Si pensásemos en el espíritu como en un objeto físico, estaríamos confundiendo una manera de hablar con otra, y nuestra tarea sería ordenar estos juegos de lenguaje, que en realidad están ya ordenados y no podemos cuestionarlos, así que lo dejaríamos todo exactamente igual. No obstante, hay en ti combinaciones de respuestas naturales a los estímulos del mundo que tienen el poder de afectarme, y su análisis está todavía más allá de mi alcance. No sé si una simple disposición diferente de los elementos de la atmósfera en la que se desenvuelven tus respuestas sería suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión intimidatoria. Si tuviese un corcel blanco, lo empujaría a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendiese su brillo tranquilo junto a ti. El estanque de tu familia. Y contemplaría la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y tus ojos como ventanas al mundo -mirándonos a través del reflejo negro estancado, melancólico, hasta regresar al encuentro de la compañía, la alegría. Te escribiría a cualquier región, y no esperaría respuesta, y sin embargo sé que la obtendría, porque la escritura tiende una cuerda, la tensa y hace que ésta vibre, resuene. Lo haría por jovialidad, de todo corazón, y te vacilaría consecuentemente, por la amistad de nuestra camaradería, sin reservas, con tan sólo algún que otro secreto, desplegando mi sensibilidad con cierto temperamento artístico, generosa y discretamente manifiesto. Voy a empezar a experimentar devoción por las dificultades de tu belleza, de tu comprensión del mundo, tu ciencia, tu música. Así te reconoceré. Así encontraremos una rama en la que columpiarnos. Así transitaremos de una variación a otra hasta dar con el gran impulso del cambio, atentas a la influencia de la novedad, la transmisión de un hecho original. Mirarnos en el estanque. Alzar los ojos desde el reflejo hacia la realidad de la mirada directa sin perder de vista nuestras fantasías, con la vívida fuerza de las sensaciones que hacen florezcamos excitando nuestra imaginación como se embriaga la atmósfera de los árboles en primavera, rompiendo el silencio del invierno, coloreando los muros de los jardines, haciendo perceptibles los vapores que manan del húmedo campo para liberarnos del frío ascetismo. Al examinar más de cerca tu verdadero aspecto compruebo que no eres un sueño sino un cuerpo con una maravillosa juventud. Es éste tu principal rasgo. El tiempo ha dado color a tu sonrisa y ha suavizado tu piel haciéndola fina como la seda. El tiempo te ha construido, descorchando la espesa corteza de los días. Tu lenguaje no se ha desmoronado, por el contrario, ha congregado una perfecta unión en cada uno de sus juegos y estructuras, salvándote de descuidar las criptas en las que rara vez interviene el soplo del aire exterior. Lejos de la ruina, das señales de estabilidad. Ni el ojo del observador minucioso descubriría en ti fisuras perceptibles. De esta forma te abres camino orilla abajo, serpenteando, hasta sumergirte en las sombrías aguas del estanque. Luego montas conmigo en el corcel blanco y cabalgamos por una breve ladera hasta el río. El caballo bebe, primero, y pasta, después. Nosotras subimos a una barca roja de madera, remamos furtivamente, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados de juncos y orquídeas, hacia la gruta del oráculo.
En el camino avivamos sentimientos encontrados. Los sonidos circundantes, las imágenes espectrales que nos llevan de vuelta a la realidad, los relieves del espacio, los oscuros pliegues de la cueva, el agua negra del río y las mágicas libélulas doradas que aparecen a nuestro paso, insólitas, nos conmueven. La gruta se prolonga como una garganta hasta el fondo, donde hay una escalera iluminada por faroles de luciérnagas. Desembarcamos directamente en la escalera, esculpida con amplios peldaños de roca que parecen elevarse al infinito, al infierno, del que se respiran débiles fulgores de luz carmesí por unas altas, estrechas e inaccesibles lucernas que se abren paso a través de unas enredaderas. De los remotos ángulos del techo abovedado cuelgan numerosas lianas que aportan una curiosa vitalidad al sinuoso espacio. La atmósfera es placentera, con un profundo aire melancólico que envuelve y lo penetra todo con incertidumbre y cierto gozo. A nuestra llegada, el oráculo se incorpora de una hamaca tendida entre dos palmeras y nos recibe con templada vivacidad y tranquila cordialidad, mirándonos con una perfecta sinceridad. Mientras da de comer a unos tucanes, observamos con un sentimiento de comprensión la manera en la que le sonríe y le habla a estas aves, naturalizando nuestra extraña e inesperada presencia. Su rugosa tez morena, sus ojos luminosos, la textura de sus labios morados, su nariz hebrea, su mentón cuadrado y sus sedosos cabellos rizados despeinados sobre el rostro, hacen memorable su fisionomía, su humanidad. Sus maneras son coherentes y consistentes, y cada una de sus acciones se intuye claramente motivada por una pasión de fuertes fundamentos, estilizada con la precisión del acierto. Las reminiscencias de su juventud conforman su vitalidad. La elasticidad de su atrevida voz juega en contraste con la rigidez cristalina de su