¿Conocéis
la historia de la reina María Antonieta? ¿Sabéis cuáles fueron sus últimas e
inesperadas palabras al subir al patíbulo? ¿Y quién fue el verdadero amor de su
vida? Se trata de uno de los personajes más emblemáticos de Francia, aunque no
era francesa, sino austriaca. Pero ¿quién fue esta reina a la que sus súbditos
odiaron hasta el punto de convertirla en –y esperamos que no lo consideréis un
'spoiler'– la víctima más famosa que ha tenido madame la guillotina? ¿Fue María
Antonieta una santa y una mártir, como defienden algunos? ¿Fue una mujer
insensible y elitista que cambiaba de amante como de peluca? ¿O fue bastante
más normal de lo que se cree, ni una reina de cabeza hueca ni tampoco una
especialmente inteligente? María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, más
conocida como María Antonieta, nació el 2 de noviembre de 1755 en el Palacio
Hofburg de Viena. Fue la penúltima de los dieciséis hijos que tuvieron el
emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Francisco I y la emperatriz María
Teresa de Habsburgo. En cuanto aquella pequeña abrió los ojos a este mundo,
recibió el título de archiduquesa de Austria. Pese al ambiente cortesano en el
que se crio, con el protocolo y la educación requeridos, se sabe que fue una
niña a la que concedieron cierta libertad, por lo que tuvo una infancia
bastante feliz, carente de preocupaciones. No contó con el cariño maternal de
la emperatriz, muy involucrada en el gobierno de su marido, pero ese amor lo
recibió María Antonieta de su institutriz, que no dudaba a la hora de
concederle todos los caprichos. Incluso le recortó las horas que la niña debía
dedicar al estudio, hasta el punto de que, con doce años la archiduquesa aún no
sabía hablar en un correcto francés o alemán y tampoco sabía escribir bien. El
único idioma en el que se desenvolvía de manera elegante era el italiano,
gracias a su maestro Pietro Metastasio, uno de los más importantes libretistas
de ópera del siglo XVIII. Recibió clases de religión y moral con su
institutriz, y otros maestros le enseñaron música y a tocar muy bien el arpa y
el clavecín, aunque la pequeña María Antonieta también cantaba y era buena
sobre todo en el arte de la danza. Una disciplina para la que llegó a contar
como maestro con el bailarín y coreógrafo francés Jean-Georges Noverre,
conocido como el Shakespeare de la danza, a quien se considera el creador del
ballet moderno; de hecho, el día de su nacimiento, el 29 de abril, se celebra
el Día Internacional de la Danza. Cuando la niña estaba a punto de cumplir diez
años, en el verano de 1765, ocurrió una desgracia familiar. Fue durante la
celebración de la boda de su hermano, el archiduque Pedro Leopoldo –futuro emperador
Leopoldo II–, con la infanta María Luisa de Borbón, hija de Carlos III de
España. El padre del novio, y de nuestra protagonista, falleció de manera
repentina debido a un derrame cerebral. Toda la familia lo lloró, pero
especialmente su esposa, ya que la pareja imperial siempre había estado muy
unida. A Francisco I lo sucedió su hijo mayor, José II, como emperador del
Sacro Imperio Romano Germánico, aunque era su madre, la reina de Hungría, María
Teresa, quien ejercía realmente el poder. Como era práctica habitual entre los
gobernantes de la época, la viuda movió sus hilos para usar a sus hijos como
peones para fortalecer o ampliar, a través de matrimonios concertados, las
alianzas que a los Habsburgo le pudieran resultar más favorables. Así, en 1768
casó a la hermana favorita de María Antonieta, María Carolina, con Fernando IV
de Nápoles, otro de los hijos del rey Carlos III de España. Esta boda causó una
gran pena a María Antonieta, que no quería separarse de su hermana, tres años
mayor que ella. En cualquier caso siguieron unidas, pese a la distancia física,
el resto de sus vidas. Además, pronto le llegaría el turno de establecer
vínculos matrimoniales a la propia María Antonieta, pese a tener solo doce
años. Su prometido iba a ser ni más ni menos que el heredero al trono del país
archienemigo de Austria desde tiempos remotos: Francia. Pero es que en aquellos
días María Teresa buscaba alianzas contra su mayor oponente del momento, el rey
Federico II de Prusia, aliado de Inglaterra. Las largas negociaciones entre el
duque de Choiseul, destacado ministro del rey francés, Luis XV, y el príncipe
de Starhemberg, del lado de Austria, concluyeron en el compromiso de la joven
archiduquesa con el delfín de Francia, Luis Augusto de Francia, nieto de Luis
XV. El padre del entonces delfín, Luis Fernando de Borbón, había fallecido poco
tiempo atrás de tuberculosis a la temprana edad de 36 años. La jovencísima
archiduquesa adolecía de la educación que una futura reina gala necesitaba, y,
además, era de personalidad caprichosa. De manera que en noviembre de 1768,
Francia envió al abad de Vermond a Viena para que se convirtiera en el tutor de
la niña. La instruyó en religión, historia y literatura francesa, sobre todo a
través de conversaciones porque María Antonieta no era mucho de libros. Pese a
ser un poco perezosa en lo que a estudios se refiere, sacó un rendimiento
notable de las clases del abad. El compromiso con el delfín de Francia se hizo
oficial en junio de 1769 y la boda por poderes tuvo lugar en abril del año
siguiente, cuando María Antonia Josefa Juana, que entonces tenía catorce años,
pasó a llamarse oficialmente “Marie-Antoinette, dauphine de France” –es decir,
María Antonieta, delfina de Francia–. Justo unos días antes de que la
archiduquesa tuviera que abandonar definitivamente Viena para viajar a su nuevo
hogar, a Francia, su madre, María Teresa, decidió que ambas debían pasar
aquellas últimas noches durmiendo juntas, en los aposentos de la reina. Su
objetivo era reforzar la relación personal con su hija, ya que era muy
consciente de que en Francia confiaban en que María Antonieta olvidara sus
orígenes austriacos para convertirse en una francesa de pies a cabeza. Y,
claro, María Teresa buscaba justo lo contrario; lo que ella quería, como astuta
gobernante, era que su pequeña pudiera interceder todo lo posible en beneficio
del imperio austriaco desde su nueva y privilegiada posición. Curiosamente, la
niña había sido criada durante toda su corta vida para odiar a Francia porque
los Borbones eran los eternos enemigos de los Habsburgo. Cuando, tres días
después de la boda por poderes, María Antonieta partió de Viena, acompañada de
un séquito formado por ni más ni menos que 57 carruajes, su madre le ordenó que
siguiera siendo una buena alemana. María Teresa, como veremos, y como hizo con
todos sus hijos, con independencia de la edad que tuvieran, siempre intentó
mantenerla bajo control a través de las cartas que muy a menudo enviaba a
Versalles para recordarle que a quien le debía lealtad, como miembro de la
familia de los Habsburgo, era a Austria. En la corte francesa, la emperatriz
austriaca iba a contar con uno de sus hombres de confianza, el conde de Mercy,
diplomático belga al servicio del Sacro Imperio Romano Germánico al que convirtió
en embajador de Austria en París, para vigilar de cerca a su hija, que confiaba
plenamente en aquel hombre de pelo ya canoso. Así pues, María Antonieta se puso
en camino, rumbo a su destino. En Compiègne la esperaban el rey Luis XV, su
nieto –el delfín– y Choiseul, que la recibió mientras bajaba del carruaje. Al
parecer, la joven le dijo al poderoso ministro francés: “¡Nunca olvidaré que
eres el responsable de mi felicidad!”. Desde luego no sabía entonces lo que se
le venía encima al convertirse en la esposa del heredero al trono de Francia. A
continuación conoció a su esposo, un año y medio mayor que ella, de maneras
torpes y quien, muy al contrario de como se lo habían pintado, no le resultó
nada atractivo. Los retratos de él que le habían enviado a Viena habían sido
retocados hasta el extremo. La boda con el futuro Luis XVI se celebró con gran
boato el 16 de mayo de ese año, 1770, en la Capilla Real de Versalles. El
pueblo francés acogió la noticia de este enlace, y a la nueva delfina, con
cierta frialdad, aunque todavía sin odio, ya que, pese a que veían con buenos
ojos la posibilidad de que sangre nueva se sentara en el trono francés dada la
impopularidad de Luis XV, tampoco habían olvidado los largos años de
enfrentamiento con la Casa de Austria. Un ejemplo de esa rivalidad había sido
la guerra de Sucesión de Austria, que había tenido lugar entre 1740 y 1748 y
había enfrentado a Austria y sus aliados contra Francia y sus aliados. Aquel
conflicto se había producido precisamente por la madre de María Antonieta:
María Teresa. Porque los enemigos de los Habsburgo, con los franceses a la
cabeza, encontraron la ocasión de desafiarlos alegando que, debido a la ley
sálica, la archiduquesa María Teresa no podía suceder a su padre, Carlos VI, en
las diversas coronas que este había ostentado hasta su muerte. Pero volvamos a
la boda. Tras la cena, se celebró la ceremonia del 'coucher', que consistía en
meter en la cama al rey, o, en este caso, a la joven pareja de casados. A ella,
como dictaba el protocolo, acudió toda la corte, incluido por supuesto el
monarca, Luis XV. También estaba entre los presentes el arzobispo de Reims, que
se encargó de bendecir con agua bendita a los recién casados una vez en el
lecho. Sin embargo, el matrimonio no se consumó. Tras aquella noche de bodas,
el delfín escribió en su diario: “Rien”; es decir, “nada”. Y así sería durante
los siete años siguientes. Lo cierto es que el inicio del joven matrimonio
estuvo marcado por la tragedia. Durante las celebraciones posteriores a su
boda, se exhibió un gran espectáculo de fuegos artificiales en París que
terminó en tragedia. Fue el 30 de mayo, a las orillas del Sena. Aquella era una
ocasión especial para los parisinos, porque los fuegos artificiales no eran
algo de lo que solía disfrutar el pueblo, estaban reservados a los reyes y
aristócratas, de manera que eran mucho más habituales en Versalles que en
París. Unas cuatrocientas mil personas se reunieron para ver el espectáculo en
la plaza Luis XV –hoy, plaza de la Concordia–. Pero algo salió mal y un cohete
defectuoso provocó un incendio. Como los demás accesos a la plaza estaban
cortados por los carruajes, la gente abandonó la plaza a través de la rue
Royale, que se convirtió en un embudo. La estampida provocó la muerte de 132
personas y varios centenares de heridos. Volviendo a los inicios de la joven
delfina en la corte francesa, no lo tuvo fácil a la hora de adaptarse a su
nueva vida. Como archiduquesa austriaca había gozado de bastante libertad,
mientras que en Francia, desde su llegada a Versalles, había estado sometida a
un sinfín de protocolos propios de su posición: desde la ceremonia del
despertar a las audiencias reales, las comidas oficiales en las que debía estar
presente... Enseguida intentó llevar una vida más privada, en sus dependencias
personales, donde se rodeó de un círculo de amigos que eligió ella y que no
siempre fueron sinceros ni leales. Además, si desde Viena la madre se encargaba
de recordarle continuamente que era austriaca, aquel era un dato que tampoco
olvidaban en Versalles. Pronto empezaron a llamarla “la austriaca” de manera
despectiva –y a sus espaldas, claro–. Un apodo que la acompañó hasta sus
últimos pasos en este mundo, hasta las escaleras del patíbulo. ¿Sabemos quién
le puso el sobrenombre? Pues sí, una tía paterna de su esposo, madame Adelaida
de Francia, una de las ocho hijas de Luis XV y Marie Leszczynska, a las que se
llamaba de manera colectiva las 'Mesdames' –las señoras– y que, al ser miembros
del partido antiaustriaco, nunca tragaron a María Antonieta. También a su
esposo, el delfín, le habían inculcado un gran odio contra todo lo austriaco, y
su tutor, el duque de La Vauguyon, intentó arraigar aún más esa animadversión
contra todas las personas del entorno de María Antonieta con el objetivo de que
el joven no se dejara influenciar por los proaustriacos, entre los que se
encontraban desde el ministro Choiseul, artífice de la reconciliación con
Austria y de aquel matrimonio tan mal visto en la corte, hasta el abad Vermond.
