado, atraía a fabricantes americanos con mano de obra barata, subvenciones de capital y exenciones fiscales. Las compañías estadounidenses convirtieron Singapur en un centro mundial de producción de semiconductores.
“Fue una transformación inolvidable”, recuerda Gomory. “Y bastante aterradora. La oferta que muchos países asiáticos harán a las compañías americanas es básicamente ésta: «vengan aquí y aumenten nuestro PIB. Si ustedes están aquí, nuestras gentes construirán disqueteras, por ejemplo, en lugar de algo menos productivo. A cambio, nosotros les ayudaremos con inversiones, impuestos, quizás incluso con los salarios». Esto funciona para ambas partes: la compañía americana obtiene beneficios y el país anfitrión aumenta su PIB. Sin embargo, hay otro efecto más allá de los beneficios para esas dos partes: empleos de alto valor añadido abandonan los EEUU.”
China y la India, observa, están haciendo eso a gran escala. Microsoft y Google han abierto centros de investigación rivales en Beijing. Intel ha anunciado una nueva planta de semiconductores de 2,5 mil millones de dólares, lo que la convertirá en uno de los mayores inversores extranjeros en China. La transformación industrial de China ya no se basa en camisas y zapatos, como algunos animadores del libre comercio aún parecen creer. Se basa en la captación de los procesos y productos más avanzados.
El despliegue exterior de capital y tecnología de las transnacionales, explica Gomory, constituye el núcleo del proceso, merced al cual algunas naciones muy escasamente desarrolladas son capaces de aumentar su valor tecnológico, absorber sectores industriales avanzados y expandir rápidamente su parte en el comercio internacional, todo ello con la ayuda y financiación de las compañías estadounidenses, que vagan por el mundo en búsqueda de mejores rendimientos.
El libro de Gomory y Baumol describe eso como un proceso de “divergencia de intereses” entre empresas transnacionales y su país de origen. “Esta política de inversión extranjera puede luego demostrarse muy buena para la empresa transnacional”, escriben. “Pero subsiste la pregunta: ¿es buena para su propio país?” En muchos casos, sí. Si la empresa se instala en países muy pobres y de producción industrial de baja calificación, los americanos obtienen bienes más baratos, el comercio se expande para ambas partes y el resultado es “mutuamente beneficioso”. Pero los socios comerciales entran en “zona de conflicto”, si la nación pobre desarrolla grandes capacidades y asume la producción de bienes más avanzados. Entonces, explican los autores, “los socios recientemente desarrollados llegan a ser perjudiciales para el país más industrializado”. El éxito del interés de la empresa “puede constituir una pérdida real de ingreso nacional para el país originario de la compañía”.
Las transnacionales americanas, como principales actores en la transferencia de capacidad productiva generadora de riqueza, son por definición libres de tomar decisiones por sí mismas, sin ingerencias del gobierno. Quieren aprovechar mercados y futuros consumidores. Su país natal quiere mantener una economía de productividad y salarios altos. Sin reconocerlo, ambos empujan en direcciones opuestas
la mayoría de políticos estadounidenses ignoran la “divergencia de intereses”, creyendo evidentemente en la doctrina eclesial más que en la realidad visible.
El libro de Gomory y Baumol explica la dinámica con tablas y ecuaciones para su estudio por economistas. Para el resto, nos es más fácil seguir la explicación personal de Gomory sobre la suerte cambiante entre naciones comerciales. “¿Qué hizo a América mucho más rica que las naciones asiáticas, en primer lugar?”, se pregunta Gomory.
