El Niño que Sabía Demasiado

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Orlando Palacios

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Aug 18, 2025, 11:59:25 AMAug 18
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El Niño que Sabía Demasiado
En una antigua ciudad del Oriente, donde los minaretes se elevaban como dedos apuntando al cielo y los bazares bullían de secretos susurrados, vivía el sabio loco Mullah Nasrudin. Nasrudin era conocido por su turbante torcido, su burro terco y sus respuestas que, como un espejo roto, reflejaban la verdad en fragmentos inesperados.
Un día, mientras Nasrudin vendía dátiles en el mercado, oyó un rumor que corría como el viento del desierto. Hablaban de un niño prodigio, no mayor de diez años, llamado Amir, que había llegado a la ciudad con su familia de nómadas. Amir no era un niño común: sus ojos brillaban con una luz antigua, y su lengua soltaba preguntas que perforaban las armaduras de los poderosos como flechas invisibles.
Primero, Amir incomodó al gobernador, el líder político de la ciudad, un hombre rollizo con una barba teñida de henna y un palacio lleno de impuestos injustos. El gobernador estaba dando un discurso en la plaza, proclamando: "¡Yo soy el guardián de la justicia! ¡Mis leyes protegen a los débiles y castigan a los malvados!" Amir, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, levantó la mano y preguntó con voz clara: "¿Y quién protege a los débiles de tus leyes, oh gobernador? ¿No es verdad que tus impuestos alimentan tu palacio mientras los huérfanos mendigan en las calles?" El gobernador enrojeció, balbuceó excusas sobre "necesidades del estado" y ordenó a sus guardias que alejaran al niño. Pero las palabras ya habían sembrado dudas en la multitud, como semillas en tierra fértil.
Luego, Amir visitó la gran academia, donde los sabios académicos debatían con voces pomposas sobre las estrellas, la geometría y los antiguos textos. Uno de ellos, un erudito con anteojos gruesos y una pila de libros bajo el brazo, explicaba: "El conocimiento es un edificio alto, construido ladrillo a ladrillo por mentes como la mía." Amir, curioseando entre los pupitres, intervino: "¿Y si el edificio está construido sobre arena movediza? ¿No has leído que el verdadero saber no se mide en palabras, sino en silencio? ¿Por qué enseñáis fórmulas sin enseñar a cuestionarlas?" Los académicos se miraron unos a otros, ofendidos. "¡Este niño es un ignorante!", gritaron. Pero en secreto, sus egos tambalearon, pues Amir había revelado que su conocimiento era como un mapa sin caminos: preciso, pero inútil para el viajero.
Finalmente, Amir entró en la mezquita, donde el imán, líder religioso con una túnica inmaculada y un rosario de perlas, predicaba sobre la piedad y el paraíso. "¡Seguid mis enseñanzas y el cielo os abrirá sus puertas!", exclamaba. Amir, arrodillado en la alfombra de oración, alzó la voz: "¿Y si el paraíso está aquí, en el corazón, y no en vuestras reglas? ¿No dice el Profeta que Dios está más cerca que la vena yugular? ¿Por qué complicáis lo simple con rituales vacíos?" El imán palideció, acusando al niño de herejía, y los fieles murmuraron. Pero las palabras de Amir resonaron en las almas, recordándoles que la fe verdadera no necesita intermediarios.
La ciudad estaba alborotada. Los líderes —político, académico y religioso— se reunieron en secreto para decidir qué hacer con este niño que sabía demasiado. "¡Es una amenaza!", dijo el gobernador. "¡Un insolente!", añadió el erudito. "¡Un peligro para la fe!", concluyó el imán. Decidieron convocar a Nasrudin, el único que podía manejar locuras con sabiduría.
Nasrudin llegó montado en su burro, comiendo un dátil. Los líderes le explicaron el problema: "Este niño cuestiona todo. ¡Debe ser silenciado!" Nasrudin los miró con ojos entrecerrados y preguntó: "¿Y por qué os incomoda tanto? ¿Acaso no es el niño como un espejo que refleja vuestras propias sombras?"
Luego, Nasrudin buscó a Amir en el mercado. Lo encontró jugando con una pelota hecha de trapos. "Pequeño sabio", dijo Nasrudin, "has agitado las aguas tranquilas de los poderosos. ¿Qué secreto guardas?" Amir sonrió: "No guardo secretos, Mullah. Solo pregunto lo que todos saben en su interior, pero temen decir. El conocimiento verdadero no se acumula; se comparte como el aire."
Nasrudin rio con ganas. "¡Ah, niño! Eres como yo cuando era joven: un tonto que ve lo obvio." Juntos, caminaron por la ciudad. Nasrudin le enseñó a Amir a envolver sus verdades en riddles y chistes, para que los líderes no se sintieran atacados, sino iluminados. "La sabiduría", dijo Nasrudin, "es como el sol: ciega si miras directo, pero calienta si la sientes en la piel."
Desde entonces, Amir siguió preguntando, pero con la astucia de un sufí. Los líderes, poco a poco, comenzaron a escuchar, temiendo menos al niño y más a su propia ignorancia. Y Nasrudin volvió a su burro, sabiendo que el verdadero saber no in


comoda a quien lo busca, sino a quien lo finge.
Así termina este cuento, recordándonos que en el camino sufí, el niño interior es el maestro más grande, y las preguntas son las llaves del reino oculto.
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