Cuando Choiseul cayó en desgracia después de que Luis XV lo destituyera de su
cargo a finales de 1770, una situación que provocó la poderosa amante del
monarca, madame du Barry, el delfín y el resto de antiaustriacos se alegraron;
María Antonieta, en cambio, perdió un aliado, lo que seguramente la hizo
sentirse aún más sola en medio de las conjuras palaciegas. Porque, desde luego,
con su marido no podía contar, ni siquiera para buscar descendencia, ya que el
matrimonio no se había consumado. Este último dato, que la emperatriz de
Austria conoció no a través de su hija, sino de los espías que tenía en la
corte francesa –entre los que estaba por supuesto el conde de Mercy–, la irritó
sobremanera y no dudó en lanzar, a través de cartas, duras críticas a su hija
responsabilizándola de que el marido no deseara mantener relaciones con ella. Llegaría
a decir de su propia hija que no tenía belleza ni talento y que, por tanto, era
un completo fracaso. María Teresa, pese a la distancia que la separaba de su
hija, intentó siempre infundirle miedo. Y es cierto que la joven pareja no
había consumado el matrimonio –como hemos mencionado, no lo harían durante
mucho tiempo–, pero la delfina había terminado ganándose la simpatía de su
esposo, quien confesó a sus tías paternas que encontraba a su mujer “muy encantadora”.
La primera vez que María Antonieta desobedeció las órdenes directas de su madre
fue cuando esta la quiso obligar a estar de buenas con la favorita del rey,
madame du Barry. María Antonieta no la tragaba porque aquella mujer había
provocado la destitución del duque de Choiseul, uno de sus principales aliados.
Este rifirrafe con la cortesana estuvo a punto de provocar un incidente entre
Austria y Francia, así que, tras la sonora reprimenda que recibió de María
Teresa, la delfina por fin aceptó hablarle a madame du Barry. “¿Y qué le
dijo?”, quizá os preguntéis. Fue el día de Año Nuevo de 1772, y sus palabras
exactas fueron: “Hoy hay mucha gente en Versalles”. Como veis no fue una frase
muy sesuda ni profunda, pero sí suficiente para calmar los ánimos de todos. Sin
embargo, María Antonieta, que era orgullosa, no tardaría en vengarse. En el
verano de ese mismo año, 1772, el delfín presentó a María Antonieta como su
esposa ante Luis XV: porque aquella noche se había producido un encuentro entre
ambos en el que ella perdió la virginidad; aunque al parecer la relación siguió
sin ser completa. Por cierto, quizá hayáis escuchado que María Antonieta tuvo
muchos amantes, pero esa afirmación tiene más de leyenda que de realidad, y se
debe sobre todo a las calumnias que los antimonárquicos llegaron a lanzar
contra ella años más tarde para atacar, a través de su persona, a la institución
monárquica. Aclarado esto, parece que sí tuvo una relación extramatrimonial que
algunos historiadores han calificado de íntima, profunda y verdadera. ¿Quién
era él? Un joven noble sueco llamado Axel von Fersen. Lo conoció en enero de
1774, cuando ella tenía dieciocho años, los mismos que él, durante un baile de
la ópera. Von Fersen llevaba los últimos tres años viajando por toda Europa con
un preceptor, en el típico viaje formativo que solían hacer los jóvenes
aristócratas del siglo XVIII. Había pasado ya por Alemania, Italia, Ginebra...;
ciudades en las que había ido adquiriendo conocimientos sobre el arte de la
guerra, equitación, medicina, música... París representaba el colofón de ese
periplo; allí aprendería lo que el escritor austriaco Stefan Zweig, en su
biografía sobre María Antonieta, denominó “el arte de los buenos modales”. La
delfina, que llevaba cuatro años casada, enseguida se fijó en el joven, de
aspecto mucho más esbelto y atractivo que su marido, y se acercó para charlar
con él con una máscara cubriéndole el rostro que terminó por quitarse. A partir
de ese día, Fersen fue recibido en los bailes que se organizaban en Versalles. Pero
no creáis que por aquel entonces se hicieron amantes, aquello fue más bien un
inocente coqueteo que además no tardó en llegar a su fin porque... la delfina
pronto se convirtió en reina. Y, dos días después del ascenso al trono de María
Antonieta, Fersen, tal vez recibiendo órdenes de alguien, decidió regresar a su
país natal, Suecia. Aparcamos de momento aquí esta historia, pero volveremos
con ella. El rey Luis XV falleció el 10 de mayo de 1774 a los 64 años de edad,
tras enfermar de viruela durante un viaje de caza. El pueblo contempló su
muerte y su reemplazo en el trono con cierto alivio, porque para nada era un
monarca popular. Llegaba sangre nueva: el delfín Luis Augusto, convertido a sus
19 años en Luis XVI, se hizo con la corona, y a su lado estaba su esposa, María
Antonieta. Conocemos la reacción de María Teresa al enterarse de la muerte de
su consuegro por una carta enviada al embajador Mercy: “La suerte de mi hija
solo puede ser absolutamente grande o muy desafortunada. ¡Creo que sus buenos
días han terminado!”. No le faltaba razón. Por cierto, que María Antonieta, que
no olvidaba las afrentas, en cuanto falleció el abuelo de su marido, hizo que
este obligase a madame du Barry, la amante del difunto rey, a abandonar la
corte y a exiliarse en una abadía, para vivir entre monjas. Desde luego, si en
la corte francesa anteriormente no habían visto con buenos ojos a María Antonieta,
especialmente los miembros de la antigua nobleza, ahora, como reina, se
convirtió en el foco de su odio incluso con más intensidad. Y ella, con su
comportamiento infantil y poco respetuoso hacia estos nobles de alta alcurnia, no
ayudó en nada a mejorar aquella relación. Así surgieron las primeras voces que
la acusaron de querer interferir en el gobierno de su esposo, algo que parecía
bastante improbable teniendo en cuenta que los ministros más cercanos de Luis
XVI, el conde de Maurepas, mentor del rey que ejercía como primer ministro, y
el conde de Vergennes, que ostentaba el cargo de Ministro de Asuntos
Exteriores, eran antiaustriacos. En realidad, María Antonieta no era como su
madre, María Teresa: ella no estaba interesada en el poder y sus intrigas. Se
dedicaba a llevar una vida frívola, siempre en busca de un buen
entretenimiento, de diversiones a las que accedía sin escatimar en gastos.
Según algunas fuentes, Luis XVI se lo permitía porque se enamoró de ella; otras
versiones apuntan a que, por el contrario, el monarca no sentía el más mínimo
interés en su esposa y esta escondía su infelicidad, tristeza y soledad tras
aquella apariencia desenfadada. Vestía siempre ropas suntuosas y elaborados
peinados que a menudo elegía –ignorando a la dama de compañía que estaba
encargada de hacerlo por ella–. También recibía personalmente a su modista
preferida, Rose Bertin, a la que apodaron, no sin cierta malicia, ministra de
la Moda. Bertin, junto al peluquero Léonard Autié, creó un estilo propio para
María Antonieta. Ellos fueron los creadores de peinados imposibles de la reina
que incluían recreaciones navales y también de vestidos rompedores para la
época. A la joven reina le encantaban las obras de teatro y demás espectáculos
que se representaban en la corte. Y le interesaban los juegos de azar. En sus
apartamentos de Versalles, jugaba al billar y a las cartas, y llegaba a apostar
grandes sumas de dinero, hasta que su marido prohibió algunos de esos
pasatiempos alarmado por los gastos en los que incurría su esposa. También la
reprendía, desde Viena, su madre, que no entendía cómo podía su hija estar tan
interesada por la moda y el despilfarro. Por cierto, aunque es verdad que María
Antonieta no escatimaba en gastos y llevaba una vida frívola, no es cierto que
llegara a pronunciar aquella frase que ha pasado a la historia y que
supuestamente dijo tras enterarse de que el pueblo se quejaba porque pasaba
hambre: “¡Si no tienen pan, que coman brioches!”. ¿De dónde viene entonces esa
creencia? Fue el escritor y filósofo suizo Jean-Jacques Rousseau quien, en su
autobiografía titulada 'Las confesiones', escribió que a una “gran princesa” le
dijeron que los campesinos no tenían pan y ella respondió: “Pues que coman
brioches”. Rousseau nunca especificó quién era esta princesa, pero desde luego
no fue María Antonieta, ya que ella llegó a Francia en 1770 para casarse con
Luis XVI y 'Las confesiones' narra la vida de Rousseau hasta 1765, cuando la
austriaca solo tenía diez años. Los enemigos de María Antonieta fueron quienes
se la atribuyeron para atacarla frente al pueblo y lograron su objetivo: la
frase ahí quedó, en el imaginario colectivo, y aún hoy mucha gente, incluso en
Francia, piensa que es de María Antonieta. Antes vimos que la reina tocaba
varios instrumentos, cantaba, bailaba... Le interesaba el mundo del arte, y por
ello se convirtió en mecenas de muchos artistas. Entre ellos músicos como otro
interesante personaje al que ya dedicamos un vídeo: Joseph Bologne, conocido
como el Chevalier de Saint-Georges y el Mozart negro, que llegó a convertirse no
solo en su profesor de música y en un músico de referencia para ella, sino
también en su consejero. Asimismo, la austriaca apoyó a pintores como la
francesa Élisabeth Vigée Le Brun, a quien a partir de 1778, año en el que María
Antonieta cumplió veintitrés años, convertiría en su pintora oficial –en los
seis años que ocupó ese puesto, Vigée Le Brun llegó a realizar treinta retratos
de la austriaca–. Pero regresemos a donde lo habíamos dejado, a 1775. En el mes
de junio, Luis Augusto de Francia, con veinte años, fue coronado en Reims como Luis
XVI. Y, un par de meses después, el monarca le regaló a su reina un palacio
situado en medio de los jardines de Versalles que Luis XV había hecho construir
años antes para una de sus amantes y principales confidentes, madame de
Pompadour. María Antonieta empezó a remodelar a su gusto el Pequeño Trianón
–así se llamaba este edificio–, y también los jardines que lo rodeaban. El
espacio contaba hasta con un lago artificial en el que pescar. Como veis,
gastos y más gastos en las arcas reales. Y eso que la corona francesa se
enfrentaba a una situación económica complicada. Es cierto que no tanto por los
caprichos de María Antonieta, como sus críticos defienden, como por las deudas
contraídas hacía algo más de una década durante la guerra de los Siete Años, en
la que Francia cayó derrotada ante prusianos e ingleses, y por los gastos derivados
de la participación de Francia en la Guerra de Independencia de los Estados
Unidos, que había dado comienzo en el 75. En 1776 el ministro de Finanzas, Anne
Robert Jacques Turgot, fue destituido y sustituido por el banquero Jacques
Necker, quien intentó, sin éxito, recortar los gastos de la corte. En 1777,
cuando María Antonieta tenía 21 años y llevaba siete años de matrimonio sin
consumación plena, se presentó en París su hermano, el emperador José II,
enviado, cómo no, por la madre de ambos, María Teresa. El austriaco llegó de
incógnito. En Viena preocupaba la no consumación del matrimonio, porque además,
dos años antes, la cuñada de María Antonieta, la condesa de Artois, había dado
a luz a un niño que se había convertido en posible sucesor en la dinastía de
los Borbones y habían empezado a surgir panfletos en los que se acusaba al rey
de impotente y a la reina de mantener relaciones extraconyugales. La lista de
sus supuestos amantes, por cierto, era interminable, y en ella aparecían desde hombres,
como su propio cuñado, el conde de Artois, el hermano más joven del rey, hasta
mujeres, como la princesa de Lamballe, aristócrata de la casa Saboya que estaba
casada con el príncipe de Lamballe, heredero de la mayor fortuna de Francia.
