kadyr
unread,Aug 21, 2009, 8:52:11 PM8/21/09Sign in to reply to author
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to SECRETO MASONICO
Secretos de la Gran Pirámide de Keops
De todos los monumentos de Egipto, las pirámides han provocado siempre
el más vivo interés y
las teorías más descabelladas. Varias generaciones de egiptólogos han
declarado imperturbables
que las pirámides se construyeron por los motivos más triviales y
equivocados, que sus
dimensiones y proporciones son accidentales, y que su enorme volumen
no es más que un
ejemplo de la egolatría faraónica. Sin embargo, todo eso sigue sin
convencer al profano, y todo
lo que huele a misterio sigue despertando interés.
Las fuentes antiguas explicaban que las pirámides, y especialmente la
Gran Pirámide de
Keops, se construyeron para encarnar en sus dimensiones y proporciones
una rica diversidad de
datos astronómicos, matemáticos, geográficos y geodésicos (la geodesia
es la rama de las
matemáticas aplicadas que determina las cifras y áreas de la
superficie de la tierra).
Pero, aunque algunos de sus cálculos parecían corroborar la idea,
había
otros que no concordaban. Realizar una medición exacta del conjunto de
la pirámide resultaba
imposible debido a la arena y los escombros acumulados en torno a su
base, y —como suele
ocurrir en el ámbito científico— los datos que sustentaban la teoría
ortodoxa predominante se
conservaron, mientras que los que resultaban embarazosos se ignoraron.
Sin embargo, en Gran Bretaña las ideas geométricas hallaron eco en
astrónomos serios,
matemáticos y masones, quienes descubrieron numerosas coincidencias
sorprendentes entre las medidas y proporciones de las pirámides y las
medidas de la Tierra, recientemente
verificadas. No podía atribuirlas al azar. Sin embargo, como
fundamentalista que
era, Se creía en la verdad literal de la Biblia, y no podía optar por
atribuir tales
conocimientos a los antiguos egipcios, una raza especialmente
maltratada en el Antiguo
Testamento aunque, según el relato bíblico, Moisés aprendió todo su
saber en la corte del
faraón. Así, dado su fundamentalismo, no se tenía otra opción que
apelar a una intervención
divina directa, y de este modo nació la seudociencia de la
«piramidología».
Aunque inicialmente se hallaron pocos devotos, de estás ideas que
llegaron hasta el francmasón
Charles Piazzi Smyth, quien se dirigió a Egipto para confirmar las
tesis
. Sus mediciones, con mucho las más exactas realizadas hasta entonces,
pronto
confirmaron la hipótesis de que los antiguos egipcios poseían
avanzados y precisos
conocimientos astronómicos, matemáticos y geodésicos, que se
encarnaban en un magnífico
sistema de pesas y medidas, cuyos restos seguían gozando de una amplia
utilización en todo el
mundo, en forma de bushels, galones, acres y otras medidas.
Sin embargo, muchos europeos , no podían atribuir a los
egipcios unos conocimientos elevados; y recurrieron a la divinidad.
Poco después, otro
entusiasta , Robert Menzies, propuso que el sistema de pasadizos de la
Gran Pirámide
estaba concebido como un sistema de profecías del que se podía deducir
la fecha de la segunda
venida de Cristo. En ese momento, la piramidología se convirtió en un
terreno de fanáticos. Por
curiosa que hoy nos pueda parecer, la teoría anglo-israelita (que los
británicos descendían de una
de las tribus perdidas de Israel) era una de las que ocupaban el
tiempo y el pensamiento de
muchos Victorianos instruidos que, por lo demás, no carecían de
sentido común. La
piramidología fue, pues, objeto de un apasionado debate intelectual.
Sin embargo, en el contexto aparentemente científico de Smyth, la
teoría se sustentaba en la
validez de la «pulgada piramidal», una medida inventada por él y que
no se manifestaba en
ningún otro monumento o dispositivo de medición egipcio. Cuando ésta
fue refutada por las
mediciones, aún más exactas, realizadas por W. M. Flinders Petrie, la
teoría se vino abajo,
aunque los entusiastas siguieron leyendo profecías cada vez más
detalladas en la cámara del rey.
