Secretos Masónicos Olvidados pero que el Alma Aún Recuerda
Muchos de los Grandes Misterios no están enterrados en grimorios polvorientos ni custodiados por guardianes de piedra, sino escondidos a plena luz, disfrazados en los cuentos que nos contaban de niños. Cuando éramos pequeños, antes de que la mente racional nos cortara las alas, comprendíamos esos relatos con todo el cuerpo, con el corazón latiendo en la garganta. La Masonería, en su sabiduría simbólica, nos devuelve alegóricamente a esa edad sagrada —entre los tres y los siete años— porque en esa etapa éramos Iniciados sin saberlo. Como dice Gurdjieff: «El hombre nace despierto, vive dormido y muere soñando que está despierto». El niño lo sabe todo, pero no lo sabe con palabras.
La Leyenda de Hiram Abiff, pilar de la Masonería, no es más que un cuento infantil elevado a tragedia sagrada: muerte, resurrección, búsqueda de la Palabra Perdida. Igual que Blancanieves, igual que Caperucita, igual que el Patito Feo.
En la vorágine tecnológica y mercantil de hoy, hemos olvidado el lenguaje del Alma. Nos hemos vuelto sordos a la voz interior. Como escribió Idries Shah: «El hombre moderno está tan ocupado buscando fuera lo que sólo puede encontrar dentro, que ha terminado creyendo que dentro no hay nada». La Logia, con su silencio ritual y su luz velada, no es otra cosa que un regreso deliberado al mundo interior, un recordatorio de que nacimos, vivimos y moriremos sin habernos conocido jamás si no emprendemos el Gran Viaje hacia nosotros mismos.
Permitidme, Hermanos y Buscadores, compartir dos antiguos cuentos sufíes que son, en realidad, dos grados masónicos disfrazados.
I. El Enamorado que Aprendió a Desaparecer
Un hombre, consumido por el amor, llegó una noche a la puerta de su Amada y golpeó con desesperación.
—¿Quién es? —preguntó Ella desde dentro.
—Soy yo —respondió él, hinchado de orgullo y de deseo.
—Vete —dijo la voz serena y triste—. En esta casa no cabe un «yo» tan grande. Quien dice «yo soy» y pretende amarme al mismo tiempo, no ama: se ama a sí mismo reflejado en mí. Un amante así merece ser quemado en el fuego de la separación hasta que no quede ni ceniza de su ego.
El hombre se retiró tartamudeando. Abandonó la ciudad y vagó un año entero por desiertos y montañas, quemándose en su propio dolor. Regresó al fin, golpeó tres veces —ritual, humilde, consciente— y Ella volvió a preguntar:
—¿Quién llama?
—Tú —respondió él con voz temblorosa—. Sólo Tú estás al otro lado de esta puerta. Yo ya no existo.
Entonces la puerta se abrió lentamente y ambos se fundieron en un abrazo donde no había dos, sino Uno.
«Cuando el “yo” muere», dice Alejandro Jodorowsky, «nace el amor verdadero. Antes sólo había narcisismo con perfume de rosa».
Y Ana Garralón añade: «El amor iniciático no es posesión; es disolución».
Ouspensky, discípulo de Gurdjieff, lo resume con precisión quirúrgica: «El hombre no puede amar mientras esté identificado consigo mismo. Sólo cuando se desidentifica, cuando deja de ser “alguien”, puede convertirse en el espejo donde el otro se reconoce como Dios».
II. El Pato Lejos del Agua
Una tormenta monstruosa azotó la costa. Las olas, furiosas, arrancaron un huevo del nido de una madre pato y lo arrastraron mar adentro. El cascarón se quebró en medio del océano y un patito salió a la superficie, luchando por respirar. Las corrientes lo alejaron para siempre de su verdadera familia.