Los rumores atribuían a María Antonieta una actividad sexual desenfrenada. Pues
bien, José II, como decimos, viajó a París de incógnito con el nombre falso de
conde Falkenstein, para hablar, de hombre a hombre, con su cuñado acerca de sus
deberes conyugales. Resulta que corría el rumor de que Luis XVI sufría fimosis,
pero le daba miedo someterse a la cirugía que necesitaba para poder mantener
relaciones sexuales. Sin embargo, después de la conversación entre ambos
monarcas, José II llegó a la conclusión de que la principal razón de que no
hubiera habido aún consumación era la falta de experiencia sexual de Luis XVI.
Asimismo, el austriaco entendió que su hermana, muy al contrario de lo que se
comentaba en los panfletos de las calles, tampoco tenía interés por el sexo.
Vamos, que se habían juntado el hambre con las ganas de comer. Ofreció sus
consejos al rey francés y también habló con María Antonieta, a quien animó a
acercarse más a su esposo, a ser más tierna y amable con él. Tanto el uno como
la otra escucharon con atención al emperador y por fin, tras siete años de matrimonio,
lo consumaron el 18 de agosto de ese mismo año. Unos dieciséis meses después,
nació María Teresa, la primera de los cuatro hijos que tendría la pareja real.
Por cierto, que el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que no veía
con buenos ojos el despilfarro de dinero que su hermana llevaba en la corte
francesa, la exhortó, a través de una larga carta de 36 páginas plagada de
instrucciones, a que llevara una vida más acorde con el cargo que ostentaba. El
emperador creía que era una joven aún demasiado infantil, pero también la
consideraba “honesta y adorable”. En aquella carta le dijo: “Naciste para ser
feliz, virtuosa y perfecta. Pero te estás haciendo mayor y ya no tienes la
excusa de ser joven”. Y le advirtió que siguiera sus consejos porque, si no,
las cosas le iban a ir muy mal: “Tiemblo ahora por ti”, le escribió José II a
su hermana, “pues no se puede seguir de este modo; la revolución será cruel”. Aquellas
palabras terminaron siendo premonitorias. Un año después de la visita de José
II, en 1778, se inició la Guerra de Sucesión de Baviera, un conflicto que
surgió entre Austria y Prusia porque, tras la muerte sin hijos del elector de
Baviera, Maximiliano José, ambos estados aspiraban a hacerse con territorios
del ducado de Baviera. Y María Teresa, ayudada por el embajador Mercy, intentó
manipular a su hija para que influyera en su marido a la hora de defender los
intereses de Austria. Eso no gustó nada a los ministros del rey, de manera que
aquel apelativo de “la austriaca” y la antipatía que despertaba en la corte
gala ya no fue exclusiva de unos pocos. Sin embargo, en la primavera de ese
año, como antes hemos adelantado, se quedó embarazada. Y, durante toda la
gestación María Antonieta solo se preocupó del bienestar del bebé que llevaba
dentro, algo que le reprocharon desde Austria sus familiares, que, como hemos visto,
deseaban que los favoreciera ante el rey francés. El 19 de diciembre de ese
año, María Antonieta dio a luz. Y lo hizo delante de la corte. Cómo debía de
ser aquello: estar con contracciones y con las miradas de todos puestas en ti. Durante
el parto hubo complicaciones y la reina perdió el conocimiento. Cuando despertó
le dijeron que había tenido una niña, a la que se bautizó con el nombre de
María Teresa, conocida como madame Royale, y que pasaría a la historia como la
huérfana del Temple, la única persona de la familia real que salió viva de
aquella cárcel. Por cierto, fue en este mismo año de 1778 cuando Fersen regresó
a Francia. Seguro que recordáis al atractivo sueco al que había conocido en un
baile cuatro años atrás, ¿verdad? Nada más llegar a París, el joven se presentó
en Versalles, y allí fue muy bien recibido por María Antonieta. La joven, que
era incapaz de disimular sus aversiones y sus preferencias, dejó muy claro ante
la corte que Fersen contaba con su afecto. Según cuenta Zweig en su biografía,
en una ocasión, sentada al piano y mientras cantaba el 'Lamento de Dido', al
llegar a las palabras “Ah, que je fus bien inspirée, quand je vous reçus dans
ma cour” (“Ah, qué bien hice al recibiros en mi corte”), miró al sueco. Sin
embargo, parece que este caballero siempre hizo alarde de prudencia, ya que,
pese a la amistad que mantenía con la reina, un año después de su regreso
decidió poner distancia entre ambos; muchos creen que para no comprometer la
reputación de su amiga. Se alistó para marcharse con el ejército a
Norteamérica, como ayudante del militar y aristócrata francés Lafayette, que
luchó como general por las Trece Colonias en su Guerra de Independencia contra
Inglaterra. El embajador sueco del momento le explicó a su rey, Gustavo III, la
delicada situación entre Fersen y María Antonieta con las siguientes palabras:
“El joven conde Fersen ha mantenido en este asunto una actitud ejemplar por su
modestia, su contención y, sobre todo, porque ha decidido marcharse a América.
Con su partida, ha eliminado todos los peligros; sin duda resistir tal
tentación exigía una resolución mayor de la que cabe suponer a su edad. Durante
los últimos días, la reina no podía apartar los ojos de él, y cuando le miraba estaban
llenos de lágrimas. Ruego a Vuestra Majestad que guarde este secreto únicamente
para sí mismo y para el senador Fersen”, es decir, el padre del muchacho. Una
vez restaurado el pequeño palacio que le había regalado su marido en Versalles,
el Petit Trianon –por su nombre en francés–, María Antonieta se instaló allí
para llevar una vida más privada, algo que escandalizó a la corte. En este
lugar recibía a sus amistades más personales, como la carismática Yolande
Martine Gabrielle de Polastron, por entonces condesa de Polignac y considerada
una de las mujeres más bellas de la sociedad prerrevolucionaria. El iris de sus
ojos, por cierto, era de color violeta, como el de la legendaria actriz
Elizabeth Taylor. También se suele decir de la francesa que era una persona
calculadora y egoísta. Los rumores le atribuyeron a la reina un romance con
ella. Desde luego María Antonieta favorecía de manera evidente a Gabrielle, que
procedía de un linaje antiguo de aristócratas franceses, y también a los suyos
liquidando muchas de sus deudas y concediéndoles altos cargos y privilegios que
les hicieron ganar peso en Versalles. Y eso, teniendo en cuenta que lo que la
corte necesitaba era precisamente recortar gastos, se vio con muy malos ojos.
Las críticas en este sentido se exacerbaron aún más cuando en octubre de 1780
el conde de Polignac recibió el título de duque y su esposa Gabrielle, la amiga
de María Antonieta, además de convertirse en duquesa obtuvo el privilegio del
taburete. ¿En qué consistía ese privilegio? El taburete estaba reservado a muy
pocas personas de la alta nobleza que tenían el derecho de sentarse junto a los
monarcas. María Antonieta hizo que la duquesa se instalara en Versalles, para
tenerla cerca, y allí esta mujer forjó una amistad con el conde de Artois, que
también formó parte del círculo de íntimos de María Antonieta. Si la ya duquesa
de Polignac caía muy mal en la corte francesa, incluyendo al consejero político
de la reina, el conde de Mercy, tampoco es que en la de Viena, por influencia del
propio Mercy, le tuvieran ninguna simpatía. María Teresa temía que esta familia
fuera una mala influencia para su hija. Intentó hacérselo ver, esta vez de
buenas maneras, pero María Antonieta le aseguró a su madre que los Polignac no
ejercían ninguna influencia sobre ella. Sin embargo, aquella amistad sí afectó
a su imagen frente al pueblo: en miles de panfletos que se distribuyeron por
las calles se atribuía una relación lésbica a la reina y la duquesa. A finales
de noviembre de ese mismo año de 1780 la madre de María Antonieta falleció. Al
parecer, la reina de Francia perdió el conocimiento tras enterarse de la
noticia, y su esposo la apoyó mucho en esos instantes. Ese acercamiento entre
ambos provocó que pocos meses después se confirmara el segundo embarazo de
María Antonieta, que dio a luz el 22 de octubre de 1781 al esperado delfín, el
heredero al trono: Luis José de Francia. Ahora María Antonieta ya podía ser
considerada, de todas todas, reina; ya que era la madre del heredero. Sin
embargo, hubo quien llegó a cuestionar la paternidad del niño; de nuevo a
través de panfletos. Un ataque a su reputación que se sumaba al que meses antes
había recibido, también a través de folletos, acusándola de pasar mucho dinero
del tesoro real francés a su hermano, el emperador José II. En 1782, a finales
de verano, se produjo la bancarrota de Rohan-Guéméné, de manera que la esposa
de este, la princesa de Guéméné, que era la institutriz del heredero al trono, tuvo
que dejar su puesto debido al escándalo. ¿Y quién pasó a ocupar ese puesto? La
mejor amiga de la reina: la duquesa de Polignac. Así que imaginaos: si antes ya
había rumores de la relación entre ellas, las habladurías se volvieron aún más
insistentes, ya que además en la corte se consideraba que Gabrielle era una
advenediza que no estaba a la altura de ocupar cargo tan distinguido como el de
institutriz del delfín. Aparte, según el criterio de los cortesanos y del
pueblo, la reina no dejaba de dar más y más motivos para hablar de ella. Como
cuando se le ocurrió construir en Versalles, junto a su Petit Trianon, una
pequeña aldea formada por doce casas, levantadas en forma de media luna
alrededor de un lago artificial. Al proyecto lo llamó Le Hameau, es decir, “la
aldea”. Aquellas cabañas con exteriores rústicos en su interior escondían
estancias que contaban con ricos muebles donde la reina recibía a invitados,
pero también había una granja, con caballos, cerdos, ovejas y gallinas, un
granero, una quesería que funcionaba de verdad, una cabaña de pescadores... Las
voces críticas, que eran muchas, consideraron que aquellas obras, que dieron
comienzo en 1783 y se prolongaron tres años, eran un nuevo ejemplo de
despilfarro para que la reina y sus amiguitos pudieran jugar a ser granjeros
–por cierto, la duquesa de Polignac contaba con su propia cabaña en esta
aldea–. Se supone que lo que la austriaca buscaba con aquel lugar era, además
de celebrar reuniones y pasear, convertirlo en un entorno que formara parte de
la educación de sus hijos. Cuando la Revolución francesa, unos años después,
hizo caer a la monarquía, este lugar no tardó en deteriorarse, porque lo habían
edificado sin pensar en su conservación a largo plazo. Sin embargo, Napoleón
Bonaparte hizo que lo restauraran entre 1810 y 1812; eso sí, al hacerlo se
llevaron por delante el granero y la lechería, que eran las construcciones más
deterioradas. Y si hoy podemos hacer una visita a esta aldea en el Palacio de
Versalles es gracias a que en los años 30 del siglo XX el millonario John
Rockefeller aportó el dinero necesario para que el lugar no quedara en la
ruina. También a finales del siglo XX, edificios como el molino de agua
volvieron a ser como habían sido en un principio. En cuanto a la granja, fue
reconstruida en 2006 y en la actualidad cuenta con una gran variedad de
animales. Pero regresemos con María Antonieta, a 1783. En el verano de este año
regresó a su vida alguien que sabemos que significaba mucho para ella. ¿Lo
adivináis? Exactamente: el noble sueco, Fersen. Tras desembarcar en Francia con
el cuerpo auxiliar americano, cuatro años después de su partida, acudió
directamente a Versalles. Allí, se cree que por deseo de María Antonieta,
solicitó una plaza en el Estado Mayor de un regimiento francés. El padre de