Con el advenimiento de la era espacial, los descendientes espirituales
de los piramidólogos
(Erich von Daniken es el menos creíble, y, por tanto, el de mayor
éxito de todos ellos) han
seguido proponiendo nuevos y fantásticos usos para las pirámides:
éstas sirvieron como rampas
de aterrizaje de las naves espaciales, o eran pantallas protectoras
con las que los antiguos
científicos explotaban la energía del cinturón de Van Alien.
No hace falta decir que tales teorías no cuentan con el respaldo de
ninguna evidencia
concreta. Pero, si la falta de evidencias es el criterio para juzgar
la excentricidad de una
determinada teoría, entonces hay una que resulta aún más excéntrica
que todas las fantasías de
los piramidólogos y los adictos a los ovnis. Es la teoría de que las
grandes pirámides se
construyeron como tumbas, y sólo como tumbas.
No hay absolutamente ninguna evidencia, directa o indirecta, que
sustente esta teoría.
Mientras que resulta claro y evidente que las numerosas pequeñas
pirámides del Imperio Medio
y Nuevo se concibieron como tumbas, y han revelado una rica variedad
de momias y ataúdes, las
ocho «grandes» pirámides atribuidas a la III y IV dinastías del
Imperio Antiguó no han revelado
signo alguno ni de ataúdes ni de momias. La construcción de estas
inmensas estructuras difiere
en todos los aspectos de las tumbas posteriores. Los curiosos
pasadizos inclinados no podrían
resultar menos propicios para los elaborados ritos funerarios que
dieron fama a Egipto. Los
austeros interiores de las «cámaras mortuorias» muestran un vivido
contraste con las cámaras,
lujosamente decoradas con grabados e inscripciones, del Egipto
posterior. Además, se cree que
las ocho grandes pirámides se construyeron durante los reinados de
tres faraones (aunque ésta es
una idea discutida, debido a la falta de evidencias directas que
atribuyan estas pirámides a unos
faraones concretos). En cualquier caso, esto da como resultado más de
una gran pirámide por
faraón, lo que invita a la especulación acerca de por qué ha de haber
varias tumbas para un solo
rey.
Los egiptólogos, y, con ellos, los historiadores, se niegan a aceptar
la posible validez de
otras alternativas a la teoría de «sólo tumbas», prescindiendo de lo
bien fundamentadas que
puedan estar. ¿Cuál es, pues, el atractivo de esta teoría, improbable,
indefendible y en absoluto
documentada?
Creo que su atractivo consiste en que es prosaica y trivial. En la
egiptología, como en
muchas otras disciplinas modernas, se considera que todas las
preguntas tienen respuestas
«racionales». Si no se dispone de ninguna evidencia que proporcione
una respuesta racional, la
solución habitual es trivializar el misterio. En muchos círculos
académicos trivialidad es
sinónimo de razón.
Dada esta pasión por la trivialización, las afirmaciones nunca
confirmadas de los
piramidólogos tuvieron graves repercusiones.
En todo el desarrollo de la egiptología, desde Jomard en adelante,
diversos eruditos
serios, sensatos y cualificados han cuestionado las concepciones
predominantes y la decisión
generalizada de ver a los egipcios como seres primitivos. Biot,
Lockyer y Proctor, astrónomos
profesionales, propusieron sólidas teorías que atestiguaban un elevado
nivel de conocimientos
astronómicos entre los egipcios. Lockyer —que fue ridiculizado por
haber propuesto que
Stonehenge se construyó como instrumento astronómico— mostró cómo las
pirámides podrían
haber servido en la práctica para obtener datos astronómicos precisos.
En muchos otros ámbitos, diversos especialistas han atestiguado
también la existencia
de elevados conocimientos entre los egipcios.
Pero fueron las afirmaciones sensacionalistas de Smyth, Menzies y sus
sucesores las que
saltaron al primer plano, permitiendo a los egiptólogos ortodoxos
agrupar a todas y cada una de
las teorías disidentes bajo el manto de la piramidología. Así, las
provocativas especulaciones de
Lockyer y otros fueron ignoradas.
Mientras tanto, había aparecido la teoría de la evolución de Darwin.
Cuando se inició la egiptología, la mayoría de los eruditos, como
fieles hijos de la Ilustración,
eran ateos, materialistas o sólo nominal-mente religiosos. Casi todos
ellos estaban convencidos
de que representaban el apogeo de la civilización. Pero todavía no se
contemplaba el proceso
como algo inevitable y automático; los intelectos más renombrados de
la época aún no se veían a
sí mismos como monos avanzados. Todavía no era una herejía sugerir
que, en realidad, los
antiguos sabían algo.