“Invertimos en nuestros trabajadores. Nuestros trabajadores cavaban zanjas con excavadoras. Los trabajadores en los países pobres cavan con palas. Nosotros teníamos grandes plantas con poca gente en ellas, que es lo mismo. Nosotros supimos cómo, mediante tecnología e inversión, hacer altamente productivos a nuestros trabajadores. No fue porque fueran a mejores escuelas, entonces o ahora, y no sé cuánta escolarización requiere manejar una excavadora. La situación actual es que las compañías han descubierto que pueden hacerlo todo en el extranjero utilizando tecnología moderna, pagando menos por el trabajo y, luego, importar productos y servicios a Estados Unidos. Así, lo que estamos haciendo actualmente es competir pala contra pala. La población de muchos países está siendo equipada con tan buenas palas o excavadoras como las que tuvo nuestra gente. Muy frecuentemente les ayudamos a hacer la transición. Estamos haciendo una competición persona contra persona, que jamás ganamos y que no podemos ganar. Porque su gente cobra una tercera o una cuarta parte de lo que cobra la nuestra. Y no es razonable pensar que podemos educar a nuestra gente tan bien como para que produzcan cuatro veces más.”
En la medida en que progrese este cambio de recursos productivos, la presión a la baja sobre los salarios estadounidenses proseguirá y se intensificará. Los fieles del libre comercio insisten en que los trabajadores estadounidenses pueden defenderse obteniendo mejor educación, pero Gomory sugiere que estos fieles simplemente no entienden de economía. “Una educación mejor sólo puede ayudar”, explica. “La pregunta es: ¿dónde colocar la tecnología, el conocimiento y la inversión? Esos otros países lo han entendido. Han entendido la siguiente divergencia: lo que países y compañías quieren, es de todo punto diferente.”
La implicación es: si nada cambia en el funcionamiento actual de la globalización, los americanos estarán crecientemente expuestos a una presión a la baja sobre sus ingresos y su nivel de vida. “Así es”, afirma Gomory. “Hay muchas maneras de verlo, pero todas llegan a la misma conclusión.”
Pregunto a Gomory qué les diría a quienes creen que ésta es una consecuencia justa: los americanos se vuelven menos ricos; otros en el mundo, menos pobres. Ésta podría ser “una elección personal razonable”, conviene. “Pero no es éso lo que se le está diciendo a la gente de este país. Nadie nos ha dicho: «probablemente usted es excesivamente rico y esos otros pueblos, excesivamente pobres. ¿Por qué no lo compensamos?». En lugar de eso, lo que oímos habitualmente es: «va bien a todo el mundo. A largo plazo, seremos más ricos con la globalización.»”
Gomory y Baumol están elaborando un punto fundamental que sin duda se les atragantará a muchos economistas (y dirigentes políticos). En contra del dogma, las pérdidas derivadas del comercio no se limitan al “daño limitado” infligido a trabajadores desplazados que pierden empleo y salario. Porque, al propio tiempo, la pérdida acumulada de base productiva de un país puede resultar dañina para el interés nacional más profundo, esto es, para el bienestar económico de todos.
“Nuestro objetivo”, afirmó Baumol en una conferencia política el verano pasado, “es mostrar cómo la subcontratación puede efectivamente reducir la parte de beneficios del comercio, no sólo para aquellos que pierdan su empleo y padezcan la reducción directa de sus salarios, sino que puede acabar perjudicando más al americano medio”.
Las convencionales salmodias de que “todos ganan”, explican, son generalizaciones fáciles que ignoran la complejidad del sistema comercial,
las ingentes diferencias en las relaciones de país a país y el vasto dominio de acciones gubernamentales e intervenciones políticas diseñadas para moldear las consecuencias. “Muchos colegas cultivadores de esta «ciencia triste» que es la economía, hablan imprudentemente, como si creyeran que el libre comercio no puede fallar”, ha dicho Baumol.
Algunas naciones, en otras palabras, se convierten efectivamente en “perdedoras”. Gomory teme que Estados Unidos sea ahora una de ellas y que esté iniciando el descenso. Cuando él y Baumol escribieron su libro, se imaginaban que las relaciones comerciales de EEUU con China y la India producirían “beneficios mutuos”. Estados Unidos obtendría bienes más baratos; China y la India, empleo y una incipiente industrialización. Pero los rápidos progresos de estas dos naciones en la pasada década, piensa Gomory, están poniendo a Estados Unidos en el aprieto de que sus beneficios se convierten en nuestras pérdidas.
