Nos inspiramos afecto. Nos conocimos por casualidad hace muchos días, y desde nuestro primer encuentro nuestros corazones arden con un fuego hasta entonces desconocido; un fuego erótico, con tonos amargos y balsámicos de insólita intensidad. El destino nos unió liberándonos de los nudos o lazos afectivos, hablando de nuestras pasiones con arduas reflexiones críticas sobre el amor, huyendo de las estructuras sociales románticas, apegándonos la una a la otra, haciéndonos feliz, riendo, aprendiendo. Nuestra erudición es profunda. Estamos vivas, con aptitudes de índole poco común; y un poder inusitado. Somos aprendices la una de la otra, de los misticismos de la una y de la otra, misticismos primitivos y literarios, favorables y constantes. Los misticismos de una atmósfera de influencia a la que nos habituamos al paso de las tortugas que en invierno participan de los ejemplos del corazón más que de la razón. Más allá del influjo de los ideales, nos abandonamos sin reservas al laberinto de las pasiones que se encienden dentro nuestra. Así nos acariciamos las trémulas pieles de los mapas del cuerpo sin fronteras con las manos frías grabando hondas filosofías en las cenizas de la memoria. Demorándonos hora tras hora, sumidas en la música del silencio hasta el anochecer de las serenas melodías, entonadas con una alegría sobrenatural que se desvanecía, y que se desvanece todos los medios días.
Nuestros puntos de discusión imaginativa están llenos de belleza racional. Inteligencia, conciencia, distinción e identidad. Lo que escribimos, a cuatro manos, es un maleficio. Nuestros débiles dedos teclean el tono profundo de las palabras en contacto con el brillo de nuestros ojos melancólicos. La locura, la sonrisa del Destino, nuestro apego, nuestras mejillas. Fulgor meditativo, y a veces un vértigo insondable: el abismo. Nos aferramos a nuestros anhelos, a nuestros deseos voraces. Nos envolvemos en arcilla. Es invierno. Los vientos se aquietan en el cielo. Una espesa niebla cubre la tierra. Un cálido resplandor sube desde las aguas. Y, entre el complejo follaje de enero, cae del firmamento un arcoíris. Nuestras palabras escritas, dichas, de apariencia natural o evidente, fruto de unas condiciones dadas, de una vida práctica, una manera de hacer las cosas, una cultura, un ámbito técnico con un saber específico, son nuestro maleficio. La tierra, la vida; el cielo, la muerte. Nos besamos, nos amamos. Nos vestimos con el afecto de los días y con la resistencia de las noches. Somos árboles. Dichosos árboles. Y cosechamos alegría, rosas, juegos, poesías. Es el tiempo de la viña, de la voz de la arcilla ya desaparecida. El cielo se oscurece por nuestro afecto, sin tristeza, sin horror, es poca la aflicción que recorre las nubes, extrañas, terribles, agolpadas en los tumultuosos pensamientos que caen de nuestros labios, ideas y pasiones. El resplandor de unas centellas tan profundas que no podemos apartarlas ni ocultarlas. Tan profundas que se hacen evidentes y nos estremecen.
¿Qué es perturbador? Sospechamos, insinuamos, recaemos en la sensatez, sobrecogiéndonos con las teorías cromáticas del amanecer. Nuestro maleficio, un arrebato; nuestra curiosidad roza la adoración. Soledad, vigilia, creación. Amor. Un amor puro, filtrado, suave, elocuente, macerado. En la fermentación de los días descubrimos nuestras semejanzas genéticas, melancólicas y mortales; y en la transformación de los noches espesamos las sombras que nos definen, perturban y espantan. Así aprendemos a sonreír y a soportar el estremecimiento de nuestra identidad humana, demasiado humana, en busca de la perfección, sobrellevando nuestras miradas, profundas e intensas, sumiendo nuestros dedos en el desconcierto del contorno de los lacios sedosos cabellos, hundiéndonos en nuestra voz. No tenemos nombre. No sabemos cómo llamarnos la una a la otra. No hay apelativos todavía. Ni dictados que nos afecten. Las expresiones del mundo más allá de nuestros labios nos brindan un abanico de límites en los que retirarnos. Rituales, inquietudes, fortunas y libertades. Pilas de nombres y no... no sabemos cómo llamarnos. Es bello, ¿verdad? Así nos disolvemos en la tierra, en la vida, mezclándonos con las fibras de la realidad, la dicha, la gracia y la bondad. Impulsos, agitaciones y recuerdos. Un torrente de sangre, un flujo sonoro púrpura, los pétalos del corazón. Maleficio recóndito, bóveda oscura, el susurro de nuestro nombre es el silencio del firmamento. Y aquí estamos, caídas de rodillas, cálidas, precisas. El tranquilo silbido de las palabras de noche y de día. Las violetas, las sombras fugitivas, los vientos, las estrellas, el incesante murmullo del mar, nuestras manos. Nuestras divertidas carcajadas próximas a estallar.