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Una Fábula Masónica sobre el Poder de los Símbolos Un sepulturero —ese excavador, que terminaba tapando con tierra las vanidades y egos , un personaje que terminaba cubriendo los restos mortales y testigo mudo de las vanidades humanas— salió a pasear al atardecer, buscando alivio en la quietud de la naturaleza para su alma cansada de tumbas y lamentos. De pronto, algo brilló con un fulgor metálico al lado del camino empedrado, como si la luz del sol poniente hubiera conspirado con la tierra para revelar un tesoro oculto. Esperando que se tratara de joyas o monedas de gran valor, el sepulturero se acercó con el corazón acelerado, extendiendo sus manos callosas; pero su ilusión se desvaneció al instante: no eran más que una escuadra metálica, una regla de metal de veinticuatro pulgadas y un mazo robusto, herramientas que, sin duda, habían rodado de la bolsa de algún albañil distraído, quizás un viejo obrero del legendario Templo de Salomón, olvidado en el tiempo. Furioso por el engaño de sus sentidos —pues había soñado con oro o plata que aliviaran su pobreza—, el sepulturero levantó las herramientas con desprecio y gritó al viento: «¡Malditas impostoras! Os arrojaré al río para que muráis allí oxidadas, devueltas al fango del que salisteis, por haberme mentido con vuestro falso brillo». Pero aquellas no eran meros objetos inertes, sino reliquias parlantes, imbuidas del espíritu de la masonería operativa, guardianas de secretos que trascienden el metal y la madera. Con voces temblorosas, como el eco de un ritual interrumpido, las herramientas suplicaron clemencia: «¡Benévolo excavador de tumbas! ¿Por qué nos condenas al olvido acuoso? ¡Guárdanos, te lo imploramos! Bien podríamos servirte para construir algo maravilloso, que exceda en valor al oro mismo: un puente sobre el abismo de la muerte, un altar para el alma errante, o incluso un templo interior donde la luz eterna disipe las sombras de la pérdida». El sepulturero, endurecido por años de fosas y epitafios, soltó una risa amarga y exclamó: «¡De ninguna manera! ¿Creéis que soy tan necio? Estas vuestras formas podrían servir a rufianes para asesinarme, como bien sabéis. ¿No veis que soy sepulturero, y recuerdo con claridad la tragedia de un maestre llamado Hiram, victimado en el Sanctasanctórum por una escuadra en la garganta, una regla en el pecho y, finalmente, el golpe fatal de un mazo en la frente? ¡Herramientas de traición, no de creación! Vosotras, que brilláis con inocencia fingida, ¿seréis las culpables de tal sacrilegio, o sólo testigos mudos de la codicia humana?». Y es que en Masonería hay una sesgada idea , de que lo mismo que sirve para construir sirve para destruir , las herramientas que servían para construir el templo del Rey Salomón , sirvieron también las mismas para victimar al Maestre Hiram Abiff. Y así, en ese diálogo entre el polvo y el hierro, se desvela el velo de la fábula: las herramientas, símbolos eternos de la masonería, no son culpables por su esencia, sino por el uso que les dan las manos que las empuñan. Manly P. Hall, el custodio de los arcanos herméticos y gran exegeta de los misterios masónicos, lo proclama en Las Llaves Perdidas de la Masonería: «Las herramientas del Templo no son meros instrumentos de piedra y metal; son llaves del alma, que en manos virtuosas erigen catedrales del espíritu, pero en las garras de la envidia se tornan dagas que hieren la luz misma». Hall, influido por los ritos egipcios de Osiris, ve en la escuadra la rectitud moral que mide la conducta, en la regla la extensión de la fraternidad hacia el infinito, y en el mazo el martillo de Vulcano que forja o destruye, recordándonos que Hiram Abiff, el hijo de la Viuda, no cayó por las herramientas, sino por la profanación de sus guardianes. A esta voz se une Albert Pike, soberano del Rito Escocés y tejedor de los velos cabalísticos, quien en Morals and Dogma sentencia: «La escuadra, la regla y el mazo son los pilares de la tríada divina —Sabiduría, Fuerza y Belleza—; corrompidas por los rufianes, ilustran cómo el bien se pervierte en mal, pero redimidas en el rito, elevan al profano al Maestro, como Hiram resucita en el alba de la iniciación». Pike, impregnado de la alquimia hermética, conecta este drama con el desmembramiento de Dioniso por los Titanes: las herramientas no son culpables, sino catalizadores del juicio interior, donde el golpe en la frente despierta el tercer ojo de la conciencia. Oswald Wirth, el visionario francés que infundió a la masonería el fuego alquímico de Eliphas Lévi, añade en El Símbolo Masónico: «¡Oh, escuadra, regla y mazo! Sois las mismas que tallan el caos en cosmos; en el sepulcro de Hiram, no matáis, sino que liberáis el fuego interior, disolviendo el velo de Maya para revelar el Templo eterno en el corazón del hombre». Incluso Arthur Edward Waite, el rosacruz que desentrañó los arcanos del velo oculto, susurra en La