Esencialmente, los términos del comercio han cambiado: jun volumen cada vez mayor producción de valor añadido se desplaza de Estados Unidos a sus socios comerciales más pobres. América, explica, se hace crecientemente dependiente, compra cada vez más en el extranjero lo que sus ciudadanos consumen y produce relativamente menos en casa. Los ingresos estadounidenses se estancan, mientras los empleos de salario alto desaparecen y sus exportaciones ocupan una porción menor del total mundial.
La persistente externalización de la producción nacional tare consigo una consecuencia perversa: Estados Unidos paga cada vez más por sus importaciones. La producción que en un principio se externalizaba para obtener mano de obra y bienes más baratos, alcanza una proporción cada vez más amplia del ingreso nacional, y los crecientes déficit comerciales, literalmente, menguan el crecimiento nacional estadounidense. “Todos los materiales que ya se estaban importando de esos países, se encarecen”, explica Gomory. “Por eso puede empezar la cuesta abajo, porque las importaciones salen más caras que antes”. Mírese de otra forma: una hora de trabajo estadounidense ya no compra tantas horas de trabajo chino como otrora. China puede suprimir sus salarios nacionales para seguir vendiendo más productos, pero eso no altera el desequilibrio fundamental en capacidad productiva.
El aprieto de EEUU está visiblemente reflejado en los déficit del hinchado comercio de la nación, un déficit que actualmente roza el 7% del PIB anual. El país consume más de lo que produce. Pide pesados préstamos a sus socios comerciales, comenzando por China, a fin de poder financiar su “exceso” de consumo. Ello permite a América eludir ─temporalmente─ la confrontación con su debilitada condición, esto es, perder nivel de vida. Pero eso ocurrirá inleuctablemente cuando los americanos se vean forzados a reducir su consumo y cancelar las facturas atrasadas. El aplazamiento profundizará la herida porque, significativamente, los socios comerciales obtendrán mayores capacidades industriales, mientras que nuestra fuerza productiva se debilitará más.
Los americanos pueden optar por condenar a China o a las transnacionales desleales, pero el problema reside en la política estadounidense. La solución sólo puede encontrarse en Washington. China y otras naciones en vías de desarrollo persiguen su interés nacional y hacen lo que el sistema les permite. En cierto modo, así son las transnacionales estadounidenses. “Quiero hacer hincapié en que es un problema sistémico”, dice Gomory. “Los directores ejecutivos están haciendo el trabajo a que se han comprometido. Es el sistema el que dice que las compañías han de cómo único objetivo el de maximizar el beneficio.”
La solución que propone Gomory cambiaría dos grandes cosas (y varias otras menores). Primera, el gobierno estadounidense debe intervenir unilateralmente para cubrir el déficit del hinchado comercio de la nación, imponiendo obligatoriamente su disminución hasta lograr el equilibrio comercial con nuestros socios comerciales. Los mecanismos para hacerlo están autorizados por las reglas de
la OMC, a pesar de que la acción de urgencia nunca ha sido invocada por ninguna nación rica, y menos por el líder putativo del sistema mundial. Cubrir el déficit comercial estadounidense acarrearía consecuencias dolorosas en casa y en el extranjero, pero podría obligar a otras naciones a plantearse reformas en el funcionamiento actual del sistema comercial. Eso podría incluir derechos para los trabajadores, cosa de la que Gomory se declara partidario.
Segunda, el gobierno debe ejercer la dirección de la política nacional en lo tocante a la regulación del comportamiento de las transnacionales estadounidenses, e intervenir directamente en sus políticas de inversiones. Gomory piensa que eso puede hacerse más efectivamente por medio de la normativa fiscal. Un impuesto sobre la renta de las corporaciones reformadas penalizaría a las empresas que sigan desplazando al exterior los empleos de salarios altos y la producción de valor añadido, al tiempo que recompensaría a las que invirtieran en la modernización de la economía del país de origen.
