Nasrudin y el espejo
Un día, el Mullá Nasrudin decidió visitar el bazar de su pueblo en busca de algo que le ayudara a comprender mejor el mundo. Entre los puestos llenos de especias, telas y baratijas, encontró a un mercader que vendía un objeto extraño: un espejo reluciente, traído de tierras lejanas.
"¿Qué es esto?", preguntó Nasrudin, intrigado.
"Es un espejo, Mullá", respondió el mercader. "Te muestra la verdad tal como es, sin adornos ni mentiras".
Nasrudin, siempre curioso, compró el espejo y lo llevó a su casa. Al llegar, se sentó en su habitación y lo sacó de su empaque. Lo colocó frente a él y miró fijamente su reflejo. Allí estaba un rostro arrugado, con una barba desaliñada, ojos astutos y una expresión de sorpresa.
"¡Por Alá! ¿Quién es este viejo tonto que me mira con cara de bobo?", exclamó Nasrudin, frunciendo el ceño. "¡Este no soy yo! Yo soy el sabio Mullá, el que hace reír a los necios y enseña a los sabios. Este tipo parece un mendigo que ha perdido su camino".
Enfadado, Nasrudin apartó el espejo y lo cubrió con una tela. "El mercader me ha engañado. Me ha vendido un retrato de algún ladrón o un loco del desierto". Pasó la noche inquieto, pensando en cómo devolverlo.
Al amanecer, decidió probar de nuevo. Se miró en el espejo, pero esta vez con un turbante nuevo y una sonrisa forzada. El reflejo le devolvió la misma cara, ahora con el turbante ladeado. "¡Aún peor! Ahora parece un payaso. Definitivamente, no soy yo. Yo soy el que busca la verdad, no este impostor que me imita".
Nasrudin salió de su casa y se encontró con sus vecinos. "Amigos, ¿habéis visto a un extraño que se parece a mí pero no lo es?", les preguntó. Ellos rieron, pensando que era una de sus bromas habituales.
Pasaron los días, y Nasrudin evitaba el espejo, pero su mente no dejaba de dar vueltas. Una noche, soñó con un sabio sufí que le decía: "El espejo no miente, Mullá. Lo que niegas es lo que más necesitas ver".
Despertó sudando y corrió al espejo. Esta vez, en lugar de apartar la mirada, se quedó observando. Poco a poco, reconoció las arrugas como marcas de las lecciones aprendidas, la barba como el velo de la humildad, y los ojos como ventanas al alma eterna.
"¡Ah, soy yo!", murmuró con una sonrisa. "Pero no el 'yo' que creo ser, sino el que Alá ha moldeado. Negarlo es como negar el río que fluye hacia el mar".
Desde entonces, Nasrudin llevaba el espejo consigo, no para vanidad, sino para recordar que el verdadero viaje sufí comienza cuando aceptas el reflejo, no como enemigo, sino como maestro. Y así, en la ilusión del ego, encontró la puerta a la realidad divina. Alcoseri