personalidad equilibradamente modulada. Sin asomo de duda, esperando quizá que nos extendamos en la naturaleza de la respuesta, nos pregunta por los motivos de nuestra visita solaz. Hemos llegado hasta aquí buscando un remedio para las patentes desavenencias entre los miembros de mi familia -dices tú. La mayoría de ellos sufre una afección nerviosa. Sus sensaciones, la forma con la que perciben la realidad se aleja anormalmente de la mía. Ando desconcertada, y a veces me dejo llevar por una acuidad morbosa de los sentidos que me hace vivir insípidamente las experiencias más expresivas e ingeniosas. La falta de tacto familiar aplana las texturas del relieve emocional, induciéndome a confundir el respeto con la sumisión y la tolerancia con la conformidad. Las imágenes que debieran torturar mi retina no me inspiran ya el suficiente horror necesario. Me estoy convirtiendo en una esclava de la enajenación, de la alienación ajena. Estoy perdiendo mi rebeldía. El futuro me está engullendo y no logro estremecerme por ello. Me he partido peligrosamente en dos hasta aborrecer mi propio aliento. Resulta lamentable no saber temer ya ni las más aviesas de las miradas, aunque en el fondo sí las tema, aunque me encuentre dominada por su afecto absoluto: el terror. Incluso las insinuaciones interrumpidas y ambiguas hacen que se me aparezca el torvo fantasma: el miedo. Mi familia es supersticiosa y no se atreve a salir de su zona de confort. Es una zona sombría, protegida por muros y sistemas de vigilancia, con un oscuro estanque. Mi melancolía proviene de la cruel y prolongada relación que mantengo con mi familia. Y esto me desespera, haciéndome más frágil cada día que pasa.
Estoy contigo, a tu lado, y te rodeo con mi brazo dándote calor humano, el mejor de mis ánimos. Tú me miras satisfecha por haber sido capaz de expresar estos sentimientos. Ni siquiera a mí, tu más fiel aliado, habías sido capaz de explicarme antes este tormento. El estupor te avasallaba, te oprimía. Ahora me rodeas tú también con tu brazo, abriéndote frente al oráculo, cuyo semblante se ha atezado aún más durante estos minutos, bajo un río de lágrimas que desemboca en sus dedos. Él sabe que las enfermedades familiares burlan siempre la ciencia de los médicos. Por eso entre familias hay una apatía permanente y no una convivencia gradual. Entre familias predomina una firme catalepsia que bloquea y hace insólita la mezcla de parentescos. Las enfermedades familiares no tienen cura -dice el oráculo. No hay reposo que sane el aplastante poder destructor de las familias. No verás nunca a una familia en vida, y de poco serviría que te entregases a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía que padece la tuya. Podríais pintar y leer juntos, improvisar elocuentemente con instrumentos de cuerda, estrechar sin reservas vuestra intimidad, alegrar vuestra oscuridad hasta irradiar vuestras tinieblas, construir un recuerdo conmovedor, una atmósfera ideal, pero el fulgor sulfúreo de tu familia resonaría eternamente en tus oídos como un pitido latente que no cesa. En las familias, el pensamiento conservador se traduce asiduamente en vaguedad. Las familias son hipocondríacas al cambio; intolerantes al espanto o/y resplandor de la mutación, de la transformación, por concreta que ésta sea.
Tú participas con decisión de las concepciones del oráculo. Sus palabras han retumbado en la bóveda de la gruta y en nuestros corazones. Y, abstraídas en sus reflexiones, retornamos al camino de vuelta bajando sin interrupción la inmensa escalera subterránea con faroles de luciérnagas. Por más que descendemos, no nos hallamos nunca por debajo del nivel del mar. Al llegar a la barca y montar en ella, flotamos sobre una corriente espectral. Tomo el mando de los remos y tú disfrutas de un momento de intenso recogimiento y concentración, explorando las palabras del oráculo y tus recuerdos ocultos, poniendo orden audazmente a las fantasías que te invaden más allá de lo orgánico, más allá del musgo que se extiende sobre los árboles y sobre los muros de tu jardín, más allá de la negra quietud del estanque y de la atmósfera que su agua exhala y condensa. Un espacio de influencia ritual para decorar el carácter fantasmal de una enfermedad familiar que los médicos no han podido averiguar y que considerarían inofensiva y en modo alguno extraña, eludiendo la responsabilidad de tomar precauciones, a pesar de su atmósfera opresiva, reducida, estanca, húmeda y desprovista de toda fuente de luz. La siniestra función de la familia en términos de empresa es la de hacer de mazmorra, perpetuando los remotos y revestidos tiempos feudales. Las familias se protegen tras puertas de hierro macizo, de un peso inmenso y con bisagras que chirrían agudamente al menor movimiento. Lo único que en las familias puede encontrarse suelto son las tapas de los ataúdes, a la espera del inexplicable murmullo de los ojos vacíos de los difuntos. Nuestros ojos, sin embargo, de luz y cromatismo oculto, no se detienen mucho en los muertos, porque no podemos mirarlos sin miedo a vernos fagocitados por su espanto. La juventud occisa es un mal de naturaleza cataléptica que nos hunde el pecho y nos atornilla la sonrisa en el calendario festivo familiar.
