¿Conocéis la historia
de la poeta barroca sor Juana Inés de la Cruz, una de las figuras más
relevantes de la literatura hispánica? ¿Sabéis por qué ella misma se
autodenominaba “la peor” monja de la historia? Juana Inés Ramírez de Asbaje
nació el 12 de noviembre de 1648, aunque algunos expertos ofrecen como fecha
alternativa 1651. Llegó a este mundo en una hacienda de la localidad mexicana
de San Miguel Nepantla, en un paraje precioso junto a las faldas del volcán
Popocatépetl. Fue la tercera hija de Isabel Ramírez, una criolla hija de
españoles que provenían de una casta de hidalgos, y el vasco Pedro Manuel de
Asbaje, que pertenecía a la baja nobleza de Guipúzcoa. La pareja no estaba
casada, así que Juana Inés fue una hija natural. Que Asbaje nunca llegara a
reconocer a la pequeña no le supuso un problema a nuestra protagonista en aquel
tiempo y lugar, ya que, según señala el poeta y ensayista mexicano Octavio Paz
en la biografía que publicó sobre ella en 1982, titulada 'Sor Juana Inés de la
Cruz o las trampas de la fe', la sociedad novohispana era bastante permisiva en
lo que se refiere a las relaciones y los hijos fuera del matrimonio. No sabemos
casi nada del padre, ni siquiera si llegó a conocer a la pequeña; pero si lo
hizo, pronto desapareció de su vida. Quienes sí estuvieron muy presentes en su
primera infancia fueron sus abuelos maternos, con quienes vivían Juana y sus
hijas. Los abuelos tenían dos haciendas arrendadas: una en Nepantla y otra en
Amecameca. De modo que la niña pertenecía a una familia criolla que, sin ser
rica, tampoco es que pasara penurias. El abuelo, Pedro, la influyó de manera
especial, porque a él le gustaban mucho los libros; de hecho, tenía un estante
lleno de ejemplares a los que Juana Inés tuvo acceso siendo muy niña. Su madre,
Isabel, era analfabeta, pero en ella encontró el ejemplo de una mujer de carácter,
emprendedora. La pequeña enseguida se convirtió en una niña muy independiente,
y, al no tener una figura paternal estricta, creció con una libertad mayor de
la habitual. Lo poco que sabemos de su infancia es gracias a su obra 'Respuesta
a sor Filotea de la Cruz', escrita en 1691, cuando tenía 42 años, para dar
réplica a unas hirientes críticas que le había lanzado un obispo, un tema del
que hablaremos más adelante. En este escrito, la ya monja explicaba que a la
edad de tres años, un día, decidió seguir a escondidas a una de sus hermanas
mayores a la que una maestra estaba enseñando a leer. Juana Inés se quedó
maravillada con aquellas enseñanzas, de manera que ella también sintió el deseo
de aprender. Ni corta ni perezosa, le lanzó a aquella maestra la mentirijilla
de que su madre también la había enviado a ella para aprender a leer, y aunque
la mujer no la creyó, aceptó darle la lección. Y no solo aquel día, sino muchos
más. De manera que para cuando Isabel, su madre, se enteró de que le estaban
dando clases, Juana Inés ya sabía leer. La pequeña no había dicho nada en casa
porque temía que su madre la azotara si se enteraba. De esta anécdota podemos
deducir que fue una niña muy precoz e inteligente. Sus ansias de aprender eran
enormes, sentía una gran curiosidad por el mundo que la rodeaba, por saber cómo
funcionaban las cosas, por las leyes de la naturaleza. Su gran interés por el
conocimiento, por el estudio, se lo atribuía al propio Dios. “El escribir nunca
ha sido dictamen propio”, explicó en su 'Respuesta a sor Filotea de la Cruz',
“sino fuerza ajena (…) desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan
vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones
–que he tenido muchas–, ni propias reflejas –que he hecho no pocas–, han
bastado a que deje este natural impulso que Dios puso en mí”. Desde niña, Juana
Inés demostró poseer un carácter decidido y transgresor. Como ejemplo de ello,
con tan solo seis o siete años de edad, tras tener conocimiento de que existía
un lugar al que los hombres acudían para estudiar, la Universidad de México, le
rogó a su madre que le permitiera acudir a ella también, aunque para ello
tuviera que disfrazarse con ropajes de niño para pasar desapercibida. Isabel se
negó a la propuesta de la pequeña, por lo que la niña se refugió en los libros que
su abuelo tenía en la hacienda. Como mujer que era, no le quedó otra que ser
autodidacta. El nivel de autoexigencia de Juana Inés, incluso siendo solo una
niña, no conocía límites, hasta el punto de, según contó ella misma, castigarse
cortando seis dedos de su cabello si no lograba alcanzar las metas de
aprendizaje que se ponía. “No me parecía razón”, explicó en su 'Respuesta a sor
Filotea de la Cruz', “que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan
desnuda de noticias, que era más apetecible adorno”. Vamos, que para ella era
mucho más importante tener en la cabeza conocimientos que unos preciosos
cabellos. Con unos ochos años, perdió a su abuelo Pedro, y poco después a su
abuela. Su madre había iniciado una nueva relación, con un hombre llamado Diego
Ruiz Lozano, con quien Juana Inés siempre se llevó bien. La nueva pareja tuvo
tres hijos: un niño y dos niñas que, al contrario que las hermanas mayores de
nuestra protagonista, llegarían a casarse muy bien. Isabel, como hemos dicho,
era una mujer muy emprendedora y fue capaz de hacerse cargo de la hacienda de
sus padres pese a ser analfabeta. No sabemos exactamente la razón por la que
decidió enviar a su hija Juana Inés a vivir a Ciudad de México, a la casa de su
hermana María, que estaba casada con un hombre acaudalado llamado Juan de la
Mata. Quizá fue su manera de darle una oportunidad a la pequeña de entrar a
formar parte de un entorno más erudito en el que poder dar respuesta a las
ansias de adquirir conocimientos que sentía. Porque los tíos de Juana Inés,
María y Juan, mantenían muy buenas relaciones con la corte virreinal. Cabe
recordar que estamos en la época del virreinato de la Nueva España, un
territorio que desde 1535 y hasta 1821, formó parte del Imperio español. O
quizá la madre lo único que pretendía era buscarle a su hija un buen acomodo. El