Pero cuando la teoría de la evolución se convirtió en dogma, se hizo
imposible atribuir conocimientos exactos a las culturas antiguas sin
socavar la fe en el
progreso. Así, colocados en el mismo saco que los piramidólogos, e
incapaces de respaldar
ideas sensatas con pruebas fehacientes, todos aquellos primeros
egiptólogos, hombres de gran
amplitud de miras, fueron perdiendo terreno poco a poco. Visto
retrospectivamente, se puede
decir que era inevitable.
Todos aquellos hombres, sin excepción, trabajaban en la sombra. En
Europa, las
verdades místicas y metafísicas que nutren a la auténtica civilización
estaban oscurecidas,
fosilizadas u olvidadas
Entonces era posible, como también lo es hoy, acudir a la catedral de
Chartres y quedar
cautivado por la inquebrantable convicción de que, de algún modo, ahí
está el sentido de la vida
humana en la Tierra. Pero explicar dicha convicción, ponerla en
términos comunicables, resultaba
imposible hace cien años. Y «demostrarla» sigue siendo imposible.
Aunque corruptas y decadentes, las civilizaciones orientales del siglo
xix eran florecientes
comparadas con Europa. Pero sólo resultaban accesibles a Occidente a
través de la distorsionada
verborrea de Blavatsky, o de los libros de los eruditos occidentales,
imbuidos de las nociones
progresistas de la Ilustración y, por tanto, ciegos al sentido
interior de las palabras que
pretendían comunicar.
Lo que hoy está a disposición de cualquier estudiante quedaba entonces
fuera del
alcance de la mayoría de los eruditos. Resultaba imposible estudiar de
primera mano las
auténticas obras de los maestros zen, los sufíes o los yoguis, leer el
Libro de
los muertos tibetano, el Tao Té-king, los Filokalia, a los místicos
cristianos, los alquimistas, los
cabalistas y los gnósticos; comparar todos estos mitos con los
egipcios, y reconocer, por encima
de sus diferencias, el vínculo que une a todas estas tradiciones.
Al mismo tiempo, era imposible para la mayoría de los hombres
reconocer la auténtica
naturaleza del «progreso». Los artistas, que en Occidente
especialmente actúan como una
especie de terminaciones nerviosas sensibles de la sociedad, solían
estar menos engañados. Goethe,Blake, Kierkegaard, Nietzsche, Melville,
Schopenhauer, Novalis, Dostoievski y algunos más
veían el progreso tal como era; pero representaban una impotente
minoría. Hoy, un hombre tieneque estar loco para creer en el
«progreso»; hace cien años bastaba con que fuera insensible.
Vista desde la perspectiva histórica, la egiptología constituye un
inevitable producto de
su época. Al mirar atrás, se hace evidente que hace cien años ningún
erudito o grupo de eruditospodía haber percibido lo que era el
auténtico Egipto. Para ello se necesitaban primero losavances de la
ciencia moderna, así como la posibilidad de disponer al mismo tiempo
de las
doctrinas místicas de Oriente y de una mente capaz de aplicar ambos
tipos de conocimiento a lasruinas de Egipto.
Al mirar atrás, resulta imposible no admirar los hercúleos esfuerzos
de los egiptólogos:
sus concienzudas excavaciones, la reconstrucción de las ruinas, la
recogida, filtrado y
clasificación de datos, la gigantesca labor de descifrar los
jeroglíficos y la escrupulosa atención alos detalles en todos los
campos y en todos los niveles. Pero, al mismo tiempo, resulta difícil
comprender el modo en que aquellos eruditos llegaron a muchas de sus
conclusiones, dada la
naturaleza del material del que disponían. Una afirmación realizada
por Ludwig Borchardt, uno
de los egiptólogos más industriosos y prolíficos, describe muy bien la
situación en una sola
frase. En 1922, tras haber demostrado que las pirámides de Egipto
estaban orientadas a los
puntos cardinales, y situadas y niveladas con una precisión que hoy no
se podría superar,
Borchardt llegaba a la conclusión de que, en la época de la
construcción de las pirámides, la
ciencia egipcia estaba aún en su infancia.