Amarga pena, desorden mental, desaparición de la otredad y, por tanto, descuido del yo, de un ego que erra de otro en otro con paso presuroso, desigual, rumbo a la calamidad. Pálidos semblantes tintados de añil y acorazados con cemento. Voces roncas que no se oyen, que no pronuncian, que no se agitan cuando tienen que luchar. Las familias no descansan, divagan siempre hacia la locura, hacia el sonido del vacío, hacia la imaginación lacerada, aterrada, inficionada, deslizándose sobre supersticiones de influencia contagiosa. Son la mazmorra: la familia no enseña a amar, enseña a querer amar, transformando su sentida impotencia en un virulento odio nervioso, dominante e irracional. Las familias nos convencen de su sociabilidad hasta el desconcierto del desgaste y del lúgubre tormento, raído por el soplo de una tempestad espasmódica e incipiente. Todos los adornos familiares, incluso los colchones de protección viscoelástica, crujen desagradable e infructuosamente. Las familias son el muro de contención de un temblor incontenible que invade el cuerpo de la comunidad fragmentándolo en su más pequeña división social. Y no suenan las alarmas por ello. Al contrario, nos dejamos lobotomizar, sacudir, entre jadeos, sin llegar nunca a incorporarnos del todo, mientras nos hundimos y ahogamos en la indefinida viscoelástica más allá de un sueño insoportable en el que no paramos de caer. Histeria, soledad. Abrir las ventanas a la tempestad. Durante un microscópico instante, el silencio; y, enseguida, una ráfaga del vendaval, arrolladora e impetuosa, severa y bella. La hermosura de las cortinas desplegadas, las nubes del horizonte pasando al interior, relámpagos de lunas y estrellas, el miasma del estanque, el peligroso frío del exterior. Las volvemos a cerrar. Las alarmas resuenan por fin, a lo lejos, en el bosque. Un eco remoto, sordo, seco, sofocado y hueco. La rotura de los planos habituales de la existencia. La destrucción de la escritura. El ruido del detalle. El crepitar de los bastidores de las ventanas. Una pequeña distracción, un espectro de realidad. La lengua de fuego, el cuerpo cubierto de escamas, un dragón andando con pies de plomo hacia nosotras en la oscuridad. De un zarpazo nos abre el pecho y el vientre. Un resoplido de su aliento nos tumba. Un grito mudo. El alarido de un relato envuelto en llamas. La sincronicidad del azar. Sentido acausal. Los nervios, la alteración. Ambas permanecemos tumbadas, doloridas, haciéndonos las muertas. Tú te giras lentamente hacia mí. Observo tus facciones, tus labios temblorosos, y escucho tu murmullo, al principio inaudible. Te me agarras para acercarte y apoyar tu cabeza sobre mi pecho. La muerte me atrae al sueño pero tú no quieres que me duerma, me quieres despierto, atento al juego. Llevas tus manos a mi cara, la exploras con tacto y me abres mucho los ojos. Te reclinas, me miras y me meces. Es un zarandeo, un zarandeo agradable, y urgentemente necesario. Entonces me susurras un encantamiento secreto, eterno, al oído, y mis heridas se cierran cicatrizándose con los argentados traumas del sueño. Tus heridas también, haciendo al dragón desaparecer. Nos ponemos en pie de un salto. Una sonrisa de algodón se dibuja en nuestros oscilantes labios metálicos con una rigidez pétrea, advirtiendo de nuevo la presencia del amor. Nos inclinamos la una sobre la otra y nos bebemos el significado de nuestras miradas. Nos hemos amado durante minutos y eso es mucho tiempo, una aventura onírica, sin reproches, y con una energía sobrehumana; una suerte de sortilegio nos ha embrujado, batiéndonos contra lo imposible, contra el ébano, a través de los pasillos, y más allá de los umbrales de las lamentaciones, cayendo pesadamente sobre el fragor de nuestras sombras, mortalizándonos en las profundidades del negro estanque.