caso es que cuando en 1664 los nuevos virreyes, el sevillano Antonio Sebastián
de Toledo Molina y Salazar y su esposa, Leonor Carreto, marqueses de Mancera,
llegaron a Nueva España procedentes de Europa, los tíos de Juana Inés, quien
entonces tenía quince años, la introdujeron en la Corte. La muchacha se instaló
en el Palacio Virreinal, y enseguida maravilló a todos con su inteligencia y
cultura, incluidos los virreyes. Se cuenta que aprendió latín tras recibir
apenas veinte lecciones del maestro Martín de Olivas, a quien dedicó su poema
'Máquinas primas de su ingenio agudo'. Juana Inés se convirtió en una de las
damas de la virreina. Y ya entonces empezó a escribir poemas. Como el que
compuso con unos dieciocho años en honor del monarca Felipe IV de España a su
muerte, tras un reinado de 44 años y 170 días, el más largo de la casa de
Austria y el tercero de la historia de España, solo superado por los de Felipe
V y Alfonso XIII. Juana Inés entabló una amistad con la virreina, Leonor María,
con quien compartía su gran pasión por el mundo de las letras. La española se
convirtió además en su mecenas y protectora. La joven criolla, además de
inteligente y de tener unos conocimientos sobresalientes sobre gran número de
materias, era de carácter agradable, simpática, de conversación brillante y
evidente belleza. Siendo un dechado de virtudes, no resulta raro pensar que más
de uno anduviera prendado de ella en la corte, pero no sabemos si llegó a
mantener una relación amorosa. Porque, además, casi todos los hombres que
visitaban el palacio virreinal eran casados. Lo que sí sabemos es que Juana
Inés permaneció en la corte cuatro años, hasta los diecinueve, cuando, se cree
que influida en parte por el confesor de los virreyes, el padre Antonio Núñez
de Miranda, que también era su propio confesor, en 1667 decidió ingresar en el convento
de San José, en la orden de las carmelitas descalzas. ¿Por qué lo hizo? Para
muchos, ese es uno de los misterios que rodean a nuestra protagonista. Algunos
expertos responden que aquella decisión fue el resultado de una gran decepción
amorosa. Parece probable que tuviera sus amoríos –hay quien piensa que es
imposible que sor Juana Inés de la Cruz pudiera escribir sus sonetos de amor
sin contar con experiencia; otros, en cambio, creen que bien pudo obtener esa
experiencia con la mera lectura de libros–, pero desde luego su pasión por los
libros, por el conocimiento, seguro que superaba a cualquier otro deseo. De
hecho, vamos a remitirnos a las palabras de Juana Inés en su ya mencionada
'Respuesta a sor Filotea de la Cruz', para intentar sacar nuestras propias
conclusiones sobre las razones que le hicieron entrar en el convento. En ella,
nuestra protagonista explicaba: “Entréme religiosa, porque (...) para la total
negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más
decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi
salvación”. Y la vida en el convento aseguraba “no tener ocupación obligatoria
que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese
el sosegado silencio de mis libros”. En resumen, que, como era pobre, solo le
quedaban dos opciones en aquella sociedad del siglo XVII: casarse mal –porque
no disponía de dote– y tener hijos y un hogar, algo que ella misma dijo que no
deseaba –incluso aunque hubiera podido casarse bien– porque lo más probable es
que un marido le habría impedido desarrollar su intelecto a través de los
libros; o meterse a monja, dado que era una devota católica, e intentar
combinar sus obligaciones religiosas con los libros, con el estudio y la
posibilidad de escribir. Algunos os preguntaréis: pero si contaba con el apoyo
de los virreyes, ¿no podría haber llevado una vida más o menos cómoda en la
corte? Sí, es posible, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Los siguientes virreyes
también le prestarían su total apoyo o prescindirían de sus servicios en
palacio? Era una mujer, y en aquella época, como les ocurría al resto de sus
congéneres, su destino era el matrimonio o el convento. Seguramente Juana Inés
buscaba una vida lo más estable posible para sí misma, para poder dedicarse al
estudio y a escribir, y pensó que eso es lo que le ofrecería la vida religiosa.
Pero se equivocó. Entre que la rigidez de las normas conventuales le impedían
dedicarse a sus libros –la orden en la que ingresó era muy rigurosa–, y que se
resintió su salud física por una enfermedad, terminó abandonando a las
carmelitas descalzas y regresando a la corte, donde por supuesto la acogieron
con gusto los todavía virreyes –Leonor María y Antonio Sebastián aún
permanecerían en el cargo hasta el año 1673–. Fue poco después de su salida del
convento, en 1668, cuando el virrey, como muestra de la admiración que sentía
por la inteligencia de la muchacha de diecinueve años, convocó un día a
cuarenta eruditos de la Nueva España –expertos en teología, matemáticas,
historia, filosofía y poesía– para que Juana Inés pudiera demostrar ante ellos,
como si fueran un tribunal examinador, todos sus conocimientos. Las certeras
respuestas de la joven impresionaron a los sabios. El virrey escribió sobre
aquel encuentro que la muchacha respondió a las preguntas en “la manera en que
un galeón real se defendería de pocas chalupas que la embistieran, así se
desembarazaba Juana Inés de las preguntas, argumentos y réplicas que tantos,
cada uno en su clase, le propusieron”. La joven no solo se dedicaba a estudiar,
sino también a escribir. Al año siguiente, en febrero de 1669, ingresó en la
orden de San Jerónimo. La dote que le permitió hacerse monja no la pusieron los
virreyes, como apuntan algunas fuentes, ni tampoco su confesor, Núñez de
Miranda, sino el rico y poderoso don Pedro Velásquez de la Cadena, a quien
había conocido durante su estancia en la corte. No sabemos si porque Velásquez
se adelantó a los virreyes, o porque estos no vieron conveniente pagar esa dote
dado que Juana Inés formaba parte de la corte. El caso es que, seguramente
gracias a todos estos contactos en el palacio virreinal que supo ganarse con su
