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Los derechos de las Naciones

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Beti Bezala

unread,
Nov 23, 2005, 2:19:50 PM11/23/05
to
El pasado día 5 de octubre se cumplieron diez años del histórico y
trascendental discurso que pronunció Juan Pablo II ante la Asamblea
General extraordinaria de las Naciones Unidas, en Nueva York, con motivo
del 50º aniversario de su fundación, invitado por su secretario general,
a la sazón Boutros-Ghali.

Dejemos que él mismo nos hable de nuevo, retomando algunos de los rasgos
de su discurso, que se definen como básicos para la convivencia en paz de
todas las naciones.

"En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera
extraordinaria y global la búsqueda de la libertad, que es una de las
grandes dinámicas de la historia del hombre". (Punto 2).

"Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la
estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental
‘clave’ de la misma nos ofrece precisamente su carácter planetario,
confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales,
enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las
exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal... Nos
recuerdan que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que,
por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y
hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos
que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos
encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensivo y común,
acerca del futuro del hombre".

"La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha
tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía
no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los
derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser
considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de
la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo". (6)

"El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte
mundial, caracterizado por una fuerte ‘movilidad’, que hace los mismos
confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos
definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones,
los medios de comunicación social y la mundialización de la economía.
Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir
con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como
una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de
contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe
infravalorar, como si fuera un residuo del pasado, éste requiere más bien
ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y
ético-jurídico". (7)

"Sobre este fundamento antropológico se apoyan también los derechos de
las naciones, que no son sino los derechos humanos, considerados a este
específico nivel de la vida comunitaria". (7).

"Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su
derecho a la existencia: nadie, pues -un Estado, otra nación, o una
organización internacional- puede pensar legítimamente que una nación no
sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige
necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de
agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo
con los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados
caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber
circunstancias históricas en las que las agregaciones distintas de una
soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que
esto suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio
de la autodeterminación de los pueblos... Cada nación tiene derecho a
construir su propio futuro, proporcionando a las generaciones jóvenes una
educación adecuada". (8)

"La libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre... La
libertad posee una lógica interna que la cualifica y ennoblece: está
ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de
la verdad... Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae
en la vida individual en libertinaje y en la vida política en la
arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder". (12).

"Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define
la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una
ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones,
e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El
utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque
inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter a una nación
más pequeña o más débil es considerado como un bien, simplemente porque
responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias
del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a
condicionar y aprovecharse de los más débiles". (13)

Con ser éste un discurso de la más alta trascendentalidad e importancia
para la feliz solución, en concordia y paz, de los conflictos internos de
las Nacionalidades, apenas tuvo eco en la prensa española, ni en la
mediática ni en la religiosa, con la notable excepción de la revista
"Eclessia", que lo publicó íntegramente en su número 2.759, de 21.10.95.
En verdad, que ni a las autoridades políticas ni a las jerarquías
españolas religiosas de entonces, salvo notables y honrosas excepciones,
les interesó ‘‘de facto’’ la doctrina del Papa vertida en su
discurso, por no coincidir ni con su visión del Estado ni con sus más
profundos y enraizados principios políticos, propios de un modelo
centralista y jacobino. Para confusión y mal de las gentes de nuestros
pueblos, una vez más se sacralizó el poder político, politizando la
misión eclesial.

Ahora, diez años después del discurso de Juan Pablo II en Naciones
Unidas, parece que ocurre algo similar, dado el silencio que se ha
mantenido en torno a aquel singular discurso. Se nos da a entender que
interesa mantenerlo olvidado y bien archivado, pese a contenerse en él las
claves para solucionar los inacabables conflictos que el Estado español
tiene sobre el tapete en relación con las nacionalidades subordinadas a
él y que no acierta cómo resolverlas en Justicia y Verdad.

En aquel histórico discurso el Papa habló expresamente de los derechos de
las Naciones y de las Nacionalidades y abrió caminos para el entendimiento
interno de los Estados plurinacionales a nivel universal. Y todo ello
dentro de los grandes ideales, principios y propósitos contenidos en la
Carta fundacional de las Naciones Unidas de 1945 y en su posterior
desarrollo doctrinal. De modo y manera que los conceptos políticos de la
Carta y los conceptos morales y éticos del Papa, en defensa de los
derechos humanos de los pueblos, quedaron fundidos a manera de un solo
discurso de ámbito universal.
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John Morey

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Dec 4, 2005, 7:37:31 AM12/4/05
to
Supongamos que me he hartado ya de tanto debate
identitario. Imaginemos que uno está agotado de andar
siempre defendiendo el derecho a existir según los
patrones lingüísticos y culturales de su propio país,
y que estoy cansado de dedicarle tiempo, de dar
explicaciones y, por qué no decirlo también, de perder
dinero y oportunidades profesionales. Teorías para
justificar el abandono las hay a patadas, a izquierda
y derecha del camino. Son todas de ilustres
intelectuales, de entre las que destacan las de
algunos vascos cuya carrera de compromiso político con
España había empezado en las filas de ETA y que han
acabado escribiendo suculentas páginas para redimir
sus orígenes y contar la caída del caballo y su
conversión a la razón española.