Las compañías estadounidenses no sólo están libres de supervisión pública, sino que la política gubernamental y las exenciones fiscales incentivan la externalización de la producción. Otras economías avanzadas tienen complejas políticas industriales nacionales, además de presiones políticas y culturales que guían y disciplinan a sus transnacionales, obligándolas a ser más fieles al interés nacional.
Ninguna de las reformas de las políticas fundamentales que propone Gomory
─equilibrar el comercio e imponer disciplina a las transnacionales estadounidenses─ puede funcionar sin la otra. Ambas deben realizarse de forma más o menos simultánea. Si el gobierno grava el comportamiento de las transnacionales estadounidenses sin limitar también las importaciones, las empresas darán un portazo. “Eso no funcionará”, explica Gomory, “porque ustedes dirán a todas las compañías, «Así es como les vamos a tomar la medida». Y las corporaciones dirán, «No lo harán. Me voy al extranjero. Me voy a fabricar mi producto allá y lo enviaré de vuelta a Estados Unidos». Pero si se insiste en el equilibrio comercial, entonces la suma que las compañías envían adentro debe igualar a la suma que envían afuera. Si ninguna compañía lo hace, entonces no puede enviarse nada adentro. Si equilibran el comercio, podrán hacer que las compañías del interior trabajen como ustedes quieran”. La inversión pública en nuevas tecnologías e industrias, añadiría yo, tampoco puede lograrlo si no existen garantías de que las compañías sitúen su nueva producción en Estados Unidos.
En substancia, Gomory propone modificar los incentivos que benefician a las transnacionales estadounidenses. Si el gobierno introduce reglas de comportamiento y las refuerza mediante la normativa fiscal, las compañías se verán obligadas a buscar beneficios de otra forma, adhiriéndose al interés nacional en los términos impuestos por el gobierno estadounidense. Otras naciones lo han hecho de diversas maneras. Sólo Estados Unidos piensa erróneamente que el interés nacional no lo exige.
En los úpasados meses, el Congreso ha convocado a Gomory y a Leo Hindery, del Horizon Project, quienes expusieran todas esas grandes ideas ante un público respetuoso. Se reunieron con unos treinta senadores demócratas y asesores de congresistas de ambos partidos. El senador Byron Dorgan, con copatrocinadores como Sherrod Brown, Rusell Feingold e incluso Hillary Clinton, ha presentado muchos proyectos de ley para enfrentarse a los déficit comerciales.
El concepto de Gomory de impuestos para transnacionales resulta más difícil de aceptar para los miembros de grupos de presión de Washington, porque apunta a la línea de flotación de las mayores corporaciones estadounidenses. Inversamente, esta propuesta tiene un encanto intuitivo más fuerte para los ciudadanos de a pie, quienes, razonablemente, se preguntan por qué se consiente a las transnacionales minar el interés nacional cuando disfrutan de todos los beneficios de ser compañías “americanas”.
El grupo de Hindery es partidario de que el Congreso emprenda acciones a fin de fijar el calendario para una “cumbre nacional” sobre comercio, en donde puedan tratarse todas esas cuestiones. E, treinta años, jamás l sistema político ha propiciado un debate honrado y abierto sobre la globalización. La dogmática iglesia del libre comercio
─“comercio libre, bueno; no comercio, malo”─ no lo permitiría. En la medida en que cada vez más políticos entienden el significado del análisis de Gomory, deberían también empezar a exigir igual tiempo para los herejes.