inteligencia y habilidad diplomática, Juana Inés conquistó una mayor libertad
en el convento –a los religiosos les convenía estar a bien con las autoridades no
eclesiásticas–; y, con las jerónimas, sí pudo sentirse ella misma, puesto que
le permitían compaginar sus deberes monásticos con su amor por las letras. Fue
allí donde eligió su nombre religioso definitivo y por el que todos la
conocemos hoy: sor Juana Inés de la Cruz. Quizá os imaginéis que se alojaba en
una pequeña y austera celda con apenas un camastro y poco más, pero, en
realidad, vivía en una celda de dos pisos. Sí, era una especie de apartamento
pequeño. Sucedía igual con el resto de las monjas, que solían tener dos o tres
criadas a su servicio. Así, se sabe por ejemplo que sor Juana vivió en su celda
con una esclava que le había regalado su madre tras tomar los hábitos, una
mestiza llamada Juana de San José, cuatro años menor que ella, que la acompañó
unos diez años en el convento; después, esta joven tuvo un hijo y en 1683 sor
Juana Inés decidió vendérsela, junto con el pequeño que cargaba en brazos, a su
hermana Josefa, según explicó Octavio Paz en su biografía. En las celdas, las
religiosas gozaban de bastante libertad, y no era raro escuchar que las
hermanas vecinas cantaran, un bullicio que, como veremos, no le gustaba
demasiado a sor Juana porque le impedía poder concentrarse en sus actividades
intelectuales. La jerónima aprovechaba todos sus ratos libres para acceder a
más y más conocimiento, que extraía de los libros, ya que, como sabemos, no
contaba con maestros de carne y hueso. Le interesaban muchísimas materias
diferentes: por supuesto la teología, pero también la arquitectura, la
filosofía, la aritmética, la música, la historia, el derecho, los clásicos griegos
y romanos... Y allí, entre los muros del convento, también escribía. Para nada
llevaba una vida aislada del mundo exterior; recibía la visita de muchas
personas, entre ellas diferentes amistades de la corte, como los propios
virreyes, los marqueses de Mancera. Estos abandonaron Ciudad de México para
regresar a España en la primavera de 1674, cuando la poeta novohispana tenía
veinticinco años. Cuando los marqueses ya estaban en camino, a su paso por
Tepeaca, falleció de manera repentina Leonor. Sor Juana le escribió como
homenaje a su amiga –a quien llamaba Laura en sus escritos– un poema que
finalizaba con estos versos: “Muera mi lira infausta en que influiste / ecos,
que lamentables te vocean, / y hasta estos rasgos mal formados sean / lágrimas negras
de mi pluma triste”. La jerónima siguió escribiendo durante el periodo de 1674
a 1680, aunque se han perdido no pocos de sus escritos. Ese año de 1680 fue
importante en el devenir de su carrera como escritora, ya que fue entonces cuando
llegaron a Ciudad de México unos nuevos virreyes de la Nueva España que serían
determinantes en su futuro literario: Tomás de la Cerda y Aragón y su esposa,
María Luisa Manrique de Lara, marqueses de la Laguna. Como sor Juana, que
entonces tenía 32 años, ya había ido ganando una gran reputación entre las
autoridades eclesiásticas y en la corte virreinal por sus escritos, para celebrar
la llegada de los marqueses le encargaron un arco triunfal que se colocó el 30
de noviembre en la entrada de la Catedral Metropolitana de México y recibió el
nombre de 'Neptuno alegórico'. Los lienzos y estatuas estaban acompañados por
los textos de la monja, que constaban de tres partes: dos en prosa y una en
verso. En una hipérbole barroca, sor Juana equiparó al virrey con Neptuno, el
dios de los océanos, dado su título de marqués de la Laguna, y porque, además,
podía así vincular al nuevo dirigente con el lago sobre el que se había
edificado la ciudad de México. Al parecer la publicación del 'Neptuno
alegórico' no le reportó la suma económica que ella esperaba. En una de sus
décimas, la 115, como muestra de su carácter reivindicativo e inconformista también
en este sentido, escribió: “Esta grandeza que usa / conmigo vuestra grandeza, /
le está bien a mi pobreza / pero muy mal a mi musa. / Perdonadme si, confusa /
o sospechosa, me inquieta el juzgar que ha sido treta / la que vuestro juicio
trata, / pues quien me da tanta plata, / no me quiere ver poeta (…) Con afecto
agradecido / a tantos favores, hoy / gracias, señores, os doy, / y los perdones
os pido / que con pecho agradecido / de vuestra grandeza espero, / y aun a
estas décimas quiero / dar, de estar flojas, excusa; / que estar tan tibia la
musa / es efecto del dinero”. Vamos, que se excusaba de que si la décima no
estaba a la altura de las circunstancias era porque no le habían pagado bien.
Cabe destacar que tras el encargo del 'Neptuno alegórico', las relaciones con
el padre Núñez de Miranda, su confesor, se empezaron a tensar. Él se mostraba
hostil con ella porque no estaba de acuerdo con que llevara lo que consideraba una
vida mundana, con escritos que en muchas ocasiones no eran religiosos, sino
sobre temas profanos. Y es que para el padre Núñez de Miranda, según sus
propios escritos, las monjas debían estar “muertas al mundo”. Y sor Juana
estaba muy viva al mundo, para su gusto. En una carta que la monja le escribió
al jesuita en 1682 –localizada recientemente, en 1980–, le echaba en cara que
la hubiera criticado en público los dos últimos años –que en fechas coinciden
con el montaje de su 'Neptuno Alegórico'– y le daba a entender que con ella
funcionaba mucho mejor la persuasión a través del poder de la razón que el
autoritarismo. En dicha misiva podemos leer frases como esta: “Si es mera
caridad, parezca mera caridad y proceda como tal, suavemente, que el
exasperarme no es buen modo de reducirme, ni yo tengo tan servil natural que
haga por amenazas lo que no me persuade la razón”. Sor Juana también hace
referencia al tema de la envidia, y, de hecho, algunos expertos apuntan que los
desencuentros entre ambos pudieron originarse por los celos profesionales que
aquel poderoso religioso sentía por la jerónima. La relación terminó por
romperse, se cree que por iniciativa de sor Juana, que se buscó otro confesor.