Fersen, el senador, se extrañó de que su hijo quisiera permanecer en Francia, pero
el joven le ofreció la excusa de que deseaba casarse con la señorita Necker,
hija del famoso y millonario banquero suizo, a la que después se conoció con el
nombre de madame de Staël. Poco después del regreso de Fersen, este, en una
carta, le reconoció a su hermana que en realidad no pretendía casarse: “No
puedo pertenecer a la única a la que querría pertenecer y que me ama. Así que
no quiero pertenecer a nadie”. Según Zweig, en este año de 1783 o los
siguientes “hay que situar con máxima probabilidad el comienzo de la relación
íntima, o más bien intimísima, entre María Antonieta y Fersen”. En cuanto a las
cuestiones políticas, la familia de la reina francesa volvió a ponerla en un
brete. Ahora no era su madre quien le hacía las peticiones, sino su hermano
José II. En esta ocasión, su misión era intentar convencer a Luis XVI de que
interviniera en apoyo de Austria y Rusia –José II se había aliado con Catalina
la Grande– que estaban enzarzadas con el imperio Otomano. En este nuevo
acercamiento a su esposo, volvió a quedarse embarazada, aunque la gestación concluyó
en un aborto espontáneo en noviembre de ese 1783 que dejó muy tocada a María Antonieta
a nivel físico y psicológico durante meses. Un tiempo después, María Antonieta
volvió a quedarse embarazada. Y le pidió al rey que comprara el castillo de
Saint-Cloud. Luis XVI gastó muchísimo dinero en esa adquisición, que destinó a
su esposa como propiedad privada, no como un bien público del Estado. Se
consideró impropio que la reina tuviera un castillo en propiedad. La hostilidad
de los franceses contra ella no hacía sino crecer. El 27 de marzo de 1785 nació
su hijo Luis Carlos, el tercero de la pareja real, que terminaría
convirtiéndose en el futuro delfín tras la muerte de su hermano mayor cuatro años
más tarde. En este 1785, tuvo lugar un incidente con María Antonieta como
protagonista que, según el propio Napoleón, fue “la yesca que prendió la llama
de la Revolución (francesa)”. Ha pasado a los libros de historia con el
novelesco nombre de 'El asunto del collar de la reina'. Atentos, porque
efectivamente es de película. Resulta que el joyero de la corte,
Charles-Auguste Böhmer, llevaba un tiempo queriendo vender a la reina un collar
de diamantes carísimo que había montado tiempo atrás junto a un socio con la
intención de vendérselo a Luis XV; se suponía que el monarca iba a regalárselo a
su amante, madame du Barry. Era una joya impresionante, un collar con 647
diamantes y unos 2.800 quilates. Sin embargo, el rey falleció de viruela antes
de tener ocasión de comprarlo. Así que el joyero intentó venderle la joya a...
María Antonieta. Pero la soberana no lo quiso y le dijo a Böhmer que la corona
francesa tenía “más necesidad de navíos de 74 cañones que de collares”.
Probablemente también pesó en ella a la hora de rechazar la joya saber que en
un primer momento había estado destinada a una persona a la que despreciaba. Y
así quedó la cosa. Hasta que en 1784, la austriaca accedió a comprar aquella
joya única. O eso creyó el joyero, Charles-Auguste Böhmer. Pero, al ver que no
le llegaban los pagos correspondientes por la venta de la joya, en julio de
1785 le envió una nota a la esposa de Luis XVI para preguntarle si le había gustado
el collar y comunicarle que pronto procedería a cobrar el primer plazo. María
Antonieta, que ese día estaba ensayando en el teatro de su Petit Trianon la
representación de una obra de Pierre-Augustin de Beaumarchais, 'El barbero de
Sevilla', arrojó enojada el mensaje al fuego pensando que se trataba de un
error, porque ella no había comprado ese collar. ¿Qué había pasado entonces? No
era ningún malentendido, sino un robo en toda regla perpetrado por una condesa,
Jeanne de Valois-Saint-Rémy, su esposo, Nicolas de la Motte, y uno de los
amantes de ella, un falsificador llamado Rétaux de Villette. Jeanne había
iniciado una relación con el cardenal Louis de Rohan, que había sido embajador en
la corte de Viena y por quien los Habsburgo, la familia de María Antonieta, no
sentían ninguna simpatía porque, según María Teresa, era un tipo “espantoso y
sin moral”. Una opinión que su hija, María Antonieta, compartía y que había
provocado que Rohan no fuera bienvenido en Versalles. De manera que el cardenal
estaba obsesionado por ganarse las simpatías de la reina de Francia, y su nueva
amante, Jeanne, enseguida se percató de ello. La condesa le aseguró a Rohan que
pertenecía al círculo más íntimo de la reina –una vil mentira–, y entonces el
cardenal le suplicó que le concertara una cita con su majestad. La amante
accedió y le organizó una reunión que tuvo lugar en la medianoche del 10 de agosto
de 1784 en los jardines de Versalles. Por supuesto, no fue la reina quien
acudió a aquel encuentro con el cardenal, sino una prostituta llamada Nicole
d'Oliva que iba disfrazada de la reina y se sirvió de un velo y las penumbras
de la noche para engañar al cardenal, que quedó encantado tras aquella 'cita'.
Jeanne de Valois-Saint-Rémy, también conocida como la condesa de La Motte, le
entregó a Rohan una carta que supuestamente le había enviado la reina
–falsificada por su otro amante, el falsificador Rétaux de Villette–. En ella,
María Antonieta le aseguraba al cardenal que entre sus mayores deseos estaba comprar
el collar de diamantes del que hemos hablado antes, pero que, dada la situación
de las arcas reales, la operación no podía realizarse de manera pública, así
que le pedía que él pagara en su nombre al orfebre en cuatro pagos y le hiciera
llegar a Versalles el collar. Por supuesto, el joyero, Böhmer, se alegró
muchísimo de por fin poder colocar aquel collar, y lo hizo a un precio nada
desdeñable de un millón seiscientas mil libras francesas –el 0,5 % del dinero
que el Estado recaudaba en impuestos en todo un año–; en enero se lo hizo
llegar al cardenal. Más tarde, Villette, el amante falsificador de la condesa,
visitó a Rohan como si fuera un enviado de la reina y se llevó la joya. Él
mismo se encargó de desmontarla para que el esposo de Jeanne pudiera venderla
por piezas en Londres. Sin embargo, no tardó en saltar el escándalo, porque el
joyero, al no llegar nunca el primer pago de Rohan –este se encontraba muy
contrariado porque ni una sola vez se había visto a la reina luciendo el
magnífico collar–, envió a María Antonieta la nota que esta quemó. Cuando unas
semanas más tarde, el orfebre se enteró de que la soberana había quemado su
mensaje –se lo reconoció madame Campan, dama de compañía de María Antonieta–, exclamó:
“¡La reina sabe que me debe dinero!”. Madame Campan le preguntó a qué se
refería y a continuación informó a su señora de lo ocurrido. Luis XVI hizo
llamar al cardenal de Rohan a Versalles. Y allí se enteró el religioso de que
había sido estafado por su amante. Intentó explicarse, pero no logró convencer
al rey, que pensó que aquel hombre estaba implicado en la estafa. De manera
que, cardenal o no, lo hizo detener y fue conducido a la Bastilla. Aunque Rohan
no pasó excesivas penalidades durante los nueve meses en que permaneció encerrado,
porque se alojó en unas estancias relativamente cómodas donde podía hasta
recibir visitas –para nada estaba “pudriéndose con los grilletes” puestos, como
aseguró más tarde su abogado–, el pueblo no vio con buenos ojos que el rey
decidiera meter en prisión a un hombre de Dios y consideraron a este una
víctima más de la monarquía absoluta. También acabaron entre rejas la condesa
de La Motte, el falsificador Villette y la prostituta Nicole d'Oliva. El marido
de la organizadora del robo se libró porque estaba en Londres. En cuanto a
María Antonieta, pese a ser solo una víctima más en aquel feo asunto, los enemigos
de la monarquía aprovecharon la ocasión para convertirla en blanco de sus
críticas y difamaciones a través de panfletos y caricaturas. Se usó la historia
del encuentro a medianoche con el cardenal para hacer correr el rumor de que
María Antonieta tenía un affaire con el religioso. Vamos, que en el Asunto del
collar de la reina no solo la pintaron como una despilfarradora, sino también
como una mujer infiel y promiscua. Además con un hombre a quien ni ella ni su
familia austriaca soportaban. El juicio se llevó a cabo de manera pública por
expreso deseo de María Antonieta, pues quería demostrar al pueblo francés que
era inocente de cualquier acusación. Se celebró a finales de mayo de 1786, con
María Antonieta, por cierto, embarazada de la que sería su cuarta hija nacida,
Sofía Beatriz, que llegó a este mundo en julio pero, al ser prematura, falleció
a los pocos meses. ¿Cuál fue el resultado del juicio por el robo del collar? Rohan
fue absuelto de todos los cargos, algo que no gustó demasiado a los reyes
porque, al fin y al cabo, había pretendido reunirse con María Antonieta, a
medianoche, en los jardines de Versalles. Terminó exiliado de la corte. En
cuanto a Nicole d'Oliva, la prostituta que se hizo pasar por la reina, fue
absuelta también. Por contra, se condenó a Villette, el falsificador, que fue
desterrado de Francia y se mudó a Italia, y a Nicolas de La Motte, que fue
condenado a la esclavitud como galeote pero se libró porque no lo habían podido
atrapar. Y nos queda la otra gran protagonista de este turbio caso: la propia
condesa de La Motte. Fue quien se llevó la peor parte de todos los implicados,
ya que la consideraron la organizadora del robo. Fue condenada, torturada
públicamente –la marcaron con la letra uve de 'voleuse', de ladrona– y
encerrada, a cadena perpetua, en la prisión de Salpêtrière. Sin embargo, dos
años después escapó de allí vestida de chico y viajó a Londres, donde en 1789
publicó sus memorias, que tuvieron bastante éxito. Falleció solo dos años
después, tras sufrir una caída desde un balcón mientras intentaba huir de sus
acreedores. Tras lo sucedido con este Asunto del collar de la reina, María
Antonieta fue consciente de que sus súbditos la veían como una despilfarradora,
una mala mujer que además manipulaba a su esposo para favorecer al imperio
austriaco, tan odiado por los franceses, y una adúltera. A partir de ese
momento, intentó moderar su comportamiento: recortó gastos y sus vestidos fueron
más sobrios. Asimismo, aquel incidente la hizo madurar, dejó de ser tan crédula
y se volvió más solitaria, dejando atrás a parte de los integrantes del círculo
de amigos con los que había compartido tantos divertimentos y frivolidades. De
hecho, su relación con la duquesa de Polignac para entonces se había vuelto más
fría; en gran parte también porque María Antonieta sentía un gran desprecio por
el conde de Vaudreuil, con quien su amiga mantenía una cercana amistad, hasta
el punto de que algunas fuentes señalan que ambos eran amantes. La reina
consideraba a Vaudreuil una persona sin ninguna clase; en una ocasión, este
hombre rompió uno de los tacos de billar realizados en marfil de María
Antonieta. Además, los miembros de esta camarilla de los Polignac parecían
apoyar a políticos que la monarca no estimaba en absoluto. A quien sí mantuvo a
su lado María Antonieta fue al discreto Fersen, que no se había mezclado con
aquellas otras amistades. El conde sueco había tenido que viajar de vez en
cuando para acompañar a su rey, Gustavo III, como ayudante, pero a partir de
1785 se había instalado definitivamente en Francia. Iba tres o cuatro veces por
semana al Petit Trianon. Fersen y ella eran muy íntimos, y quizá algunos os
preguntéis si llegaron a ser amantes en el sentido más literal de la palabra.
