miedo parasitario

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joaquinregaderamartinez

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Feb 5, 2018, 8:06:37 AM2/5/18
to Seminario Jacotot


Hacerse pasional significa aventurarse en las visiones que nos revela la sensibilidad cuando ésta nos sobreexpone al terror, a la ausencia de un rostro aprehensible en la mirada del otro, de un rostro cuyo cuerpo se volvería contra nuestro propio cuerpo y tendríamos por tanto que reducirlo, que someterlo a partir del momento en el que no fuese a parar por sí mismo de hacernos daño. Se trata de desenredar el malentendido que ha dado lugar a estas visiones para distinguir en ellas la apariencia superficial, la parte de ilusión ópticomoral, de la verdad traumática o enterrada, la parte pesadillesca que proyectamos en el otro. Desarrollar una capacidad de comprensión de lo turbio del desorden alucinógeno es una tarea sensible que requiere de las herramientas del simbolismo lógico y del misticismo. Se precisa de equilibrio para estar en armonía con estas visiones y caminar descalza a través de ellas por el resbaladizo terreno rociado de nuevo día en un viaje al fin de la noche que tormentosamente termina por arrancar las máscaras en una exhibición impúdica de nuestras aprehensiones. Son visiones en el otro que vivimos con la intensidad de la soledad en su presencia. En lugar de sentir la indiferencia del reconocimiento, la neutralidad de aquello que conocemos de sobras y que por tanto no nos sorprende, lo que experimentamos es una sensación de extrañeza asociada a un complejo entramado individual, colectivo y génico que localiza en el otro parecidos relativos a partir de las referencias sociales más insospechadas. Sólo la compañía del otro nos aporta estabilidad o/y seguridad, porque es a través de su comprensión que nos conocemos a nosotras mismas: sin la comprensión del otro, el autoconocimiento es meramente especular.


Lo turbio podría agudizar nuestros sentidos, si consiguiésemos no embotarlos. Se trataría de que las visiones, una vez concebidas, no nos acosasen; a pesar de que su mirada (la de estas visiones) podría helarnos la sangre en el mismo instante en el que se nos clavase. Un analfabeto del miedo no sabría discernir cuándo se ha de sentir miedo y cuándo no y terminaría por hipotecar su vida dejando su destino en manos de estafadores. Por ello, la clave bien podría residir en nuestra capacidad para desarrollar una cultura del miedo con el propósito de que nuestros instintos no se atrofien. Por ejemplo, me sorprende que se sufra un miedo mayor ante la improbabilidad de un atentado sangriento que ante el consumo continuado de cigarrillos industriales, primera causa de muerte en el mundo. Hay miedos injustos inscritos en nuestro cuerpo que, en lugar de censurarlos, habríamos de tratar con amabilidad hasta el momento de su destrucción. No podemos entrar bruscamente en la estancia del miedo: girar el picaporte, abrir la puerta y asomar la cabeza debería llevarnos una hora. Prudencia y discreción, para que el miedo no despierte mientras sacamos nuestra linterna e iluminamos cautelosamente la estancia en la que yace tendido. Hemos de hacernos más astutas que el miedo, por medio de nuestras facultades y de nuestra sagacidad. Hemos de contener nuestras impresiones cuando estemos frente al miedo, para que éste ni siquiera sueñe con nuestras secretas intenciones o pensamientos de destruirlo. Si de repente nos riésemos entre dientes, el miedo se sobresaltaría repentinamente y se enderezaría en su lecho gritando quién anda ahí. Si la linterna estuviese todavía apagada, nuestros músculos permanecería inmóviles, pero el miedo ya habría despertado en plena oscuridad. En la quietud de la noche podríamos escuchar al miedo sobrecogerse de espanto, consciente de que la muerte se le está aproximando, deslizándose furtiva para hacerlo víctima de la necesidad. Porque para alimentar al miedo instintivo, primero hemos de acabar con el miedo parasitario, lentamente y con paciencia. El miedo parasitario nos enfurece mientras lo miramos y nos hiela hasta el tuétano, una excesiva agudeza de los sentidos que nos permitiría escuchar el latido ajeno a punto de estallar con un sonido ahogado. Y, una vez que las campanadas hubiesen dado la hora de su muerte, no habría nada temer porque habríamos salvado ya al miedo instintivo, fiel aliado ante lo extraño.

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