Por cierto, que en su soneto 146, se cree que tras la palabra “mundo” se
esconde el nombre de Núñez de Miranda. Dichos versos dicen así: “En
perseguirme, Mundo, ¿qué interesas? / ¿En qué te ofendo, cuando solo intento/
poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas? /
Yo no estimo tesoros ni riquezas; / y así, siempre me causa más contento /
poner riquezas en mi pensamiento / que no mi pensamiento en las riquezas”. En
cuanto a los nuevos virreyes, sor Juana pronto entabló una gran amistad con
María Luisa, que que, igual que había hecho antes Leonor, se convirtió en su
mecenas, al igual que su marido, el virrey. De hecho, fue la marquesa de la
Laguna quien publicaría en Madrid, tiempo después, el primer volumen de las
obras de sor Juana. Ambas mujeres eran prácticamente de la misma edad, la
española un año menor. A María Luisa la llamaba en sus escritos Lysi o Filis, y
en ellos se aprecia una apasionada amistad. Estos son algunos de los versos que
le dedicó: “Vuelve a ti misma los ojos, / y hallarás en ti y en ellos, / no
solo el amor posible, / mas preciso el rendimiento, / entretanto que el
cuidado, / en contemplarte suspenso, / que vivo, asegura, solo / en fe de que
por ti muero”. Algunos expertos apuntan a una posible relación más íntima entre
ambas mujeres; otros, que no era más que un amor platónico. También hay quien
considera que aquella manera de referirse a un mecenas no eran tan extraña. Pero
lo cierto es que sí llamó la atención de algunos de sus coetáneos. Desde luego
son poesías de amor y sor Juana Inés habla como una enamorada de María Luisa, que
además era una mujer también muy hermosa e inteligente. ¿Pero estamos ante un
amor terrenal o ante un amor intenso y espiritual como el que san Juan de la
Cruz manifiesta a Dios en su 'Cántico espiritual'? En la primera estrofa de
este poema, el poeta místico del Renacimiento español decía lo siguiente:
“¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo
huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti clamando, y eras ido”. En este otro
soneto de sor Juana, que acompañaba a un retrato suyo que hizo llegar a una
persona, a María Luisa, también destacan los rasgos del amor cortés: “Mas si
por dicha, trocada / mi suerte, tú me ofendieres, / por no ver que no me
quieres / quiero estar inanimada. / Porque el de ser desamada / será lance tan
violento, / que la fuerza del tormento / llegue, aún pintada, a sentir: / que
el dolor sabe infundir / almas para el sentimiento. / Y si te es, faltarte aquí
/ el alma, cosa importuna, / me puedes tú infundir una / de tantas, como hay en
ti: / que como el alma te di, / y tuyo mi ser se nombra, / aunque mirarme te
asombra / en tan insensible calma, / de este cuerpo eres el alma / y eres
cuerpo de esta sombra”. Desde luego son versos apasionados. Una pasión que
encontramos también en su famoso soneto 165, que trata sobre el anhelo de amor
ante un amante de presencia huidiza: “Detente, sombra de mi bien esquivo, /
imagen del hechizo que más quiero, / bella ilusión por quien alegre muero, /
dulce ficción por quien penosa vivo / Si al imán de tus gracias atractivo /
sirve mi pecho de obediente acero, / ¿para qué me enamoras lisonjero, / si has
de burlarme luego fugitivo?”. La época en la que los marqueses de la Laguna
fueron los virreyes de la Nueva España fue un gran periodo para los poemas de
sor Juana, y no pocas de sus composiciones se las dedicó a la propia María
Luisa, que desde luego la ayudó mucho a incrementar su fama. A esta virreina
dedicó un poema satírico-filosófico que es uno de los primeros alegatos en
defensa de la mujer, en el que acusa a los hombres de ocasionar el
comportamiento sexual femenino que luego ellos censuran: “Hombres necios que
acusáis / a la mujer sin razón / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que
culpáis”, explica ya en la primera estrofa. Los escritos de sor Juana fueron
alcanzando cada vez mayor popularidad y prestigio. Y, dadas sus dotes
literarias, empezó a recibir más y más encargos. Merced a esa fama, no solo
recibía muchas visitas de personas de la élite cultural de Nueva España, como
su gran amigo, el también escritor mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora, sino
que mantenía correspondencia con eruditos no solo de América, sino también de
Europa. En su obra, cuyo estilo predominante es el barroco, se nota la
influencia de autores españoles como Lope de Vega, Luis de Góngora, Francisco
de Quevedo o Calderón de la Barca. En 1685, cayó en desgracia el entonces duque
de Medinaceli, Juan Francisco de la Cerda, hermano del virrey que era mecenas
de sor Juana. El rey Carlos II ordenó la salida del duque de la corte española,
lo que era prácticamente sinónimo de destierro, de manera que los virreyes
Tomás Antonio y su esposa, María Luisa, abandonaron el cargo de virreyes un año
más tarde. Es de suponer que cuando sor Juana Inés y la marquesa de la Laguna
se tuvieron que separar en 1688 –ella y su esposo aún permanecieron en la Nueva
España dos años después de concluir su gobierno–, la poeta debió de lamentar
aquella separación. En cualquier caso, ambas continuaron en contacto, y los
marqueses siguieron ejerciendo como sus mecenas. Así, María Luisa se encargó de
que se estrenara en España, durante el Corpus del año siguiente o de 1690– el
auto sacramental 'El divino Narciso' y publicó con dinero de su propio bolsillo
en Madrid, en 1689, parte de la obra de sor Juana reunida en un libro que
contaba con el barroco título de 'Inundación Castálida de la única poetisa,
musa décima, sóror Juana Inés de la Cruz'. La obra le dio fama a la poeta en
todo el mundo literario hispánico, incluida la península ibérica. En ella
podemos leer sobre todo sonetos y romances, pero también liras, redondillas, décimas,
loas, poesía religiosa –con algunos poemas sueltos y varios villancicos–... y
el libro se cierra con el 'Neptuno Alegórico' que años atrás había dedicado al
marqués de la Laguna. Sor Juana recopiló todos estos escritos en copias
manuscritas que estaban dispersas y se las envió desde Nueva España a su amiga
para que esta procediera a su publicación. Sor Juana destacó por su obra lírica
–sus composiciones poéticas religiosas y laicas–, y entre ellas podemos
encontrar numerosos villancicos que escribió para las catedrales de México,
Puebla y Oaxaca. ¿Sabíais que los villancicos son composiciones musicales que
se originaron en la península ibérica durante el siglo XV? Al principio eran
canciones de carácter profano, con estribillo, normalmente de temática amorosa,
aunque a partir de la segunda mitad del siglo XVI cambiaron el tema central por
los temas religiosos. Lo habitual era que se interpretaran a varias voces.
Entre los que compuso sor Juana se encuentra esta alegre canción titulada 'A
este edificio célebre', con música de Andrés Flores, que también era criollo.