Una ola final lo arrojó a tierra firme, exhausto y aterido. Una gallina, que acababa de romper sus propios huevos, lo vio y lo acogió bajo su ala. El patito creció entre polluelos, picoteando maíz y tierra seca. Pero algo en él ardía: cada vez que veía un charco, un río, un reflejo de agua, su corazón se estremecía de un anhelo inexplicable. Sus hermanos gallináceos lo miraban raro; la madre adoptiva lo regañaba: «¡El agua es peligrosa!». Y él, dividido, sufría sin comprender.
«El hombre», dice Idries Shah, «es como ese pato criado entre gallinas: pertenece al elemento del espíritu, pero ha sido educado para temerlo y para creer que su verdadera naturaleza es caminar sobre estiércol».
Gurdjieff lo expresaba sin piedad: «El hombre está en la cárcel, pero la puerta está abierta y él tiene miedo de salir porque ha olvidado que alguna vez voló».
El pato, un día, vencerá el miedo. Se lanzará al lago y descubrirá que no se ahoga: nada. Y en ese instante recordará quién es realmente.
Análisis Masónico de Ambos Relatos
1. El Enamorado → Grado de Aprendiz y la Muerte del Ego Profano
El primer cuento es la escenificación perfecta del paso del mundo profano al templo. El primer golpe desesperado es el profano que busca la Luz sin haber trabajado sobre sí mismo. La respuesta deónica es implacable: «No hay lugar para dos». La puerta cerrada simboliza la necesidad de la Gran Purificación. El año de peregrinaje es el tiempo en Cámara de Reflexión, el desbastar la Piedra Bruta. El segundo golpe —tres veces, rítmico— es el toque masónico. La respuesta «Tú» equivale a la renuncia al ego, al «Yo soy el que soy» bíblico mal entendido. Sólo cuando el candidato desaparece como entidad separada puede traspasar el umbral y abrazarse al Gran Arquitecto, que siempre fue Él mismo reflejado. Es la unión mística, el matrimonium alchymicum, la Rosa y la Cruz fundidas.
2. El Pato Feo → Grado de Compañero y la Búsqueda de la Palabra Perdida
El segundo cuento es el drama del Compañero: el Alma arrojada al mundo material, criada entre gallinas (los sentidos, la personalidad mecánica). El agua es la Memoria Espiritual, el Elemento Divino del que provenimos y al que debemos volver. El miedo al agua es el miedo al Despertar, porque despertar duele: hay que abandonar la falsa seguridad del gallinero. El patito sufre la nostalgia del Real Ser, exactamente como el Masón en la Cámara del Medio que busca la Palabra Perdida y siente que algo esencial le falta. El día que el pato se lance al agua será su Paso al Grado de Maestro: descubrirá que nunca dejó de ser Cisne, que siempre pudo nadar, que el exilio era sólo un sueño.
Ambos cuentos nos recuerdan la enseñanza central de la Masonería: el Templo no está afuera. El Templo somos Nosotros cuando dejamos de ser «alguien» para convertirnos en el Espacio donde el Universo se contempla a sí mismo.
Mi opinión como Masón
Estos cuentos no son «bonitos relatos morales». Son bombas de profundidad espiritual disfrazadas de inocencia. Funcionan precisamente porque parecen infantiles: la mente racional los deja pasar, y así el mensaje penetra directo al Centro. La Masonería y el sufismo utilizan el mismo truco: hablarle al niño eterno que aún vive en nosotros, antes de que el adulto lo asesine con explicaciones.
Occidente ha convertido al ser humano en una gallina productiva que teme el agua de su propia alma. Y luego se extraña de la depresión colectiva. El remedio no es más tecnología, más consumo, más ruido. El remedio es recordar que somos patos sagrados, enamorados que deben morir para poder Amar, y que la puerta siempre estuvo abierta… sólo que nosotros seguíamos diciendo «Soy yo» en vez de callar y entrar.
«El secreto», como decía Jodorowsky, «es tan simple que cabe en la boca de un niño y tan grande que el sabio nunca termina de pronunciarlo».
Que el Gran Arquitecto del Universo nos devuelva, esa mirada y mente limpia de cuando teníamos siete años y sabíamos, sin palabras, que el mundo es un cuento contado por Dios para recordarse a Sí mismo.
Alcoseri
