No hay duda de que el boicoteo contra Cataluña es una
iniciativa auspiciada por importantes grupos de la
derecha española que, a falta de argumentos y
representatividad social, han desatado una operación
de castigo para someter, a través del terror
económico, las aspiraciones de autogobierno y el
sentimiento nacional de la inmensa mayoría de los
catalanes. La propagación del miedo a perder el
bienestar y la seguridad económica o laboral es una
práctica terrorista y como tal debemos denunciarla. La
extensión del castigo a toda una sociedad define la
catadura moral de quienes confían en la irracionalidad
de la fuerza -la fuerza del miedo económico- para
imponer lo que con la razón no les alcanza.
La intimidación económica o boicot es, como otros
tipos de terrorismo, cobarde. ¿Alguien conoce a los
organizadores del boicot anticatalán o a los grupos
que lo apoyan? Sin embargo existen y actúan agazapados
en un vergonzante anonimato, como sucede en todas las
causas injustas. No es menos cierto que, al amparo de
su acción indiscriminada y ciega, el boicot suele ser
aprovechado por algunas empresas como una oportunidad
para desbancar a sus competidores boicoteados, porque
todo vale en la guerra del mercado. Algunas
importantes empresas vascas, de los sectores de la
distribución comercial y los electrodomésticos, han
visto cómo varios de sus competidores españoles
impulsaban sibilinas campañas de boicot contra la
implantación de sus compañías en el mercado estatal
con el obvio argumento de que son "empresas vascas" o
con la acusación falaz de ser "colaboradores de ETA".
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Reflexioné mucho sobre Richard Ford durante el debate
sobre el Estatut: sobre su incapacidad, fruto de
arraigados prejuicios, para reaccionar
inteligentemente ante el fet diferencial de Catalunya.
El debate ha puesto al aire las raíces del problema
que supone Catalunya para el Partido Popular, tal vez
el único partido político del mundo que vota en contra
de absolutamente todo. No lo pueden decir, pero a mí
me parece evidente que, en el fondo, más que odiar a
Catalunya --algo que nunca admitirán-- la temen. Y la
temen porque saben que tiene capacidad para
organizarse sola. ¿Y Portugal? No he oído ni leído a
nadie, ni al facha más redomado, poner nunca en tela
de juicio su derecho a ser Portugal. Y eso que
Portugal, ¡si mal no recuerdo!, formaba parte un día
de España.
Los dogmas existen, entre otras razones, para aplastar
la heterodoxia. Catalunya es la heterodoxia de España,
más que el País Vasco, más que Galicia. Y hace muy
bien.
El meollo del asunto está, naturalmente, en el idioma.
Permítanme una pequeña comparación. Los británicos les
quitaron a los irlandeses su idioma --y sus costumbres
nativas-- a punta de bayoneta y a cañonazo limpio.
Aquello se pareció mucho a lo que se hizo en la España
de los llamados Reyes Católicos con los "moriscos".
Bien es verdad que el celta subyacente ha conformado
el inglés que se habla en Irlanda, con lo cual tenemos
Ulises y otras cumbres de la literatura mundial, pero
el hecho sigue siendo que el país quedó huérfano de su
principal seña de identidad, que es la lengua materna.
Esto no se olvida, no se olvidará nunca. Se trató de
hacer lo mismo con el catalán. Las circunstancias no
eran las mismas, pero el desprecio hacia otra cultura,
hacia otra manera de ser, sí.
¿Se imaginan ustedes lo que habría pasado si, en una
coyuntura histórica diferente, Catalunya, dueña de los
destinos patrios, hubiera impuesto, o procurado
imponer, su idioma al resto del territorio? ¿La que se
habría armado?
Me impresionaron la magnanimidad, el buen hacer y el
seny de los catalanes participantes en el debate de
presentación y defensa del Estatut en el Congreso de
los Diputados (soberbia y sabia lección, la de Duran
Lleida).
No noté en ninguno de ellos odio ni resentimiento ni
rencor. Pude constatar con satisfacción su pleno
reconocimiento de la contribución de los inmigrantes
de otras regiones españolas al fortalecimiento de
Catalunya. Y celebrar, cómo no, su tremenda voluntad
de construir una Catalunya más libre, por el momento
dentro del Estado actual, Estado que muchos esperan
--yo también-- que vaya evolucionado hacia una
configuración plenamente federal.
¿Apocalypse now? ¿Mañana? Si Catalunya consiguiera ser
mañana un Estado "independiente" dentro de la nueva
estructura de Europa, convirtiéndose en el Portugal
del litoral este de la península, ¿sería el fin del
mundo? No lo creo. Tampoco el fin de España.
Pero no teman los dueños inmemoriales (por la gracia
de Dios) de la finca nacional. La gran mayoría de los
catalanes no plantean así la cuestión. En el fondo,
sólo piden, me parece, que ustedes asuman, de verdad,
que Catalunya es, legítimamente, una "altra cosa".
¿Tanto trabajo les cuesta?
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