El extracto que escucharéis a continuación está interpretado por el grupo 'Les
Délices', fundado por la oboísta barroca Debra Nagy en 2009. Y por supuesto, si
hablamos de la producción literaria de sor Juana, debemos destacar sus obras
dramáticas: tanto sus autos sacramentales, obras de teatro religiosas
normalmente de un solo acto, una clase de drama litúrgico que se representaban
el día del Corpus Christi; como sus obras de teatro profanas o mundanas, como
'Los empeños de una casa', que se representó en 1683, y en la que podemos
apreciar de nuevo su posición feminista, ya que la heroína, Leonor, en quienes
muchos expertos, incluido Octavio Paz, han visto un reflejo de la propia sor
Juana por su belleza y sabiduría, defiende que sus congéneres tienen derecho a
acceder al conocimiento. Entre las obras no religiosas, también destaca su
comedia mitológica 'Amor es más laberinto', que se estrenó en enero de 1689 en
honor al entonces nuevo virrey de la Nueva España, Gaspar de la Cerda y
Mendoza, conde de Galve, quien llegó a Ciudad de México acompañado de su
esposa, Elvira de Toledo. El argumento de la obra de teatro, para la que sor
Juana contó con la colaboración de su amigo y también escritor Juan de Guevara,
retoma el mito griego de Teseo, su lucha contra el Minotauro y su triángulo
amoroso con Ariadna y Fedra. También había participado sor Juana, tiempo atrás
y según creen expertos como Octavio Paz, en la finalización de una comedia
escrita por Agustín de Salazar y Torres, titulada 'La Segunda Celestina', que
quedó inconclusa a la muerte del autor, en 1675. Pero hemos mencionado los
autos sacramentales; volvamos a ellos. La monja mexicana escribió tres, y entre
ellos destaca 'El divino Narciso', publicado en 1689 y considerado de los
mejores que se han escrito de su género. Lo introduce una interesante loa sobre
la llegada de los europeos a América y las creencias precolombinas: y, aunque
es cierto que se interpretan los ritos de los autóctonos como fruto de la
inspiración diabólica, como algo negativo –con la llegada de los españoles aquellos
rituales de los pueblos nativos fueron considerados como propios de salvajes y
perseguidos–, también es cierto que sor Juana, que sentía una gran empatía por
los pueblos originarios y sus costumbres ancestrales, destaca las similitudes
de algunos elementos de la religión de los nahuas con los rituales cristianos.
Es el caso de la celebración de la ceremonia del Teocualo (“Dios es comido”),
con la que los aztecas rendían culto al dios Huitzilopochtli comiéndose
imágenes de esta deidad hechas de semillas maceradas y amasadas de amaranto
–que es un cereal–. Seguro que a muchos de vosotros, como a sor Juana, este
rito os resulta comparable con el Misterio de la Eucaristía de la fe cristiana.
En la loa se enfrentan los personajes nativos, América y Occidente, que bailan
y cantan a su dios de las semillas, con los recién llegados europeos, el Celo y
la Religión Católica, que terminan imponiéndose por medios militares, pero, al
ver en algunas de las prácticas rituales de los precolombinos coincidencias con
la que ellos consideran la 'verdadera religión', el personaje de la Religión
Católica, con el objetivo de lograr la conversión definitiva de América y
Occidente, pide que se represente a continuación el auto sacramental 'El divino
Narciso', en la que estos personajes de la loa son meros espectadores. En dicha
obra se representa el misterio del sacrificio de Cristo, su crucifixión, que aparece
retratado de forma alegórica como el mito de Narciso, personaje que se enamora de
su propio reflejo, que en la obra es la Naturaleza humana, un personaje que
busca de manera continua al protagonista para que la redima de todas sus
faltas. El demonio está encarnado en la ninfa Eco, a quien acompañan Soberbia y
Amor Propio. En cuanto a los otros dos autos sacramentales de sor Juana, llevan
por título 'El mártir del sacramento: San Hermenegildo' y 'El cetro de José',
que se publicaron en el segundo tomo de 'Inundación Castálida', en 1692. La
primera obra trata sobre el martirio de san Hermenegildo, príncipe visigodo
hijo del rey Leovigildo y hermano de Recaredo que fue decapitado en el año 585
por orden de su propio padre por haberse convertido al catolicismo, por
rechazar el arrianismo, que defiende que Jesucristo es el hijo de Dios, pero no
es eterno como el Creador. Curiosamente, el ajusticiamiento de Hermenegildo
propició que Recaredo se convirtiera también al cristianismo católico y llevara
a cabo la unificación religiosa entre visigodos e hispanorromanos. La segunda
obra, 'El cetro de José', relata una historia con tintes bíblicos y mitológicos
en la que, además, aborda una cuestión de la que la propia sor Juana fue
víctima a lo largo de toda su vida: la envidia, que aparece como personaje. Por
cierto, seguramente muchos habéis oído decir que a sor Juana se la llama la
'Décima Musa' o la 'Décima Musa mexicana'. ¿De dónde viene ese apodo? Fue un
apelativo que le pusieron mucho tiempo después los críticos de arte por su
sobresaliente obra. Y es que las musas, las hijas que tuvo Zeus con Mnemósine,
concebidas además en nueve noches consecutivas –tiene mérito la cosa– , eran
nueve. Todas ellas tenían un don especial: Calíope era la musa de la poesía
épica; Clío, de la historia; Erato, de la poesía lírica; Euterpe, de la música,
especialmente la de la flauta; Melpómene, de la tragedia; Polimnia, de los
cantos; Talía, de la comedia; Terpsícore, de la danza y poesía coral; y Urania,
de la astronomía y la poesía didáctica. Bien merecía sor Juana ser la décima
dados sus dones especiales. La jerónima también ha recibido los apodos de
'Fénix de México' y 'Fénix de América'. Nos habíamos quedado en 1689, año en el
que sor Juana cumplió dos décadas como monja jerónima. Gracias a su prolífica
obra literaria, Juana Inés, cuya fama, como hemos comentado, había sobrepasado
las fronteras de Nueva España hasta todo el territorio hispánico, incluida la
corte de Madrid, ganó mucho dinero, de manera que pudo adquirir muchísimos
libros, su bien más preciado, y reunir una increíble biblioteca que contaba con
más de cuatro mil volúmenes, se dice que era la más amplia de América Latina en
su época. Además, ayudó económicamente a conocidos y a parientes, como una
sobrina llamada Isabel María a quien adoptó y que también ingresó como monja en
el convento de los Jerónimos. Algunos os preguntaréis cómo es posible que en
aquella época, en pleno siglo XVII, las autoridades eclesiásticas, en un
periodo tan patriarcal, le permitieran a sor Juana Inés, mujer y monja,