La respuesta depende de a quién le preguntéis: autores como el poeta y
novelista sueco Verner von Heidenstam, ganador del Premio Nobel de Literatura
en 1916, creen que Fersen “amó apasionadamente a la reina, sin que jamás un
pensamiento carnal ensuciara ese amor, que habría sido digno de los trovadores
y de los caballeros de la mesa redonda. María Antonieta”, sigue explicando von
Heidenstam, “lo amó sin olvidar ni por un segundo sus obligaciones como esposa,
su dignidad como reina”. Sin embargo, el conde de Saint-Priest, ministro de
Luis XVI y testigo de todo lo que sucedía en la corte, tenía la certeza de que
sí eran amantes. La realidad es que no podemos estar totalmente seguros de
ello; sino sacar, cada uno, nuestras propias conclusiones. Como veis nos hemos
acercado a una fecha clave para la monarquía gala y el pueblo galo: 1789, el
inicio de la Revolución francesa. Habíamos comentado que la corona estaba
sumida en una gran crisis de popularidad y económica desde años atrás, una
situación que se fue agravando tanto que, ante la posibilidad real de que las
finanzas reales quebraran, Luis XVI, a través de su ministro de economía, el
arzobispo Loménie de Brienne, acordó en 1788 convocar los Estados Generales de Francia,
una asamblea propia del antiguo régimen compuesta por nobles, clérigos y
plebeyos, el conocido como tercer Estado. Precisamente De Brienne, que era un
aliado de la reina, le recomendó a esta, a quien se culpaba de todo lo malo que
le ocurría a Francia, que recortara sus gastos y los de las personas de su
entorno. Asimismo, María Antonieta se hizo retratar por Vigée le Brun con sus
hijos con el objetivo de que el pueblo, a través de esa pintura, pudiera verla
como la madre de Francia. Ninguna de esas medidas le sirvieron de nada; no
mejoró la imagen de la reina de cara al pueblo, que ya la odiaba y comparaba
con las consideradas peores soberanas de la historia de Francia. Lo que sí
consiguió María Antonieta fue alejar a algunas de las amistades-sanguijuelas que
se habían acercado a ella principalmente por el interés. En los Estados
Generales, inaugurados en mayo de 1789, surgieron voces, incluso entre los nobles,
que abogaban por reducir el poder del monarca; así, por ejemplo, como vimos en
el vídeo sobre Josefina Bonaparte, su entonces todavía marido, Alexandre de
Beauharnais, abogó en estos Estados Generales por que el monarca no tuviera el
mando de los ejércitos. No solo la visión que se tenía de la familia real caía
en picado, también estaba sentenciado su poder efectivo. María Antonieta, que
nunca se había interesado demasiado por los asuntos de gobierno, ahora lo
estaba menos todavía, ya que se encontraba volcada en los cuidados de su hijo
Luis José, que sufría tuberculosis tísica. El niño falleció el 4 de junio de
ese 1789, con solo siete años y su madre al lado de su cama. Aquella pérdida
fue muy dura para la reina, que cayó en un estado depresivo. Ella, al contrario
que su progenitora, siempre había sido muy cariñosa y cercana con sus pequeños.
La muerte de Sofía Beatriz y del delfín fueron muy dolorosas para ella. La
muerte del pequeño prácticamente pasó desapercibida entre el pueblo, algo que
no entendió nuestra protagonista, firme defensora, por educación y mentalidad,
de la monarquía absoluta; pero, claro, en esos momentos el pueblo estaba mucho
más interesado en la gran revolución que se avecinaba, y en la que también
participaron miembros de la aristocracia francesa. Entre estos nobles se
encontraba el primo del monarca, Luis Felipe II, duque de Orleans y nuevo líder
del partido orleanista, la principal oposición a la monarquía absoluta vigente
que representaban Luis XVI y María Antonieta. El duque convirtió su residencia
en París, el Palais Royal, en el centro del terremoto político donde se había
empezado a fraguar el movimiento revolucionario. Luis Felipe II llegó a ser
conocido por los revolucionarios como Philippe Égalité (“Felipe Igualdad”), ya
que creía en la igualdad de todos los hombres. Se le veía como una alternativa
a una revolución sangrienta, pero cuando esta tuvo lugar, él se puso del lado
de los revolucionarios. No le sirvió de mucho: terminaría guillotinado tan solo
cuatro años más tarde, en noviembre del 93. En 1789 el clima de violencia en
las calles había ido aumentando. Los Estados Generales fueron sustituidos por
una Asamblea Nacional y esta había derivado a principios de julio en una
Asamblea Constituyente, aceptada por Luis XVI porque no tenía más remedio. Pero
ninguna cesión iba a impedir el estallido de la Revolución francesa solo unos
días después, el 14 de julio, con el asalto a la Bastilla. Muchos de los nobles
que apoyaban al rey y a la reina, incluidos su hermano pequeño, el conde de
Artois, que llegaría a reinar en Francia como Carlos X entre 1824 y 1830 –fue
el último rey borbón del país galo–, y la duquesa de Polignac, que en los meses
previos al estallido revolucionario había vuelto a acercarse a María Antonieta
para conspirar contra la revolución emergente, decidieron marcharse de Francia.
Sabían que su vida pendía de un hilo. María Antonieta, por su parte, permaneció
al lado de su marido, aunque desde luego el poder de los monarcas ya no era el
mismo. La Asamblea Constituyente que se formó a raíz de la Revolución trajo la
aprobación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y, por
tanto, la abolición de privilegios del alto clero y la aristocracia. Asimismo,
concedió el voto a más de cuatro millones y medio de hombres en posesión de una
pequeña propiedad, además de proponer una Constitución. Defendían que “los
hombres nacen y permanecen libres e iguales en derecho” y que “la libertad
consiste en el poder de hacer todo lo que no perjudica a otros”. En 1790,
concedió mantener al rey su derecho de veto gracias a la intercesión del conde de
Mirabeau, miembro de la Asamblea que combinaba un radicalismo parlamentario con
su apoyo a los monarcas, pero el poder de Luis XVI, como hemos dicho, fue
mermando cada vez más. Los bulos contra la realeza, centrados sobre todo en
María Antonieta, continuaron: la acusaban de haber organizado una orgía con los
guardias de corps, un tipo de tropa de la casa real, y de querer emprender una
sangrienta contrarrevolución. El 5 de octubre de 1789, un gran número de
personas, en su mayoría mujeres, se presentaron en Versalles para reclamar al
rey por la escasez de pan y la falta de derechos. Se les unieron otros miles,
esta vez armados y animados por los revolucionarios. Y, en la mañana del día
siguiente, invadieron las estancias reales y se produjeron muertos entre los
asaltantes y los guardias. Los manifestantes obligaron a la familia real a
trasladarse a París, al palacio de las Tullerías, donde permanecieron bajo la
vigilancia de la guardia nacional y prácticamente todos los lacayos eran espías
de los revolucionarios. Vamos, que se puede decir que estaban casi bajo arresto
domiciliario. María Antonieta se limitaba a cuidar de sus hijos y a cumplir
algunas de sus funciones representativas, y poco más, porque no deseaba
inmiscuirse en asuntos políticos. Se vestía de manera más sencilla. Por
supuesto también se la criticó por ello: la tildaron de persona fría. La
soledad de los monarcas era inmensa, y más aún tras la muerte de Mirabeau en
abril de 1791, de modo que solo dos meses después, en la noche del 20 de junio,
Luis XVI y María Antonieta y sus hijos huyeron de las Tullerías, acompañados
además por la hermana pequeña del rey, madame Isabel. En el plan de fuga había
participado el inseparable amigo de la reina: el sueco Fersen, que, para organizarlo,
habló con la austriaca sobre todos los detalles. La familia real intentó llegar
a los Países Bajos austríacos, pero fueron identificados y detenidos en
Varennes, y llevados de regreso a París. Pese a que se disfrazaron para no ser
reconocidos, cometieron numerosos errores, muchos de ellos debido al protocolo
y la etiqueta. El primero fue viajar en el mismo coche el rey y la reina, sus
dos hijos y madame Isabel –vamos, tal como se los conocía en los numerosos
cuadros que se les habían hecho–. Y los acompañaban otras nueve personas,
incluido el propio Fersen, al mano de la operación. Sin embargo, este tuvo que
separarse de ellos, se cree que por orden del rey, muy pronto, a la altura de
Bondy. Se supone que volverían a reunirse tras cruzar la frontera. El séquito
continuó su camino; era pequeño, pero demasiado grande como para pasar
desapercibidos. Por no hablar de los caros baúles llenos de ropajes reales con
los que viajaban. Todo ello además, ralentizó el viaje. Y encima el coche en el
que viajaba la familia era un suntuoso coche nuevo enorme y muy cómodo, que por
supuesto también llamaba la atención. Un poco más y adornan las puertas con la
flor de lis; pero no, a eso no llegaron. No hizo falta. Los habían ido
reconociendo por el camino; los detuvieron de manera definitiva en la localidad
de Varennes, donde el pueblo ayudó a retenerlos para que no pudieran escapar, y
los hicieron regresar a París bajo vigilancia militar. Aquel intento de fuga
fue determinante para que el titubeante rey, que no era desde luego el
prototipo de monarca absoluto, terminara de perder cualquier tipo de
legitimidad ante el pueblo francés. Podría haber decidido combatir la
Revolución abiertamente o sucumbir ante ella y abogar claramente por una
monarquía constitucional, pero optó por el camino de la huida, y los franceses
no se lo perdonaron. El escándalo fue notorio. A mediados de septiembre de ese
1791, Luis XVI se vio obligado a ratificar la primera constitución francesa.