Pero supongamos también, ya sea porque uno no cree que
deba redimirse de ninguna culpa grave o por la simple
razón de que, en el fondo, me encanta complicarme la
vida, que no voy a optar por el camino fácil, bien
marcado y suculentamente premiado de elegir una
identidad tan cosmopolita, universalista y nada
nacionalista como la española. Sería lo más razonable,
claro. Al fin y al cabo, toda mi formación académica
la seguí en lengua española -que nunca fue lengua de
imposición- y, sólo por poner un ejemplo de mi buen
entrenamiento, sin saber que existiera Poblet, a los
diez años ya sabía dibujar de memoria -iba para
examen- la fachada de la Universidad de Salamanca,
sapo incluido. Llegué a oficial de complemento cuando
la mili y aún puedo canturrear aquello de "... y de
amor patrio henchido el corazón".

Además, mi carnet de identidad -de una identidad
abierta al mundo y no como esas otras alicortas
pensadas sólo para molestar- asegura que ya tengo la
española, igual que mi pasaporte, con el que el mundo
me ha abierto las puertas. Y el NIF, me olvidaba del
NIF, que también me sitúa fiscalmente donde realmente
estoy y señala hasta qué punto soberanía y solidaridad
son lo mismo. Todo apunta, qué duda cabe, hacia donde
reside la suprema comodidad del silencio identitario.
Silencioso no porque no esté, sino por omnipresente.

Pues no: resulta que me decido por ser inglés. Sí,
quiero ser culturalmente inglés. O mejor aún,
británico. No la volvamos a liar. Es como un cambio de
pareja de esos tardíos, un enamoramiento loco. La
cuestión de la lengua es fundamental, ya que es la que
me va a dar mayor confort internacional, aunque siga
viviendo en Terrassa. Pero luego están la música de
Purcell, los sonetos de Shakespeare y, casi por encima
de todo, su sentido del humor, que es el mío. Ni que
decir tiene que, como antiguo catalán, puedo encontrar
fácilmente un puesto en algún centro de investigación
universitario donde pueda dedicar el resto de mis días
a explicar, con toda suerte de notas al pie de página
de los clásicos anglosajones de la etnicidad, lo que
son las identidades de las minorías étnicas en
Catalunya y hasta qué punto están maltratadas -ahora
diré: estamos- por un nacionalismo trasnochado al que,
si no llega a ser por mi conversión a la britishness,
podría haber quedado atrapado en él para siempre.

Tengo alguna duda sobre hasta qué punto voy a ser un
británico auténtico. Por mi parte puedo ofrecer la
pasión por mi nuevo sentimiento. Me veo capaz de tomar
más té que su majestad la reina de Inglaterra, de ser
tan puntual como el Big Ben, pedir perdón por cada
roce involuntario en las calles de mi ciudad y
memorizar los guiones de Yes, minister. ¿Habrá
bastante con eso para vivir cómodamente en mi nueva
nación cultural? Creo que sí, porque he leído en un
artículo de Francesc de Carreras publicado en La
Vanguardia (10 de noviembre) que eso de las naciones y
las identidades culturales es una mera cuestión
subjetiva, una cuestión de sentimientos reservada a la
esfera de lo privado y un ámbito libre donde
desarrollar la personalidad sin ningún tipo de
coacciones. Me imagino que podré considerarme
británico sin más, aunque en el quiosco de mi barrio
sólo pueda comprar cada semana el Catalonia Today. No
me van a amedrentar ni voy a repetir el estilo
victimista del que estoy huyendo.

Estos días me he enterado de que aquí en EE.UU., para
conseguir la ciudadanía -que es algo meramente
político y objetivo, como dice Francesc de Carreras-
pasas un examen de historia, rindes honor a la bandera
y juras lealtad exclusiva a la nación norteamericana.
La gente se suele emocionar, me cuentan. Supongo que
es que no han leído el artículo que deja tan y tan
claro que no sólo no hay que confundir, sino que debe
separarse la nación en el sentido jurídico-político de
la nación en el sentido romántico, sentimental y
subjetivo. Una separación que sin lugar a dudas ha
sido norma entre todas las naciones jurídico-políticas
habidas y por haber. Las naciones jurídico-políticas,
como sugiere el catedrático de Derecho Constitucional,
nunca han sido proclives ni a las conmemoraciones
patrióticas ni a los himnos y banderas, ni al control
de los espacios comunicativos ni a los intentos de
homogeneizar lingüísticamente sus territorios, ya que
ésos son ámbitos de la libertad privada subjetiva.

Estoy realmente muy contento con saber que puede
separarse lo jurídico de lo cultural, porque si las
adhesiones culturales son resultado de un mero acto de
voluntad subjetiva, sé que, deseando ser británico en
lo más hondo de mi corazón, voy a hablar inglés con un
acento fantástico, y quedaré insuflado de toda la
tradición literaria, por lo menos desde Shakespeare
hasta nuestros días. Habré elegido libremente y, por
qué no decirlo, sabiamente. Qué alivio saber que las
cosas son tan sencillas. Se separan y ya está.

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