escribir y publicar sus obras, y además textos en ocasiones muy atrevidos,
desafiando los prejuicios de la época contra las de su género. Fueron
fundamentales tanto las buenas relaciones que la escritora mexicana, hábil
diplomática, supo mantener con las autoridades políticas, como los virreyes
–también contó con el apoyo de los sucesores de los marqueses de la Laguna–,
como con gran parte de las autoridades eclesiásticas, para quienes, como hemos
visto, componía poesía de temática religiosa, incluidos villancicos, y autos
sacramentales. Sin embargo, en noviembre de 1690, ocurrió algo que supuso el
principio del fin para la libertad y los privilegios que hasta ese momento
había tenido sor Juana como intelectual. El entonces obispo de Puebla, un
español llamado Manuel Fernández de Santa Cruz, le pidió a sor Juana que
escribiera una crítica de un discurso pronunciado en Lisboa, unos cuarenta años
atrás, por un jesuita famoso, confesor de la reina Cristina de Suecia. Se
trataba del portugués António Vieira, que por entonces tenía 82 años y vivía retirado
en la localidad brasileña de Ciudad de Bahía. Para entender lo que sucedió
después, hay que conocer el contexto histórico que nos han expuesto en sus
ensayos Octavio Paz y el italiano Dario Puccini. Según estos expertos en la
figura de sor Juana, Vieira era algo así como la mayor inspiración del entonces
arzobispo de México, que se llamaba Francisco de Aguiar y Seijas, un religioso
español como Fernández de Santa Cruz, muy inteligente, caritativo y gran
teólogo, pero también excéntrico, severo y misógino –entre su servidumbre no
tenía mujeres, con quienes se mostraba siempre muy crítico; y hasta se contaba
que si se hubiera enterado de que una había entrado en su casa, habría quitado
los ladrillos que la mujer hubiera pisado uno a uno–. Como podéis imaginar,
nunca vio con buenos ojos las actividades literarias e intelectuales de sor
Juana, pero, claro, la monja contaba con la protección desde el palacio
virreinal e incluso desde España, de los marqueses de La Laguna. Pues bien,
atentos, porque el asunto es un poco culebrón: resulta que Aguiar y Seijas y el
obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz, habían pugnado diez años atrás por el
mismo puesto: el arzobispado de México, y la poderosa Compañía de Jesús se
había decantado por elegir al primero. Una década más tarde, seguía existiendo
bastante rivalidad entre los dos españoles. En el marco de esos desencuentros,
Fernández de Santa Cruz, como hemos dicho, le encargó a sor Juana que realizara
un ensayo sobre un conocido discurso de Vieira, al que, como hemos comentado,
admiraba sobremanera el arzobispo, Aguiar y Seijas. En ese discurso, el
portugués había hablado sobre la mayor fineza de Cristo. Hay que entender
fineza como el mayor favor, la mayor prueba de amor que Cristo ha dado a los
hombres. En su discurso, el luso había rebatido las tesis de tres eruditos de
la Iglesia: san Juan Crisóstomo, que había defendido que la mayor fineza de
Cristo había sido el acto de humildad de lavarles los pies a sus discípulos el
Jueves Santo; san Agustín, que proponía como mayor fineza que el hijo de Dios
hubiera dado su vida por los hombres; y santo Tomás de Aquino, que destacaba el
que Cristo se hubiera quedado entre el género humano en forma de sacramento, en
la Eucaristía. El padre Vieira los rebatió a los tres y defendió en su llamado
'Sermón del mandato' que la mayor fineza había sido no reclamar para sí mismo
el amor, sino para el prójimo; que el mandato de Cristo, y de ahí viene el
nombre del sermón, fuera que nos amáramos los unos a los otros como él nos
había amado. En su discurso, el padre aseguraba que la propuesta de fineza que
él hacía no podría ser superada por nadie. Pero, en su ensayo, que sor Juana
tituló 'Crisis de un sermón', defendió las tesis defendidas por los tres Padres
de la Iglesia –san Juan Crisóstomo, santo Tomás de Aquino y san Agustín– y
rebatió los argumentos del jesuita europeo, para terminar asegurando que, en su
opinión, la mayor fineza, no de Cristo, sino de Dios, no era aquel mandato de
amor al que se refería Vieira, sino el libre albedrío que el Creador había
otorgado a los hombres, para que estos pudieran dirigir su propio destino. Para
ella, pues, la mayor fineza de Dios era que no haga finezas a los hombres, que
no nos haga favores, porque, como somos unos ingratos, así nos ahorra ese
pecado. “Como hablamos de finezas”, escribió la monja mexicana, “dije yo que la
mayor fineza de Dios, en mi sentir, eran los beneficios negativos; esto es, los
beneficios que nos deja de hacer porque sabe lo mal que los hemos de
corresponder”. Con sus argumentos, la monja se atrevió a contradecir a un
famoso y reputado predicador como Vieira. La cosa podría haber quedado ahí,
pero no, porque el obispo de Puebla, según las tesis de Octavio Paz seguramente
para dar un zasca en toda la boca, una bofetada dialéctica, al arzobispo Aguiar
y Seijas, publicó en noviembre de 1690 el ensayo de sor Juana sin pedirle antes
su consentimiento a la monja jerónima. Cambió el título de 'Crisis de un
sermón' por el de 'Carta Atenagórica' –en referencia a Atenea, diosa griega de
la sabiduría–, y además le añadió un prólogo redactado por él mismo y firmado
con el seudónimo de una mujer: sor Filotea de la Cruz. Este prólogo fue una
especie de carta de admiración envenenada, porque en ella, Fernández de la Cruz
reconocía las sobresalientes aptitudes intelectuales de sor Juana, pero al
mismo tiempo le lanzaba una dura crítica por que dedicara tantos de sus
escritos a la vida profana en lugar de hacerlo a la temática religiosa.
“Lástima es”, escribió el obispo, “que un tan gran entendimiento, de tal manera
se abata a las rateras noticias de la tierra, que no desee penetrar lo que pasa
en el Cielo”. La publicación de la 'Carta Atenagórica' suponía, según Octavio
Paz, una doble humillación para Aguiar y Seijas: porque en ella sor Juana
criticaba al padre Vieira, lo que de facto suponía una crítica contra su propia
persona; y además lo hacía una fémina, sor Juana Inés de la Cruz, y ya sabemos
que a las mujeres no podía verlas ni en pintura. Así que esta obra de la
jerónima, publicada sin su consentimiento, armó un gran revuelo. ¿Cómo se
atrevía aquella monja? Era a la jerarquía eclesiástica a quien correspondía
escribir tesis teológicas. Y, para empeorar aún más las cosas, resulta que el
antiguo confesor de nuestra protagonista –¿os acordáis de él, el padre Núñez de
Miranda?–, también era jesuita, como Vieira, y de la cuerda de Aguiar y Seijas.