Esto hizo que los realistas que habían emigrado –entre ellos los dos hermanos
que después llegarían a reinar en Francia: el conde de Provenza, futuro Luis
XVIII, y el conde de Artois, futuro Carlos X–, y que desde las fronteras de
Francia podían permitirse el lujo de envalentonarse, miraran con malos ojos a
los monarcas, como si se hubieran vendido al enemigo; porque efectivamente, la
monarquía tenía que jugar a un doble juego doloroso para ellos. “Yo misma”,
escribió María Antonieta al respecto, “no sé qué actitud y qué tono adoptar. El
mundo entero me acusa de fingimiento, de falsedad, y nadie puede creer –y con
razón– que mi hermano (Leopoldo II del Sacro Imperio Romano Germánico, que
había sucedido a José II a la muerte de este) tiene tan poco interés por la
terrible situación de su hermana que la expone de forma incesante al peligro
sin decirle una sola palabra”. ¿Y cómo veían las gentes del pueblo francés a la
familia real? Pues con muchísima desconfianza, y la mayoría con ánimos
revanchistas, ya que entendían que Luis XVI conspiraba contra la Revolución y
representaba una amenaza para la igualdad que propugnaban. Al año siguiente, la
Asamblea Legislativa, que había sustituido a la Constituyente, obligó al rey a
declarar la guerra a Austria, al sobrino de María Antonieta Francisco II,
heredero del recientemente fallecido Leopoldo II. El conflicto bélico dio
comienzo en abril de 1792. Los revolucionarios radicales, con los girondinos a
la cabeza, querían quitarse de encima la monarquía, así que propugnaron la
aprobación de un decreto que estipulara la deportación de aquellos miembros del
clero que se negaran a jurar la Constitución y fueran denunciados como
contrarrevolucionarios. Su intención era empujar al monarca, que era católico,
a usar su derecho constitucional de veto. Y así fue: Luis XVI interpuso el veto
ante lo que él consideraba una franca injusticia y destituyó a los tres
ministros girondinos que le instaron en una carta abierta a firmar el decreto.
Decisiones que pusieron de ejemplo para demostrar cómo el monarca actuaba en
contra del pueblo. El 20 de junio de 1792, una marcha revolucionaria se
presentó en las Tullerías en protesta por aquel veto. Como de costumbre, el rey
no fue claro a la hora de ordenar la defensa del palacio, de manera que las
masas terminaron entrando y, allí, aceptó ponerse el gorro frigio –prenda representante
de los ideales de igualdad, libertad y fraternidad de la revolución– que un
sans-culotte le ofreció. Por cierto, los sansculottes, palabra que significa
literalmente “sin calzones”, eran miembros del Tercer Estado, los menos
acomodados de la sociedad, que llevaban pantalones largos, al contrario que las
clases más pudientes, que llevaban culottes, unos pantalones que llegaban hasta
la rodilla. También llegó la turba a los aposentos de María Antonieta, que se
parapetó tras una mesa y tres filas de guardias nacionales. Tuvo que soportar
no pocos insultos, pero los líderes de aquel movimiento no buscaban actuar de
forma violenta. Intentaban convencer al rey de que reforzara el poder de la
Asamblea Legislativa, defendiera al país frente a los ataques extranjeros,
respetara la Constitución y levantara el veto y llamase de nuevo a los
ministros girondinos destituidos. Muchos piensan que esta fue la última
oportunidad de que dispuso el rey para aceptar una monarquía constitucional.
Pero ni hizo ninguna promesa ni levantó el veto. Napoleón, por cierto, fue
testigo de esta invasión de las Tullerías y se mostró muy crítico con la
actitud dubitativa del monarca. En la biografía que escribió sobre él Alejandro
Dumas –el autor de 'Los tres mosqueteros'–, el escritor explica que el militar
corso sintió vergüenza ajena al ver que el rey se rendía sin más. Napoleón
murmuró un insulto: “¡Coglione, coglione! (…)”. Es decir, “estúpido, estúpido”.
Un amigo que lo acompañaba le preguntó: “¿Qué querías que hiciera?”. Y
Bonaparte respondió: “Debería haber mandado barrer a 400 o 500 con un cañón y
los demás aún seguirían corriendo en desbandada”. Desde el exterior de Francia
vieron aquella intrusión en el palacio como inadmisible, como un insulto a Luis
XVI. Y al poco tiempo se dio a conocer en París el manifiesto de Braunschweig,
según algunas fuentes promovido por la mano del sueco Fersen, con el que se
advertía a los revolucionarios que Federico Guillermo II, rey de Prusia, y
Francisco II, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, entrarían en París
si el palacio de las Tullerías era atacado y exigían la restauración de la
autoridad de Luis XVI. Se cree que el documento provenía de los emigrados
franceses, y no está claro que lo respaldaran Federico Guillermo II y Francisco
II. El manifiesto no sirvió para intimidar a los revolucionarios. De hecho,
esta amenaza militar y política encendió la mecha del asalto al palacio que tuvo
lugar el 10 de agosto de ese 1792, y que supuso la caída definitiva de la
monarquía, de Luis XVI. Ante el inminente ataque, este decidió buscar refugio,
junto a su familia –la reina, sus hijos y la hermana del monarca, Isabel–, sin
presentar batalla. Sin presentar batalla él, porque el asalto se saldó con más
de mil muertos, ya que, en su eterna indecisión, cuando Luis XVI quiso dar
órdenes a sus hombres más fieles –la guardia suiza– de que no repelieran la
invasión, ya era demasiado tarde. Para entonces, él ya se había refugiado en la
Asamblea Legislativa, situada a apenas doscientos pasos del palacio real y en
la que antiguamente había habido una escuela de equitación cubierta. Allí pidió
derecho de asilo y se lo concedieron porque, al fin y al cabo, seguía siendo el
monarca, junto a la Constitución, una de las autoridades del país. Apenas tres
días después, poco les importó eso a los revolucionarios, que ordenaron el traslado
de la familia real a la Torre del Temple; por cierto, que en el itinerario del trayecto
dieron un rodeo para que el monarca pudiera ver, en la place Vendôme, la
estatua de su abuelo, Luis XV, derribada de su pedestal. A los pies del pueblo
parisino, una imagen metafórica de la caída definitiva de la monarquía. El
Temple era un antiguo castillo que había pertenecido a los caballeros
templarios; de ahí su nombre. Curiosamente, en aquel palacio había vivido muy
buenos momentos María Antonieta, cuando en el lugar residía uno de sus cuñados,
el conde de Artois. Pero a ella y al resto de la familia los destinaron no al
palacio, sino a la torre, mucho menos confortable. Allí iban a vivir privados
de libertad, aunque eso sí, lejos de los alzamientos de los ciudadanos más
radicales. Para entonces, casi toda la corte había abandonado a los reyes. Salvo
contadas excepciones como madame Campan, la dama de compañía más cercana a
María Antonieta –que años después escribiría una de las biografías más famosas
de la reina– y su gran amiga, la princesa de Lamballe, que había regresado de
Londres para acompañarla en unos momentos tan complicados. Aquel regreso
terminaría costándole la vida. Campan y Lamballe siguieron a la familia real a
su prisión, pero las autoridades revolucionarias enseguida se llevaron del
Temple a las personas que no pertenecían a la familia real. Si bien Campan
terminaría muriendo muchos años después, debido a una enfermedad, en su cama;
la suerte que corrió la princesa de Lamballe fue muy diferente: la llevaron a
la prisión de La Force y, durante las matanzas de septiembre de ese año, 1792,
tres días y tres noches en los que ejecutaron en las prisiones a dos mil
personas sospechosas de ser antirrevolucionarias, ella fue una de las víctimas.
En un juicio improvisado en el que la princesa de Lamballe aceptó jurar los
principios de libertad e igualdad, pero se negó a jurar su odio al rey y a la
reina, la sentenciaron a muerte. Un grupo de hombres la asesinaron y, una vez
fallecida, le cortaron la cabeza y la ensartaron en una pica para exhibirla por
las calles de París, así como su cuerpo destrozado. ¿Y adónde creéis que, en
ese macabro paseo, llevaron los restos de la aristócrata? A la torre del
Temple, para que la reina pudiera ver el cuerpo sin vida de la que consideraban
que había sido su amante. Según la biografía de Zweig, dos de las personas
arrastraban el cuerpo desnudo por las piernas, otro hombre mantenía en alto las
vísceras de la mujer y otro portaba la pica con la cabeza. Querían “subir con
esos trofeos a la torre para obligar a la reina a besar a su puta”. La mayoría
de los historiadores coinciden en que María Antonieta no llegó a contemplar la
cabeza de su gran amiga porque en ese momento no se encontraba en la habitación
desde la que podía verse la pica, pero sí se enteró de lo sucedido y, de la
impresión, perdió el conocimiento. El 21 de septiembre, pocas semanas después
del asalto a las Tullerías, se abolió la monarquía y se proclamó la Primera
República francesa. A Luis XVI le cambiaron el nombre por el de un ciudadano
normal: Luis Capeto, en referencia a su ancestro Hugo Capeto. Lo juzgaron unos
meses más tarde y lo sentenciaron a morir en la guillotina; por cierto su
propio primo, el duque de Orleans, Felipe Igualdad, fue uno de los diputados de
la Convención, institución principal de esta Primera República Francesa, que
firmaron a favor de la pena de muerte en el proceso contra el antiguo monarca,
y lo hizo con el siguiente argumento: “Aquellos que han atacado la soberanía
del pueblo merecen la muerte”. Luis XVI fue guillotinado el 21 de enero de
1793, en la actual plaza parisina de la Concordia, ya sabéis, conocida durante
los últimos años del Antiguo Régimen como plaza Luis XV. A su primo, el duque
de Orleans, Felipe Igualdad, le llegó su turno en la guillotina solo nueve meses
después, acusado de traicionar a la revolución. A partir de la muerte de su
esposo, empezaron a llamar a María Antonieta la viuda Capeto, y su hijo Luis
Carlos, el delfín, se convirtió en Luis XVII a ojos de los realistas y de las
monarquías extranjeras. Algunos os preguntaréis qué fue del embajador Mercy. Él
se encontraba en la corte de Viena y allí recibía las presiones constantes de
Fersen para que recordara al emperador que, una vez despojada María Antonieta
de su título de reina, volvía a ser la archiduquesa de Austria, de modo que el
país tenía el deber de reclamar su puesta en libertad. Y sí, todos lamentaban
lo que le estaba sucediendo a la austriaca, pero no movieron un dedo por ella
desde el exterior de Francia. Desde el interior sí se produjeron varios
intentos para liberarla. En febrero, un general fiel a los reyes, Jarjayes,
cuya esposa había sido dama en la corte de María Antonieta, le propuso a esta
un plan de fuga para llevarla a Inglaterra, todo gracias a la mediación de uno
de los guardias del Temple llamado Toulan que, pese a ser un sans-culotte, se
convirtió en un fiel servidor de la exreina, y no por dinero, como hicieron
otros en el Temple, sino porque lamentaba la situación en la que se encontraba
aquella mujer como ser humano. Sin embargo, el plan, que implicaba la
liberación de María Antonieta, sus dos hijos y su cuñada Isabel, fracasó porque
uno de los implicados, un maestro de escuela de apellido Lepître, al final tuvo
miedo y se echó atrás. El plan habría podido funcionar si sacaban solo a María
Antonieta del Temple, y Jarjayes y Toulan intentaron convencerla de llevarlo a
cabo, pero ella se negó a escapar porque no quiso dejar atrás a sus hijos.