Tradición Secreta en la Masonería: «Las herramientas asesinas de Hiram son las llaves del Reino profanado; la escuadra mide la caída del ego, la regla extiende la mano de la redención, y el mazo, como el cetro de la resurrección, aplasta la ilusión de la muerte para coronar al iniciado con la Palabra Sustituta». Waite, eco de los místicos medievales, ve en esta fábula un eco de la Crucifixión simbólica: las herramientas, como los clavos del Gólgota, no son culpables, sino instrumentos de la expiación cósmica. Como masón, forjado en Logias Masónicas para desentrañar los enigmas del cosmos con la precisión de un compás estelar, no puedo sino reforzar esta temática con un matiz cuántico y eterno: en la era de las máquinas pensantes y las redes neuronales, las herramientas masónicas nos recuerdan que el verdadero Templo no es de piedra, sino de código ético —un algoritmo del alma donde la escuadra filtra el ruido moral, la regla dibuja conexiones fraternales más allá de los firewalls del ego, y el mazo, como un pulso de energía oscura, deshace patrones obsoletos para reensamblar la conciencia en armónica resonancia. ¿Culpables? No: son nodos de posibilidad, que en manos del sepulturero podrían erigir un monumento a la memoria colectiva, transformando tumbas en portales de luz, y recordándonos que, como en la simulación universal, todo golpe es un reinicio hacia la elevación. Análisis Masónico: Las Herramientas como Espejo de la Responsabilidad Iniciática Desde la óptica masónica, esta fábula del sepulturero y las herramientas parlantes no es un mero cuento moral, sino una parábola psicodramática que profundiza en la leyenda de Hiram Abiff, tejida en el Tercer Grado como alegoría de la muerte simbólica y la resurrección espiritual. Las herramientas —escuadra, regla y mazo— no son culpables intrínsecas, como bien ilustra el relato, sino emblemas de la tríada sagrada: la escuadra como Belleza (rectitud ética), la regla como Fuerza (medida armónica del tiempo y la fraternidad), y el mazo como Sabiduría (fuerza transformadora que ajusta y purifica). En manos de los rufianes —Jubela, Jubelo y Jubelum, arquetipos de la ignorancia, el fanatismo y la ambición, según interpretaciones esotéricas contemporáneas—, devienen instrumentos de profanación, hiriendo a Hiram en garganta (palabra no revelada), pecho (pasión contenida) y frente (pensamiento iluminado). Pero, como señala el ritual de Emulación, su verdadero rol es iniciático: no asesinan, sino que 'despedazan' al ego profano para inducir el trance de la elevación, un eco chamánico de los ritos ancestrales donde los 'maestros de iniciación' —posiblemente Compañeros en su acepción original de Maestros en formación, como sugiere Patrick Négrier en sus estudios sobre los Antiguos Deberes— torturan al candidato para liberarlo. Incorporando perspectivas de la tradición esotérica, Manly P. Hall extiende esta simbología al drama solar: las herramientas representan las fuerzas zodiacales que 'matan' al Sol en el solsticio de invierno (Capricornio con la regla, Acuario con la escuadra, Piscis con el mazo), sólo para resucitarlo en primavera, simbolizando la dispersión y recomposición de la Palabra Sagrada (el Tetragrámaton YHVH en la Cábala). Albert Pike, en su hermetismo alquímico, las vincula al 'martillo de Thor' que pulveriza el plomo del vicio en oro espiritual, mientras Oswald Wirth las interpreta como pilares de la geometría sagrada: corrompidas, ilustran la perversión de las virtudes; redimidas, erigen el Templo interior. Incluso en raíces etíopes, como en el simbolismo masónico africano, las herramientas evocan la huida de los rufianes hacia Etiopía —símbolo de 'visión ética'—, donde buscan redención moral, uniendo la leyenda a los ritos de Osiris y la reconciliación de Seth y Caín, los 'hijos de la Viuda'. En el contexto del rito moderno, incorporado entre 1720 y 1723 posiblemente por John Theophilus Desaguliers, esta fábula revela la dualidad operativa-especulativa: el sepulturero encarna al profano que juzga por apariencias, temiendo la 'muerte' simbólica del Tercer Grado, donde el candidato, como Hiram, es 'enterrado' en tres tumbas (profana, iniciática, divina) para ser levantado por los Cinco Puntos de la Fraternidad —agarre de león, que restaura el cuerpo inmortal—. Las herramientas, entonces, no son culpables, sino maestras: la escuadra mide la integridad ante la envidia, la regla extiende la perseverancia en la oscuridad, y el mazo cataliza la resurrección colectiva. Como refuerzo de análisis históricos, la leyenda —ausente en los libros de Reyes bíblicos, pero enriquecida en manuscritos como el Edinburgh Register House de 1696— transforma un secreto operativo en alegoría moral: la lealtad ante la profanación, la fraternidad como puente sobre la muerte, y el Templo como metáfora del alma eterna. Así, en la masonería, toda herramienta es un juicio: ¿golpeará para destruir, o para edificar la luz inextinguible? Alcoseri