En realidad Núñez de Miranda apoyaba la tesis de santo Tomás de Aquino sobre
las finezas de Cristo, porque él era un gran defensor de la Eucaristía, pero
algunos expertos, no sé si obviando que sor Juana nunca pensó que su 'Crisis de
un sermón' vería la luz, consideran que la defensa que hizo del libre albedrío,
para hombres y mujeres, y su mención al tema de la envidia se podrían
considerar ataques contra su antiguo confesor. Ante el escándalo generado sobre
todo entre los sectores más conservadores de la Iglesia, que vieron su
oportunidad para criticar a la monja poeta abiertamente pese a los apoyos que
tenía dentro del ámbito eclesiástico y fuera de él, sor Juana vio peligrar la libertad
que le habían dejado hasta ese momento para seguir aprendiendo y escribiendo. Así
que decidió defenderse en su 'Respuesta a sor Filotea de la Cruz', un escrito
que concluyó en marzo de 1691 y que, como hemos dicho al principio de este
vídeo, puede considerarse una autobiografía por todo lo que cuenta de sí misma.
En ella dejaba claro que aquella 'Carta Atenagórica' la había escrito por un
encargo y sin saber que se iba a publicar. “Yo nunca he escrito sino violentada
y forzada y solo por dar gusto a otros”, escribió en su 'Respuesta', donde
además dice, consciente de los peligros que se ciernen sobre ella: “(...) que
yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir
alguna proposición malsonante”. Su 'Respuesta a sor Filotea de la Cruz' es un
alegato en favor del derecho de todo ser humano, incluidas las mujeres, a tener
acceso al saber y a la libertad intelectual. A la acusación de dedicarse más a
temas no religiosos, respondía que veía las ciencias y las artes humanas como
escalones para llegar al conocimiento máximo de la “Sagrada Teología”. También
hacía referencia a que había tenido que ser autodidacta, que tuvo que adquirir
todos los conocimientos sin la ayuda de maestros, solo con la muda guía de los
libros. Y destacaba, no sin un notable sentido del humor, cómo a veces el
entorno no la ayudaba a que pudiera dedicarse a su pasión por las letras, ya
que la vida conventual no ofrecía la soledad que un escritor normalmente
necesita para trabajar. “Lo que sí pudiera ser descargo mío”, escribió, “es el
sumo trabajo no solo en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes
conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo solo por maestro un libro mudo, por
condiscípulo un tintero insensible; y en vez de explicación y ejercicio muchos
estorbos, no solo los de mis religiosas obligaciones (que estas ya se sabe cuán
útil y provechosamente gastan el tiempo), sino de aquellas cosas accesorias de
una comunidad: como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y
cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de
su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome
muy mala obra con muy buena voluntad, donde es preciso no solo admitir el
embarazo, pero quedar agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque
como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la
comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar; y solo
saben cuánta verdad es esta los que tienen experiencia de vida común, donde
solo la fuerza de la vocación puede hacer que mi natural esté gustoso, y el
mucho amor que hay entre mí y mis amadas hermanas, que como el amor es unión,
no hay para él extremos distantes”, subrayaba sor Juana. Por no hablar de
dificultades añadidas que le impedían contar con demasiado tiempo para sí misma
y sus estudios, ya que ocupaba el puesto de bibliotecaria y estaba encargada de
la contabilidad en el monasterio, además de las visitas que debía atender y que
le realizaban desde autoridades del clero y la corte hasta otros conocidos. En
una ocasión, según cuenta en su 'Respuesta', en el monasterio le prohibieron
leer y estudiar, y ella obedeció. Fueron tres meses, hasta que la santa prelada
que “creyó que el estudio era cosa de Inquisición” dejó de tener el poder de
ordenarle. En este periodo, pese a no coger en sus manos un libro, sor Juana no
pudo evitar seguir estudiando, porque estaba fuera de su alcance el no hacerlo:
“Aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crio,
sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esa máquina universal”, explicó
sor Juana. Su 'Respuesta a sor Filotea de la Cruz' también está considerada un
gran manifiesto femenino; de hecho, para algunos estudiosos, como la crítica
literaria e hispanista estadounidense Dorothy Schons, experta en la figura de
sor Juana Inés de la Cruz, sor Juana fue la primera feminista de América, ya
que tiene una profunda conciencia de su feminidad y defendía a las mujeres
frente a la supuesta superioridad atribuida a los hombres. Según palabras de
Octavio Paz, “es uno de los orígenes del feminismo moderno”. Como el obispo de
Puebla había escrito que ninguna mujer debería afanarse por aprender de ciertos
temas filosóficos, en la respuesta que la jerónima le dio ensalzaba a numerosas
mujeres doctas, entre ellas la filósofa neoplatónica Hipatia de Alejandría, a
la que cita como una de las grandes mujeres. No le impidió hacerlo el hecho de
que Hipatia fuera asesinada en el año 415, víctima de la intolerancia contra
las mujeres, por un grupo de devotos precisamente cristianos. Sor Juana fue
valiente y usó una lógica aplastante en su 'Respuesta a sor Filotea de la Cruz'
y al principio no se arredró ante las voces críticas. En el marco de esos
ataques por parte de, entre otros, Aguiar y Seijas y su exconfesor, Núñez de
Miranda, en 1691 sor Juana escribió el 'Villancico a santa Catarina'. Según
cuenta la tradición, santa Catalina de Alejandría, que nació a finales del
siglo III, fue una joven muy sabia e inteligente que había estudiado letras y
ciencias e intentó convertir al cristianismo al emperador romano Maximiano
cuando este visitó la ciudad portuaria de Egipto en la que ella vivía. Como el
emperador fue incapaz de alcanzar el nivel de debate de santa Catalina, hizo llamar
a un gran número de sabios que, para enfado de Maximiano, salieron derrotados
del debate con la mujer. Y no solo eso, sino que muchos de ellos terminaron
convertidos a la fe cristiana. Según la leyenda, el emperador envió a estos a
la hoguera y mandó torturar a santa Catalina con una rueda con cuchillas que,
en cuanto entró en contacto con la piel de la muchacha, milagrosamente se
rompió. El obstinado Maximiano ordenó entonces que le cortaran la cabeza a
Santa Catalina y, según la tradición, de su cuello brotó leche en lugar de
sangre. Los versos del villancico de sor Juana sobre esta mártir cristiana
dicen así: “Érase una Niña / como digo a usté, / cuyos años eran, / ocho sobre
diez. / Esperen, aguarden, que yo lo diré. / Esta (qué sé yo, / cómo pudo ser),
/ dizque supo mucho, / aunque era mujer. / Esperen, aguarden, / que yo lo diré.
/ Porque, como dizque / dice no sé quién, / ellas sólo saben / hilar y coser...
/ Esperen, aguarden, / que yo lo diré. / Pues ésta, a hombres grandes pudo
convencer; / que a un chico, cualquiera / lo sabe envolver. / Esperen,
aguarden, / que yo lo diré. / Y aun una santita / dizque era también, / sin que
le estorbase / para ello el saber. / Esperen, aguarden, / que yo lo diré”.