Jarjayes cumplió una última misión para la que consideraba su reina: la
austriaca llevaba un anillo con las armas de Fersen y una inscripción que decía
“Tutto a te mi guida” (Todo me lleva hasta ti). Lo presionó contra cera
caliente y lo estampó en un pedazo de papel para que el general se lo hiciera
llegar al noble sueco. Fue su forma de despedirse del que muchos consideran el
gran amor de su vida. Otro intento de fuga orquestado por el barón de Batz, un
rico aristócrata, fracasó igualmente. Porque, además, una espía que había en el
Temple había informado al Ayuntamiento parisino, supervisor del encierro, de
que muchos de los guardias estaban proporcionando ayuda a la exreina, que
perdió así a su más fiel servidor, Toulan. El artífice de que fracasara la
conjura del barón fue un sans-culotte que descubrió el complot y era de los que
no se dejaban comprar, un zapatero llamado Antoine Simon. Poco después de que
se descubriera la conjura del barón de Batz, el 3 de julio de ese 1793, las
autoridades ordenaron que el delfín, Luis Carlos, de ocho años, fuera separado de
su familia a la fuerza –según contó después María Teresa, la hija de María
Antonieta, esta trató de impedirlo, pero la amenazaron con matar al niño,
aunque en el informe oficial no se dice nada de esto y no parece que tuvieran
órdenes de hacer daño al delfín–. Se llevaron al pequeño a una estancia del
Temple, lejos de la Torre donde permanecían su madre, su hermana y su tía, y le
pusieron como educador... ¿A ver si alguno lo adivina? Al zapatero Simon, un
hombre fiel a sus ideales pero sin ningún tipo de formación; apenas sabía
escribir. Está claro que deseaban criar al supuesto delfín como un muchacho más
en aras de la igualdad. El penúltimo retrato que se le hizo a María Antonieta
fue por esta época. En él se la puede ver vestida de luto por la muerte de su
marido y se aprecia la fatiga en su rostro y sus cabellos blancos. Aunque
parece una mujer mayor, en realidad solo tenía treinta y siete años. Diversas
fuentes apuntan a que el autor fue el polaco Alexander Kucharsky, expintor de
la corte que, supuestamente, consiguió entrar en el Temple, no se sabe si quizá
implicado en el intento de fuga de Jarjayes, y ver a la reina; otras versiones
señalan que es de un pintor anónimo. El caso es que se conocen varias réplicas,
incluidas una que hay en Versalles y otra en el museo Carnavalet de París.
Apenas un mes después de apartarla de su hijo, la Convención decidió separar a
la viuda Capeto de su hija y su cuñada para trasladarla a la prisión de la
Conciergerie. El objetivo era presionar a Austria, con quien Francia seguía en
guerra, para negociar, pero no sirvió de nada, porque el emperador austriaco,
Francisco II, no pensaba hacer concesiones para salvar a su tía, pese a ser una
Habsburgo. Y eso que Mercy, alentado por Fersen, intentó presionar, una vez
más, a la corte austriaca. El noble sueco, en una carta a su hermana, le
escribió: “Cuando recuerdo que ella está encerrada en una terrible prisión, me
echo en cara el aire que respiro. Esa idea me rompe el corazón, envenena mi
vida, y siento dolor e ira”. A la Conciergerie, según una leyenda no
confirmada, solo la acompañó un perro, un carlino. Allí encerraron a María
Antonieta en una estancia mucho más lúgubre que las del Temple. No tardó en
ganarse de nuevo las simpatías de algunos de sus vigilantes; por ejemplo de la
criada del carcelero, Rosalie Lamorlière, que se encargó de cuidarla. También
en la Conciergerie, pese a que las medidas de seguridad eran mayores que en su anterior
prisión, hubo un intento de fuga famoso. El caballero de Rougeville, a quien
posteriormente Alejandro Dumas convertiría en el protagonista de su novela 'El
caballero de la Maison Rouge', orquestó un nuevo plan, llamado la Trama de los
claveles, para rescatar a María Antonieta. Se llama así porque cuando el
caballero logró visitar a la reina en la prisión, yendo por supuesto de
incógnito, dejó caer con disimulo, detrás de la estufa de la celda de la
exreina, un clavel que contenía un papelito en el que María Antonieta pudo leer
que le ofrecía su ayuda, su dinero, para poder escapar. Pero los captores a los
que se intentó implicar, pese a su simpatía por la austriaca, terminaron informando
a las autoridades del intento de fuga, de modo que también este terminó en un
nuevo fracaso. Y parece probable que las buenas intenciones del caballero de
Rougeville aceleraran la suerte de la reina. Si hasta entonces se le había
dispensado un trato más o menos bueno, dentro de las circunstancias, le
quitaron todo lo que tenía, incluidos un reloj de oro que era un recuerdo de su
madre y un pequeño medallón con los cabellos de sus hijos. También la cambiaron
de celda, a una con dobles puertas de hierro y una ventana tapiada hasta la
mitad de la reja para enterrarla en vida. Al mismo tiempo, la Revolución
francesa estaba sufriendo una gran presión interna –había en marcha una guerra
civil, la guerra de la Vendée– y externa, con el conflicto bélico con las
monarquías europeas que pretenden contener el movimiento revolucionario. En
este clima de profunda tensión, muchos en la Convención pidieron la cabeza de
la antigua reina. Era el caso del diputado Jacques Nicolas Billaud-Varenne,
quien, en un discurso pronunciado a principios de octubre dijo de ella que era
“la vergüenza de la humanidad y de su sexo”, y que como tal debía pagar su
crimen en el patíbulo. El fiscal Fouquier-Tinville aún tardaría semanas en
presentar una acusación formal contra María Antonieta debido a la falta de
pruebas de que había cometido alta traición, un problema que no llegaría a
resolver. A esa acusación se unió después otra monstruosa, la única que logró
dejar en shock a la austriaca. En un momento os hablaremos de ella. Primero se
la sometió a una serie de interrogatorios en los que no contó con un abogado
defensor. La acusaban de haber derrochado, como una sanguijuela, las finanzas
de Francia; de haber mantenido relaciones políticas con los enemigos
extranjeros de Francia; de haber enviado millones a su familia de Viena, al
emperador, para emplearlos contra el pueblo francés; de haber conspirado contra
la Revolución fuera y dentro de las fronteras francesas manteniendo relaciones y
correspondencia secretas con el enemigo –es decir, los realistas y Austria–; de
haber instigado la guerra civil; de haber influido a su esposo para el famoso
veto al decreto que pretendía la expulsión de aquellos sacerdotes
contrarrevolucionarios; de haber participado en una orgía con los guardias de
corps; y de haber provocado la masacre de patriotas. Le preguntaron a la
austriaca si le había enseñado a Luis XVI “el profundo arte del disimulo” con
el que el monarca había engañado a sus ciudadanos. La respuesta de María
Antonieta fue: “Sí, el pueblo ha sido engañado, cruelmente engañado, pero no
por mi marido ni por mí”, respondió en clara alusión a los líderes
revolucionarios, pero cuidándose mucho de nombrarlos. Ella creía en la
monarquía absoluta, supuestamente respaldada por el mismísimo Dios, por lo que,
en su opinión, los criminales, y los que deberían estar encerrados, eran los
que contravenían los designios del Creador, los revolucionarios. El 14 de
octubre de 1793, tras setenta días encerrada en la Conciergerie, dio comienzo el
juicio contra María Antonieta, que tuvo que comparecer ante el Tribunal
Revolucionario. Allí sí contó con la defensa de un abogado: Claude François
Chauveau-Lagarde. En ese entorno, de nuevo la acusaron de ser como las peores
reinas del pasado: desde Mesalina, tercera esposa del emperador romano Claudio
y célebre por sus continuas infidelidades con nobles, soldados, actores y
gladiadores, hasta la reina franca Fredegunda, conocida como la reina
sangrienta porque supuestamente asesinó a reyes y príncipes para lograr su
objetivo, que era gobernar. Según el escrito de la acusación, María Antonieta
era la responsable de todos los males que había sufrido Francia desde que puso
un pie en el país. Igual que en los interrogatorios, la acusaron de alta
traición. Hoy sabemos que no pocas de las acusaciones eran ciertas –por
ejemplo, María Antonieta había pasado al embajador austriaco los planes
militares que tenía Francia para atacar al imperio y desde luego conspiró
contra la revolución para intentar que su esposo pudiera recuperar su corona–,
pero en el juicio no contaban con pruebas y, durante los dos días que duró, el
fiscal se mostró incapaz de pillarla en contradicciones: en aquellas cuestiones
que podían ser peligrosas para ella, se limitaba a responder que no lo
recordaba. Cuarenta y un testigos lanzaron graves acusaciones contra la
exreina. Y, como hemos adelantado, no se quedó ahí la cosa, porque uno de los
principales críticos de María Antonieta, el político, revolucionario y
periodista francés Jacques-René Hébert, que llevaba años vertiendo todo tipo de
insultos contra María Antonieta en su periódico, 'Le Père Duchesne', presentó
ante el tribunal una acusación adicional, la que más le dolió a María
Antonieta: una declaración firmada del puño de su propio hijo, de solo ocho años,
en la que Luis Carlos acusaba a su madre de haber cometido incesto con él. Las
fuentes promonárquicas suelen señalar que el tutor del niño, el zapatero Simon,
y Hébert, obligaron al niño, por la fuerza, a acusar a su madre de semejante
infamia, pero, conociendo la psicología infantil, parece bastante probable que
aquello no fuera necesario. Al parecer, Simon y su esposa pillaron a Luis
Carlos masturbándose, y cuando le preguntaron quién le había enseñado a
hacerlo, él respondió que su madre y su tía Isabel. La propia María Antonieta
había señalado años atrás sobre el niño lo siguiente: “Es charlatán, gusta de
repetir lo que oye decir y a menudo añade, sin querer mentir, algo que su
imaginación le ha hecho creer. Ese es su mayor defecto”. El delfín se había
adaptado relativamente bien a su nueva vida lejos de su madre; según su
hermana, incluso cantaba a voz en grito las canciones de los revolucionarios,
como 'La marsellesa'. Zweig es de la opinión de que al ser sorprendido por
Simon en un acto prohibido, el pequeño quiso echarle la culpa a otro; y
seguramente su madre y su tía Isabel, que también debieron reprenderlo y
castigarlo por lo mismo, fueron los primeros nombres que se le vinieron a la
boca. Si al acusar a estas, además, el niño vio que evitaba el castigo y que a
los que le rodeaban aquella versión de la historia parecía apasionarlos,
porque, y de eso no era consciente él, servía para refrendar el carácter vil y
pecador de María Antonieta, a la que en los folletos se acusaba de innumerables
vicios sexuales, más aún se mantuvo Luis Carlos en su historia en los distintos
interrogatorios. En el expediente de este asunto, se dice: “La forma en la que
el niño se expresaba nos dio a entender que una vez su madre había llevado a
cabo una aproximación a él que condujo a una copulación, y que de ahí procedía
la inflamación de uno de sus testículos, por la que aún llevaba un vendaje”.