La concepción que Gomory tiene de la reforma va realmente más allá del sistema comercial y del deterioro de la economía americana. Quiere recuperar una visión de las obligaciones corporativas hacia la sociedad, la perspectiva social que floreció durante un tiempo en el pasado siglo, pero que está ahora prácticamente extinguida. La vieja idea era que la corporación era un fondo de inversiones fideicomisionado, no sólo para los accionistas, sino también en beneficio del país, de los empleados y de la gente que utiliza el producto. “En esa actitud me crié en IBM”, explica Gomory. “De esta forma pensábamos
─un bien para el país, un bien para la gente, un bien para los accionistas─, y yo deseo que vuelva… Deberíamos evaluar a las corporaciones por su impacto sobre todos sus fideicomitentes.
De lo que se trata, en mi sueño utópico, es de decidir qué queremos de las corporaciones, Y ellas sacan beneficios haciendo las cosas que nosotros queremos que hagan. Si fallan en eso, si divergen de nuestros deseos, yo sería partidario de abrir un debate sobre las causas de esa divergencia, permitiendo a las gentes un amplia participación en el debate y la argumentación.”
Algunos CEOs más veteranos y miembros de juntas directivas al menos le escuchan con simpatía. “Tienen nietos”, dice. “Ellos también se preguntan qué pasará con nuestros nietos. No puede lograrse ningún voto en los consejos de administración apelando a la bondad de algo para nuestros nietos. Pero sí que puede hablarse con ellos, despertar su preocupación e inducirles a pensar: «Bien, quizá haya que hacer algo.»”
William Greider es un destacado periodista político norteamericano afincado en la ciudad de Washington. Fue durante 15  años editor asistente del Washington Post, durante 17 años editor para asuntos nacionales de la revista Rolling Stones, y ha trabajado también como reportero en varios programas de televisión. Es autor, entre otros varios libros, del multipremiado bestseller Secrets of the Temple. En septiembre aparecerá su próximo libro: The Soul of Capitalism: Opening Paths to A Moral Economy [El alma del capitalismo: vías abiertas a una economía moral].
Traducción para www.sinpermiso.info: Daniel Escribano
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The Nation, 19 abril 2007
   
   
 
 
   
Los mercados de valores y la segunda fase de la globalización
Alessandro Volpi · · · · ·
 
29/04/07
 
 
El panorama financiero internacional está experimentando profundas transformaciones que suministran varios indicios de la superación de la primera fase de la globalización iniciada a mitad de la década de los noventa. En estos días, por vez primera desde el fin de la primera guerra mundial, el valor de capitalización de las 24 bolsas europeas, incluidas las rusas y las de los países del Este, ha superado los listones estadounidenses; se trata de una diferencia muy pequeña, 17,72 billones de dólares contra 15,64, pero con harta probabilidad indicativa de una nueva tendencia. A ese resultado ha contribuido el más elevado rendimiento de los títulos europeos, más del doble que el de los de EEUU, a lo que se añade la fuerza del euro y el holgado recurso a operaciones de financiación extraordinaria. Según mucho observadores, además, las plazas del Viejo Continente se han visto favorecidas por la menor severidad de los controles en relación con las bolsas estadounidenses, duramente penalizadas por la normativa Sarbanes-Oaxley, que ha traído consigo un incremento de los costes para las sociedades que cotizan en el mercado de valores. Una mayor reglamentación, culminada con una transparencia más eficaz, parece, pues, conllevar un empeoramiento de las potencialidades competitivas de los mercados financieros, con consiguientes redefiniciones de las geografías de los capitales. Más o menos simultáneamente a este dato ha venido a añadirse otro: la mayor capitalización lograda por las dos bolsas chinas de Shangai y Shenzen en relación con Hong Kong, un adelanto histórico que pone inmediatamente a las plazas chinas a los alcances de Tokio: la reciente crisis ha sido brillantemente superada y parece afirmarse plenamente un mercado financiero en el que hay todavía pocos capitales extranjeros y en el que dominan las securities nacionales, con casi 70 millones de obligaciones en títulos abiertos que alimentan de modo febril las transacciones. En otras palabras, son los propios chinos quienes se están transformando rápidamente en sujetos financieros, impulsores de un mercado financiero de caracteres todavía casi totalmente “internos”; un mercado, pues, harto distinto de los que se configuraron en los años de la globalización galopante, enteramente engranados en las Bolsas estadounidenses y en los grandes flujos internacionales.