Quizá hayáis oído hablar de la 'Carta de Serafina de Cristo', de 1691, un texto
irónico y burlesco escrito en prosa y en verso que contiene grandes alabanzas a
sor Juana y la defiende de las críticas que había recibido por parte de sor
Filotea de la Cruz, es decir, el obispo de Puebla. Existe cierta controversia
con esta misiva, aparecida por cierto hace pocos años, ya que unos expertos
defienden que la escribió la propia sor Juana y otros que ven muy claro que
esta misiva no es de ella. Volviendo a sus obras, a aquellas de cuya autoría sí
estamos seguros, en 1692, justo antes de su crisis vital y literaria, publicó
su poema más importante, titulado 'Primero sueño', que, según su propio
testimonio, fue la única obra que escribió por gusto. A través de sus 975
versos realizamos un viaje que nos permite entender la profunda formación
filosófica y científica de la poeta mexicana y su búsqueda de lo que permanece oculto
a nuestros ojos debido al desconocimiento. Octavio Paz decía de esta obra:
“Épica del acto de conocer, el poema es también la confesión de las dudas y las
luchas del entendimiento. Es una confesión que termina en un acto de fe: no en
el saber, sino en el afán de saber”. Porque sor Juana era consciente de que el
conocimiento total era imposible de alcanzar para el ser humano, pero aun así
ella seguía con su afán de saber. Sor Juana siempre intentó llegar a los
límites de su potencial intelectual. Los primeros cuatro versos de este poema
dicen así: “Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra al cielo
encaminaba / de vanos obeliscos punta altiva, / escalar pretendiendo las
estrellas”. Como veis, durante un tiempo continuó escribiendo e intentó
aguantar los envites de sus enemigos, pero el contexto histórico no se lo
permitió. Porque en ese mismo año de 1692, la situación económica era muy dura
para el pueblo, había sequía y hambruna debido a una gran escasez de maíz y
trigo, y la tarde del 8 de junio de 1692 se produjo un motín en Ciudad de
México que terminó en el asalto al palacio del virrey, que era Gaspar de la
Cerda y Mendoza. Este tuvo que recurrir al arzobispo, Aguiar y Seijas, para que
intentara calmar los ánimos, y lo consiguió. De esta manera, el poder del
arzobispo, que era uno de los principales detractores de sor Juana, se
incrementó. La monja jerónima había seguido manteniendo buenas relaciones con
el palacio virreinal; pero, claro, ahora el arzobispo, que incluso estaba
prohibiendo la representación de algunas obras de teatro, tenía más poder
incluso que el virrey. Además, para desgracia de sor Juana, Aguiar y Seijas
había propiciado que las normas se volvieran más severas en los conventos. Para
colmo de males, su principal apoyo en la península ibérica, el antiguo virrey Tomás
de la Cerda y Aragón, el marqués de la Laguna, había fallecido en abril de 1692.
Al final, verse tan sola debió de llevarla a replantearse si había obrado bien.
Y, a principios de 1693, acudió a su antiguo confesor, Núñez de Miranda, para
solicitarle su apoyo. En apenas unos meses, la poeta cambió radicalmente. Núñez
había vuelto a ser su confesor. Los jerarcas eclesiásticos no se conformaron
con castigar a la monja rebelde, sino que le exigieron que se arrepintiera y
retractara. Según escribió Octavio Paz en su biografía sobre sor Juana: “Regaló
sus libros a su persecutor –Aguiar y Seijas–, castigó su cuerpo –se
autoflagelaba–, humilló su inteligencia y renunció a su don más suyo: la
palabra. El sacrificio en el altar de Cristo fue un acto de sumisión ante
prelados soberbios. En sus convicciones religiosas encontró una justificación
de su abjuración intelectual: los poderes que la destrozaron fueron los mismos
que ella había servido y alabado”, subrayó el escritor mexicano. Sor Juana
efectivamente vendió los libros de su biblioteca, cuyos beneficios destinó a
ayudar a los más necesitados –a menudo Aguiar y Seijas obligaba de forma
tiránica a sus feligreses a donar a los pobres–. Y, en medio de esta crisis que
muchos expertos consideran psicológica e intelectual, los pocos escritos que se
conservan de los últimos años de vida de la jerónima se caracterizan por su
profunda religiosidad. Al final da la sensación de que consiguieron cortarle
las alas a aquella mujer de genio y talento inigualables que había desafiado a
los poderosos de la iglesia novohispana. Así es como la mayoría de los expertos
explican hoy el misterio de por qué abandonó su gran pasión, los libros, pero
otras voces señalan que en realidad no hubo detrás ninguna conspiración contra
sor Juana y que lo único que pasó es que fue presa de un deseo místico de
centrarse totalmente en sus obligaciones religiosas, inspirada por el padre
Núñez de Miranda y Aguiar y Seijas; otras fuentes creen que lo que le hizo
cambiar fue el tirón de orejas del obispo de Puebla. ¿Pero, en este último
caso, por qué molestarse entonces en escribir su 'Respuesta a sor Filotea?'. En
fin, lo cierto es que no podemos tener la certeza de cuáles fueron las razones
para su enigmático cambio de los últimos años, porque no las dejó en ningún
escrito. El caso es que empezó a dedicarse mucho más a los oficios religiosos,
y, además de flagelarse, rezaba muy a menudo para solicitar el perdón de Dios,
porque ella era una católica devota que deseaba salvar su alma. Entre 1692 y
1695 fue una mujer diferente a la que había sido. Y, durante una epidemia de
peste que afectó a Ciudad de México y fue especialmente dura en el convento de
San Jerónimo, ella fue una de las monjas que se contagiaron y murió, tras haber
cuidado de manera infatigable a sus hermanas jerónimas enfermas. Falleció en su
celda el 17 de abril de 1695. Con 46 años. Sus restos se enterraron el mismo
día de su muerte, algo habitual durante una epidemia. Solo unos meses antes,
había escrito con su propia sangre, ya que había renunciado a usar la pluma y
la tinta, las siguientes palabras: “Suplico por amor de Dios y de su purísima
madre, a mis amadas hermanas, las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me
encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido
perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo, Juana Inés de la
Cruz”. ¿Qué opináis? ¿Fue la peor monja de la historia? No lo parece. En lo que
sí están de acuerdo muchos expertos es en que sor Juana Inés de la Cruz fue la escritora
más importante de la Nueva España, ya sean hombres o mujeres con quien la
comparemos. ¿Y vosotros? ¿Qué opináis de la vida de sor Juana Inés de la Cruz?
¿Os gustan sus obras?