Relato de un exguerrillero que hoy es pastor de una iglesia cristiana "Diariamente mataban entre ocho y diez", el espectador

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Rodrigo Jaramillo Velasquez

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Nov 24, 2014, 12:23:35 AM11/24/14
to vampirologio
Relato de un exguerrillero que hoy es pastor de una iglesia cristiana
"Diariamente mataban entre ocho y diez"
Víctor Rivera, uno de los sobrevivientes de la barbarie de José Fedor Rey, alias ‘Javier Delgado’, narró uno de los episodios más sangrientos de la historia colombiana: la masacre de Tacueyó.
Por: ‘Los Informantes’ de Caracol Televisión

 "Diariamente mataban entre ocho y diez"
Víctor Rivera, guerrillero sobreviviente del grupo Ricardo Franco, disidente del M-19. / ‘Los Informantes’
A finales de 1985, cuando Colombia seguía estremecida por los estragos del holocausto del Palacio de Justicia, desde el departamento del Cauca trascendió una noticia que demostró la degradación a la que había llegado la guerra. Un grupo disidente del M-19 que se hizo llamar Ricardo Franco ajustició a un centenar de guerrilleros porque creía que eran infiltrados de las Fuerzas Armadas.

El promotor de esta masacre fue un sujeto llamado José Fedor Rey, alias Javier Delgado, quien años después fue capturado, pero fue asesinado en la cárcel de Palmira en 2002. Los Informantes del Canal Caracol localizaron a un sobreviviente de esta masacre. Se llama Víctor Rivera, hoy es pastor de una iglesia cristiana en Cauca y así recordó uno de los episodios más reprochables y sangrientos de la guerra en Colombia.

¿Dónde nació y cómo empezó a sentir la violencia?

Nací en Tacueyó, municipio de Toribío, en 1973. Allá siempre ha habido conflicto. Íbamos al colegio y llegó el momento en que me enredé. Eso fue en 1985. Tenía 12 años cuando llegó un grupo subversivo llamado Ricardo Franco. Apareció un domingo e ingresó a la vereda con siete amarrados, dos mujeres y cinco hombres. El grupo se componía de unos 200, entre hombres, mujeres y niños. Como era día de mercado, aprovecharon a invitar a la comunidad a una charla.

¿Y qué dijeron?

Que eran un grupo revolucionario, que estaban luchando por el pueblo, y además, como días atrás habían matado a un religioso, dijeron que los siete que iban amarrados lo habían matado. Los llevaban descalzos por una carretera destapada. Me fui relacionando con ellos porque me dijeron que allá era sabroso y que podía aprender a manejar armas. Estuvieron 15 días en la vereda y, junto con otros muchachos, me fui con ellos. Me recibió un comandante llamado Antonio.

¿Su familia no lo fue a buscar?

Llegaron allá y les dije que quería irme, que quería conocer. Para ellos fue muy duro y se pusieron a llorar. Pero uno en ese momento tiene endurecido el corazón y no sentí lástima. Me fui con ellos y a los pocos días me di cuenta de que estaban divididos; oí que comentaban que algo raro sucedía. Fue cuando escuché gente pidiendo auxilio. No sabía lo que estaba pasando, sólo que nos sacaron por la noche y llegamos donde otro grupo donde también había personas amarradas. Después fuimos a un punto que se llama Chimicueto, al lado de Tacueyó, donde comenzó la masacre.

¿Cómo fue?

Por orden del comandante, les quitaban las armas y comenzaban a maltratarlos. A unos los cogían y los amarraban a un palo de las manos y los pies, luego se les sentaban encima y con un cordel muy fino los ahorcaban. Los llevaban cerca a una fosa y, para asegurarse de que estuvieran muertos, con una puñaleta el comandante, que se llamaba Javier Delgado, los degollaba o les rajaba los intestinos.

¿Eso pasaba cada cuánto?

Todos los días, hasta que se acabó el grupo. Diariamente mataban entre ocho y diez. Decían que eran infiltrados, que trabajaban para la ley, que le colaboraban al Ejército dándole limonada. Esa era la razón para matarlos. El día que me amarraron a mí vi que todo era un engaño. Fue al mes y medio, por el lado de Toribío. Esa noche, cuando organizaba la carpa, me cogieron de atrás, me desarmaron y me llevaron donde el comandante Javier Delgado. Entre insultos preguntó: “¿Usted trabaja con el Ejército?”. Le respondí: “No, yo no sé nada de eso”. Entonces me hizo abrir la boca y me puso el fusil. Yo le dije que le preguntara a los demás compañeros, que todos éramos de la vereda, que éramos estudiantes. Él contestó: “Lo que pasa es que los otros ya cantaron; falta usted, que se está resistiendo”.

¿Y qué sucedió?

Amanecí amarrado y tirado como un perro. Como a las dos de la tarde, otro comandante que conoció a mi papá y a mi hermano, cuando me vio me preguntó por qué estaba así. Le expliqué y como a las cinco de la tarde me soltaron. En ese momento llegaron otros. Yo dije que eran estudiantes. Me dijeron que yo tenía que responder por ellos, que si alguno se volaba yo era el afectado y mi familia.

¿Qué pasó después?

Tuvimos que movernos porque el M-19 comenzó a apretarnos por un punto llamado Barondillo, en el municipio de Toribío. Decían que iba a caer al campamento para coger a Javier Delgado, pero él tenía mucha malicia y dejó todo botado. Nos arrastró con él. Bajamos a la carretera, estuvimos una hora esperando y aparecieron dos camiones grandes en los que nos llevaron por los lados de Jambaló. Allá estuvimos como 15 días.

¿Y Hernando Pizarro estaba con ustedes?

Él quería agarrar a Javier Delgado porque se dio cuenta de que era él quien cometía los asesinatos. En Jambaló pasó lo mismo. A donde llegábamos iba dejando fosas. Hasta que entramos a un punto que se llamaba Pueblo Nuevo y ya éramos poquitos. Allá mataron ocho y quedamos como 25, incluidos los comandantes. Allá, con la ayuda del que me salvó la vida, me pude volar para la casa. Cuando llegué, la familia se puso contenta, pero me dolió saber que al día siguiente a él lo mataron. Ahí fue donde entendí los planes de Dios. Usó a ese varón para salvarme.

En total, ¿cuánto tiempo estuvo usted en el Ricardo Franco?

Unos cuatro meses. Lo terrible fue que los que murieron nada tenían que ver con la ley. Por ejemplo, yo conocí a una señora de Toribío que un día la mandaron llamar, y cuando la subieron, la encerraron en una sala y comenzaron a torturarla. Le rajaron el estómago y le cortaron los senos. Le sacaron el bebé por verla sufrir. Alcancé a ver cómo agarraban a muchos, los desarmaban y los iban matando. A patadas, ahorcados, con puñaleta. Gracias a Dios tengo mi corazón tranquilo. Hice fosas, tapé cadáveres cuando los lanzaban, pero mis manos nunca se mancharon con sangre.
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