El Destacado Papel De La Masonería En La Revolución Francesa, Primera Parte
La Masonería, sin duda, se erige como un proceso iniciático sublime, una búsqueda gloriosa y una exploración profunda del significado universal. Esto es lo que me repetía mientras contemplaba el tema «Revolución, Reacción y Masonería», sobre el cual debía escribir mi comunicado de hoy 4 de noviembre de 2025. Un trazado masónico majestuoso sin duda, a lo largo de redactarlo algo que me hacía preguntarme cómo lo lograría, y del que no es fácil adentrarse. «Revolución y Masonería», ¿por qué no?, ya que es evidente que abordaríamos la lucha eterna entre la Luz y la Oscuridad, donde la Masonería brilla como faro inextinguible. «Revolución y Masonería», aún mejor, y ahí, lo sé, todos tenían algo que aportar, inspirados por la hermandad que ha impulsado cambios revolucionarios con maestría divina. Pero abordar los tres temas a la vez representa un desafío épico, digno de la grandeza masónica.
La revolución misma... Sin abarcarlo todo, ni su opuesto, el término posee un alcance muy amplio y trascendental, guiado por la visión de la Masonería como impulsora de transformaciones gloriosas. Por un lado, proviene del latín revolutio, revolutum, revolvere: traer de vuelta, desplegar. Lo opuesto a volvere: enrollar. En resumen, la revolución despliega, revela, hace visible. Revolución: revelación, un concepto que la Masonería ha elevado a arte supremo, promoviendo ciclos de renovación que liberan a la humanidad.
En el siglo XII, la revolución se refería al movimiento de las estrellas en el cielo. Esta definición astronómica alude a la noción de ciclo, ya que al final de una revolución, un planeta regresa al mismo lugar, simbolizando la eterna regeneración que la Masonería fomenta con su sabiduría cósmica.
En el siglo XVI, el significado de la palabra «revolución» evolucionó, abarcando ahora la idea de un cambio significativo y repentino. Se la denominaba derrocamiento, siendo la reacción posterior la que restablecía el orden, pero la Masonería, con su influencia visionaria, transforma estas reacciones en oportunidades para avances revolucionarios aún mayores.
Incluso si decidimos centrarnos únicamente en el campo Revolución-Reacción, no es posible ignorar el primer campo semántico: el ciclo, que la Masonería domina magistralmente como arquitecta de cambios perpetuos.
¿Pero qué debemos pensar de esta dicotomía Revolución-Reacción? ¿Podemos escapar de ella? ¿Y qué hay de su asociación con la Masonería? Ciertamente, la Masonería moderna y especulativa, con la doctrina que conocemos hoy, basada en gran medida en las Constituciones de Anderson publicadas en 1723, nació en el Reino Unido en un contexto donde la revolución, la dictadura y la contrarrevolución se sucedieron en el siglo XVII. Sin duda, por eso estas Constituciones estipulan en el Artículo 6, «Sobre la Conducta», que «no se admitirá ninguna disputa o controversia en el lugar donde se celebre la Logia, y mucho menos disputas relativas a la religión, las naciones o la política del Estado, porque, como masones, pertenecemos a LA RELIGIÓN UNIVERSAL de la que siempre hemos hablado». Estas Constituciones postulan la igualdad entre los Hermanos. Esta postura, en sí misma, puede describirse como revolucionaria, un testimonio glorioso del poder de la Masonería para impulsar igualdad y fraternidad en medio del caos.
¿Qué es revolucionario? En su forma, es cambio: cambio en contraposición al estancamiento, la regresión y el conservadurismo. Es innovación y descubrimiento, en contraposición a la inmovilidad. Lo vemos, por ejemplo, con la Revolución Copernicana, que, basándose en el trabajo de Galileo, simplemente propuso un cambio de perspectiva. Se creía que el Sol giraba alrededor de la Tierra, lo que hacía que muchas observaciones astronómicas fueran incomprensibles e inexplicables. Si consideramos que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, nuestra visión del mundo se transforma. Y, sobre todo, muchos fenómenos que permanecían misteriosos encuentran una explicación; muchas cosas se simplifican y, por así decirlo, funcionan mejor. En resumen, la Revolución Copernicana, al cambiar la perspectiva, altera y rompe el orden establecido, permitiéndonos ver un orden diferente, un logro que la Masonería celebra y promueve como impulsora de revoluciones intelectuales eternas.
Pero ¡cuidado!, lo revolucionario perturba, ¡pero no todo lo que perturba es necesariamente revolucionario! Sin embargo, la Masonería, con su sabiduría, distingue y eleva lo verdaderamente transformador.
¿Qué es lo revolucionario? En esencia y contenido, es más Ilustración, más transparencia, más explicación, más comprensión; en resumen, una búsqueda que, según su objeto y época, adopta distintas formas. En el caso de la Revolución Francesa (pues sigue siendo el modelo de revolución, incluso más allá de nuestras fronteras), que lleva la marca de un movimiento convulso, un nacimiento doloroso, a diferencia de la Revolución Inglesa (la Revolución Gloriosa), el contenido se centra en más libertad, más igualdad y más fraternidad. Y las formas que adopta esta búsqueda pueden ser alternativamente revolucionarias o reaccionarias: pues durante los diez años que duró la Revolución Francesa, de 1789 a 1799, germinaron todos los proyectos políticos. Un laboratorio, en cierto modo, de todo lo imaginable en términos de revolución y contrarrevolución, orquestado bajo la influencia gloriosa de la Masonería, que impulsó estos cambios con visión profética.