Ese fenómeno viene acompañado por una ulterior transformación todavía vinculada a los flujos de capital; en 2006, más del 30% de las exportaciones de capitales a escala planetaria procedían de Rusia, Arabia Saudita y China, un porcentaje decididamente superior a todo cuanto acontecía en el pasado inmediato, que llegó a un 50% con los flujos de salida de Alemania y Japón. También desde esta perspectiva, pues, las jerarquías financieras mundiales parecen muy renovadas, con economías emergentes que exportan capitales y se lanzan a la búsqueda de plazas de menor “rigidez”. En este sentido, tal magnitud de dinero podría cambiar la fisonomía de realidades consolidadas a lo largo del tiempo y poner en discusión, igualmente, la centralidad del dólar, que, por otra parte, no está ya sostenido ni siquiera por el peso de las grandes instituciones financieras internacionales. Actualmente, el Fondo Monetario Internacional tiene en curso préstamos a los países emergentes de cerca de 20 mil millones de dólares, de los cuales la mitad van para Turquía. Hace sólo dos años, el volumen de los préstamos era de más de 120 mil millones de dólares. Resulta ya claro que el peso de las finanzas privadas, que movilizan 500 mil millones de dólares al año, y de los grandes fondos en cartera de los gobiernos de China, Brasil y Japón, que suman otros 2 billones de dólares, resultan mucho más relevantes y decisivos para la suerte económica de nuestro planeta. Todo eso en un marco de reglas substancialmente anclado aún en la década pasada, cuando realidades de este tipo tenían mucha menos influencia y la suerte del dólar estaba todavía sólidamente en manos de la Reserva Federal. Por lo demás, hace diez años, la OMC pensaba en un mundo regido por el multilateralismo, las privatizaciones y la panacea de un mercado internacional en el que una miríada de economías especializadas intercambiaban la propia producción: hoy dominan las grandes economías públicas de los Estados, como estatalizados están los fundamentales recursos energéticos, gestionados por cárteles en vías de ampliación, y el núcleo del desarrollo se halla en los mercados internos y en la multiplicación infinita de los “consumidores y de los ahorradores nacionales”, frecuentemente endeudados, pero con deudas “gestionadas” a través de los nuevos instrumentos de las finanzas, éstas, sí, globales. Hace diez años, en fin, ni siquiera existía una economía informal tan difusa como la que se da ahora, fruto, también ella, de la globalización que, allí dónde no consiguió el despegue de los sistemas productivos ni logró la movilización de los procesos de financiación, ha contribuido paradójicamente a cancelar las instituciones del mercado, abriendo enormes espacios al renacimiento de formas inveteradas de subsistencia, mezcladas ahora, empero, y no raramente, con los instrumentos de la ilegalidad. Lo cierto es que el dato común a las nuevas finanzas y a la nueva informalidad, ambas pos-globales, es una substancial falta de familiaridad con reglas realmente transparentes y capaces de tutelar a los sujetos más frágiles. A la luz de lo cual, no es de extrañar que el nuevo estrato medio chino haya manifestado como primera característica de su comportamiento social una aguda predisposición a la evasión fiscal.
Alessandro Volpi enseña Geografía política y económica en la Universidad de Pisa.
Traducción para www.sinpermiso.info: Leonor Març
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Il Manifesto, 27 abril 2007
   
   
 


«Se precisan niños para amanecer»
-Daniel Viglietti-


«(...) quizá la Ética sea una ciencia que ha desaparecido del mundo
entero.
No importa, tendremos que inventarla otra vez
Jorge Luis Borges ( Diálogos - Seix
Barral - Barcelona - 1992- pg. 26 )»


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