Pero aquella herida que el niño había sufrido mientras aún se encontraba con su
madre, unas semanas antes, se la había hecho jugando con un palo y el cirujano
del Temple lo había atendido. María Antonieta escuchó aquella acusación el
primer día del juicio contra ella. Hasta aquel momento se había mostrado muy
vehemente, pero aquel inesperado cargo contra ella la dejó muda. Cuando se la
instó a contestar, por fin pudo exclamar: “¡Si no he respondido es porque la
propia naturaleza se niega a responder a semejante acusación lanzada contra una
madre! ¡Me dirijo a todas las madres que se encuentran presentes!”. Hizo
enmudecer a todos e incluso algunas voces del pueblo se alzaron en su favor
porque consideraron que aquella acusación era indecente e inhumana. Cuando
Maximilien Robespierre, principal dirigente por aquel entonces de la nueva
república, se enteró de lo que había sucedido, se enfadó sobremanera con Hébert
por haberle otorgado a María Antonieta su “último triunfo público”. El editor
del periódico 'Le Pére Duchesne' terminaría él mismo siendo víctima de la guillotina
solo unos meses después. En la última carta escrita por María Antonieta,
dirigida a su cuñada Isabel y escrita pocas horas antes de subir al patíbulo,
María Antonieta se refería a las acusaciones de incesto de su hijo: “He de
hablarte de algo que hace mucho daño a mi corazón. Sé qué torturas tiene que
haberte causado este niño, pero discúlpale, querida hermana, piensa en su gran
juventud y en lo fácil que es poner en labios de un niño lo que se quiere oír
de ellos, e incluso lo que él mismo no entiende”. El jurado no tuvo en
consideración estas últimas acusaciones, no hacía falta. A las cuatro de la
madrugada del 16 de octubre de 1793, tras una deliberación que no fue tal –la
decisión estaba tomada de antemano por la Convención–, dio su veredicto: María Antonieta,
acérrima enemiga de la Revolución, era culpable. El acusador público pidió la
pena capital y fue aprobada de forma unánime. Tras escuchar la sentencia, María
Antonieta no dijo una sola palabra; el presidente del tribunal le preguntó si
iba a presentar un recurso, y ella se limitó a negar con la cabeza. Cuando
regresó a su celda, pidió tinta y papel para, a la luz de dos velas, poder
escribir su testamento, su última carta, que, como hemos mencionado, dirigió a
madame Isabel. A las siete de la madrugada de aquel 16 de octubre, María
Antonieta se cubrió con un vestido blanco –se le prohibió vestir de luto porque
vestirse de viuda podía agitar al pueblo–. Tres horas después apareció el
verdugo, Charles-Henri Sanson, que le cortó el pelo al nivel de la nuca y le
ató las manos a la espalda. A las once de la mañana salió por las puertas de la
Conciergerie, donde le esperaba el carro de los sentenciados a muerte. Con su
marido, Luis XVI, habían tenido una mayor deferencia: lo habían trasladado el día
de su ejecución subido a su carroza de la corte, protegido por una pared de
cristal. En el caso de María Antonieta, su verdugo, Sanson, incluso llevaba
sujeta en una mano la larga soga que ataba las muñecas de la sentenciada, como
si aquella mujer se estuviera planteando intentar escapar pese a estar rodeada
de guardias. Los líderes revolucionarios contaban con que aquel trayecto de una
hora hasta la plaza de la Revolución, la misma en la que había fallecido su
marido, fuera la última gran humillación para María Antonieta, porque creían
que el pueblo la iba a abuchear e insultar durante el trayecto. Pero el hecho
de que aquella mujer cubierta de canas, de ojos enrojecidos y piel pálida mostrara
dignidad en sus últimos momentos –hasta el propio Hébert escribió al día siguiente
en su 'Père Duchesne': “La ramera se mantuvo audaz y descarada hasta el final”–
acalló muchas voces. Y eso que un actor y militar llamado Guillaume Antoine
Nourry, más conocido como Grammont, lideraba, por orden de Robespierre y
vestido con el uniforme de guardia nacional, el convoy que acompañaba a la
exreina mientras profería insultos contra ella durante todo el viaje para así
azuzar al resto del pueblo. Como Hébert, de quien era seguidor, también
Grammont terminó guillotinado pocos meses después. El último retrato que
conservamos de María Antonieta es este dibujo a la tinta del pintor francés
Jacques-Louis David, montada en la carreta que la llevaba hacia el patíbulo. Una
vez allí, empezó a subir las escaleras del cadalso y, según cuenta la leyenda,
le pisó un pie a su verdugo. “Perdón, señor”, le dijo, “no lo hice a
propósito”. Esas habrían sido sus últimas palabras, aunque algunos
historiadores creen que nunca las pronunció; de hecho, según otras fuentes
habría dicho: “Adiós, hijos míos. Voy a reunirme con vuestro padre”. Lo que sí
sabemos con certeza es que eran las doce y cuarto del mediodía cuando el filo
de la guillotina segó su vida. Sanson tomó la cabeza de la reina y,
mostrándosela al pueblo de París, gritó: “¡Viva la República!”. Tiempo después,
Napoleón Bonaparte diría de este ajusticiamiento: “Una mujer que no tenía más
que honores, sin poder; una princesa extranjera, la más sagrada de las rehenes;
arrastrarla del trono al patíbulo, a través de toda clase de ultrajes... Hay en
esto algo incluso peor que el regicidio”. Los restos de María Antonieta fueron
enterrados en una fosa común en el desaparecido cementerio de la Madeleine,
cerca de su marido, Luis XVI. También en las proximidades estaban enterradas
las 132 víctimas de la estampida de la rue Royale. Como en el caso de otras
personas decapitadas, echaron el ataúd sobre un lecho de cal viva por orden de
la Convención, para evitar además que alguien traficara con las reliquias
reales. La Europa monárquica se puso de luto al conocer la noticia de su
ejecución, y especialmente lo lamentó la reina de Sicilia y Nápoles, María
Carolina, que como sabéis era su hermana favorita. Cuentan que intentó con
todas sus fuerzas olvidar el francés, pero le resultaba demasiado familiar como
para conseguirlo. ¿Y qué pasó con los hijos de María Antonieta y Luis XVI? Tres
meses después de la muerte de la exreina, el considerado Luis XVII por los
monárquicos europeos fue encerrado en una celda, totalmente incomunicado y en
unas condiciones inhumanas que lo hicieron enfermar de gravedad. Ya no estaba
junto al zapatero Simon y su esposa, que se habían marchado del Temple. Falleció
allí el 8 de junio de 1795 con tan solo diez años. Aunque, según cuenta la
leyenda, se supone que, tras sobornar a los guardias y con la connivencia de
líderes revolucionarios como Paul Barras, los realistas consiguieron liberarlo.
Pero es solo una leyenda. A la muerte del niño, lo sucedió como rey 'titular'
de Francia en el exilio su tío, el conde de Provenza, que entonces tenía 39
años. En cuanto a la hija de los reyes, María Teresa, la pusieron en libertad
en diciembre del 95, cuando tenía diecisiete años, gracias a un intercambio de
prisioneros que tuvo lugar entre Francia y Austria, y fue conducida a Viena,
donde se encontró con su primo, el emperador Francisco II. Cuatro años más
tarde contrajo matrimonio con un primo hermano, el duque de Angulema, pero la
hija de María Antonieta no llegó a tener descendencia. Falleció en 1851, a los
72 años de edad. En 1814, tras la primera derrota de Napoleón y el Congreso de
Viena, los Borbones recuperaron el trono de Francia en la persona de Luis XVIII
–saltó el número XVII en honor a su difunto sobrino, muerto en cautividad en el
Temple–. El nuevo monarca se aseguró de ofrecer a su hermano y a su cuñada un
entierro digno. Un abogado y exmagistrado monárquico llamado
Pierre-Louis-Olivier Desclozeaux recordaba dónde habían sido enterrados los
reyes; de hecho, había adquirido el terreno de las tumbas en 1796 y había
plantado setos alrededor, así como un par de sauces llorones. Localizaron los
restos de María Antonieta el 18 de enero de 1815. Lo que quedaba de su cuerpo
eran todo huesos a excepción de su cabeza, que se encontró en un estado de
conservación bastante decente para sorpresa de los presentes, como el poeta Chateaubriand,
que fue testigo de la escena y quedó impresionado al ver el rostro de María
Antonieta. Chateaubriand llegó a escribir: “Entre los huesos reconocí la cabeza
de la reina por la sonrisa que me había dedicado en Versalles”. También
hallaron restos de ropa de la austriaca, como dos ligas bastante bien
conservadas. Encontraron los restos de Luis XVI un día después. De manera que
el 21 de enero de 1815, justo veintidós años después de la ejecución del
monarca, los trasladaron a ambos, en sendos ataúdes y en una solemne procesión,
hasta la cripta de la basílica de Saint-Denis. En la actualidad, decenas de
miles de turistas visitan la tumba de María Antonieta cada año. Sin embargo, en
París hay un lugar mucho menos conocido incluso para los fans de la reina: la
Capilla Expiatoria. Encontraréis este monumento conmemorativo que hizo
construir Luis XVIII en el distrito 8 de la Ciudad de la Luz sobre las que
fueron las primeras tumbas de su hermano y su cuñado tras ser guillotinados. En
el interior, podemos ver dos estatuas de mármol blanco que ordenó esculpir la
hija de ambos, María Teresa, la única superviviente de la prisión del Temple. Una
de las estatuas representa a Luis XVI, sostenido por un ángel; y la otra a
María Antonieta arrodillada ante la Religión. En el pedestal de ella se puede
leer la carta de despedida que envió a madame Isabel y que nunca llegó a su
destinataria porque el carcelero de María Antonieta no se atrevió a cumplir esa
última voluntad de la austriaca. Por cierto, la cuñada murió guillotinada unos
meses después que ella. Como dijimos antes, María Antonieta escribió esta carta
el 16 de octubre, el mismo día de su ejecución, a las cuatro y media de la
madrugada, poco después de conocer que había sido sentenciada a muerte. “Es a
ti, hermana mía, a quien escribo por última vez”, decía en lo que hoy se considera
su testamento. “Acabo de ser condenada, no a una muerte vergonzosa –que es solo
para los criminales–, sino a ir a reunirme de nuevo con tu hermano. Como él soy
inocente, y espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Me
siento tranquila, ya que la conciencia no me hace ningún reproche. Lamento
profundamente abandonar a mis pobres hijos. Ya sabes que solo existí para ellos
y para ti, mi buena y dulce hermana. Tú, que por tu amistad lo has sacrificado
todo para estar con nosotros, ¡en qué situación te dejo! Supe por el alegato
del juicio que mi hija fue separada de ti. Pobre niña, no me atrevo a
escribirle, no recibiría mi carta. Ni siquiera sé si esta te llegará a ti. Que
mis hijos reciban aquí mi bendición para ambos. (...) Que ambos piensen en lo
que nunca he dejado de inspirarles: que los principios y el exacto cumplimiento
de los deberes son la primera base de la vida, que su amistad y su confianza
mutua traerán la felicidad (…) que finalmente ambos sientan que en cualquier
situación en que se encuentren, únicamente serán verdaderamente felices a
través de su unión (...) Que mi hijo nunca olvide las últimas palabras de su
padre que le repito con intención: ¡Ojalá nunca busque vengar nuestra muerte! (…)”.
En su carta, María Antonieta pedía perdón a Dios por todas sus faltas y ella
misma aseguraba perdonar a sus enemigos el daño que le habían hecho. También se
despedía de su familia y amistades. Y aquí, algunos biógrafos, ven una
despedida a su gran amor, Fersen: “He tenido amigos. El pensamiento de que
estoy separada para siempre de ellos, y la conciencia de su dolor, son el mayor
padecimiento que me llevo conmigo a la muerte. Ojalá al menos sepan que pensé
en ellos hasta mi último instante”. El destinatario de esta carta-testamento
terminó siendo no su cuñada, sino todo el pueblo de Francia. ¿Y qué sucedió con
el noble sueco, con Fersen? En los años posteriores, muchas veces se reprochó a
sí mismo su decisión de acatar las órdenes de Luis XVI de abandonar a María
Antonieta aquel 20 de junio de 1791 en que la familia huyó a Varennes, porque
él habría preferido morir despedazado por el pueblo mientras la defendía. Pues
resulta que también un 20 de junio, pero de 1810, a la edad de 54 años, una
turba lo linchó en Estocolmo, con palos y piedras, mientras se encargaba de
escoltar el féretro del heredero al trono de Suecia. Los rumores, difundidos
por sus enemigos, acusaban a Fersen de haber envenenado al difunto ya que
deseaba para sí mismo la corona y así declarar la guerra a Francia y vengarse por
el asesinato de María Antonieta. ¿Y vosotros? ¿Qué opináis de la vida de María
Antonieta?