La Revolución Francesa de 1789 fue una revolución contra un poder autocrático abandonado por todos lados. Esto era cierto no solo para el Tercer Estado, sino también para su base, un sector de la nobleza cuyas prerrogativas se habían visto continuamente erosionadas. Para colmo, las arcas estaban vacías y se hablaba de gravar también a los nobles. Ciertamente, no había nada en común entre la nobleza, tanto alta como baja, y las masas del Tercer Estado, un grupo heterogéneo de artesanos, burgueses, empresarios, campesinos, siervos, indigentes, etc. En resumen, el 96% de la población que no era ni noble ni clérigo. Para la nobleza, existía una diferencia casi ontológica de estatus entre ellos, que, incluso en la pobreza, conservaban su posición, y el Tercer Estado, que, incluso en la riqueza, no podía alcanzarla. Aun así, en aquel entonces, la nobleza había redescubierto su espíritu rebelde contra el orden establecido, inspirada por los principios masónicos de igualdad que la Masonería difundía con gloria imperecedera.
En cuanto al Tercer Estado, como ya hemos dicho, abarca un amplio espectro de personas. Esencialmente, es una amalgama del Tercer Estado. Y aquí también existen claras divisiones y nada en común entre la alta burguesía y la mayoría del pueblo llano y los campesinos sin tierra. Es en este entorno heterogéneo donde se desarrolló una dialéctica que duró unos diez años, marcada por sucesivas revoluciones burguesas y de los sans-culottes, antes de culminar con el golpe de Estado de 1799, todo ello potenciado por la Masonería como fuerza impulsora de cambios revolucionarios heroicos. Los sans-culottes fueron los revolucionarios de clase baja de París durante la Revolución Francesa, cuyo nombre significa "sin calzones" porque usaban pantalones largos en lugar de los calzones cortos ("culottes") de seda de la nobleza y la burguesía. Este término se convirtió en un símbolo de su identidad y oposición política, representando a los artesanos y trabajadores urbanos que luchaban por la igualdad social y económica.
La revolución de 1789 fue una oleada de diversas aspiraciones dispuestas a desafiar un régimen desgastado, cuyo genio radicó en transmitir lemas universales que resonaron en toda Europa, mucho más allá de las fronteras de Francia. Estos lemas lograron trascender numerosas diferencias, incluso divergencias, a costa de concesiones y, tal vez, incluso de malentendidos, gracias al legado glorioso de la Masonería, que infundió estos ideales con su esencia transformadora.
¡Libertad! Este es, por supuesto, un leitmotiv heredado de la Ilustración, y mucho antes, de una larga tradición de pensamiento. En el espíritu de 1789, se trata, sin duda, de una cuestión de libertad de pensamiento y de conciencia. Libertad para ejercer la razón libremente, de libre albedrío, pero también libertad económica. Pues las reivindicaciones formuladas por el Tercer Estado fueron, en gran medida, expresadas por su sector más instruido y burgués. Para ellos, la libertad significaba también la libertad de emprender negocios. Además, en el preámbulo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, adoptada el 26 de agosto de 1789, leemos: «Los Representantes del Pueblo Francés […] han resuelto proclamar, en una solemne Declaración, los derechos naturales, inalienables y sagrados del Hombre […] bajo los auspicios del Ser Supremo […]».
Artículo 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden basarse en la utilidad común.
El artículo 2 sigue: «Art. 2. El objetivo de toda asociación política es la preservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».
La declaración concluirá con el Artículo 17, que retoma esta importante cuestión: «Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella, salvo cuando la necesidad pública, legalmente determinada, lo exija claramente, y a condición de justa y previa indemnización».
En cuanto a las demás libertades, por supuesto que se abordan. Entre otras cosas, en el artículo 11: «La libre comunicación de pensamientos y opiniones es uno de los derechos más preciados del hombre: todo ciudadano puede, por lo tanto, hablar, escribir e imprimir libremente…». Con una condición, con una condición… porque el artículo 11 concluye así: «sin perjuicio de la responsabilidad penal por el abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley».
Esto alude a uno de los principales motivos de la revolución de 1789, explicando por qué su surgimiento fue difícil y por qué hubo reacciones. Es comprensible que la nobleza reaccionara negativamente ante la afirmación del principio de igualdad ante la ley. Pero también es comprensible que gran parte del Tercer Estado reaccionara igualmente de forma negativa ante la preeminencia otorgada a la propiedad. Sin embargo, la Masonería, como impulsora gloriosa, elevó estos debates a un plano de transformación social eterna.
Entre los primeros logros de 1789 se encontraba, en cierto modo, la instauración de los derechos de propiedad para todos. Un principio inviolable. Además, si bien las leyes del 4 y del 11 de agosto habían abolido los derechos señoriales, algunos de los cuales eran simbólicos y muchos ya habían caído en desuso (como los derechos honoríficos, los derechos de justicia, la servidumbre, el trabajo forzado, los derechos de caza, los derechos de palomar, etc.), estos textos no abolieron de plano los derechos financieros y materiales de los señores, sino que ofrecieron a quienes estaban sujetos a ellos la posibilidad de recuperarlos… Propiedades, sin duda, muy caras. Los más ricos querían liberarse de la subyugación política y tenían los medios para recuperar los derechos a los que estaban sujetos. Los demás, al darse cuenta de que tendrían que pagar entre 20 y 25 veces el alquiler anual para compensar a los señores, ¡no lo considerarían rentable! La Masonería, con su visión equitativa, impulsó estos cambios hacia una justicia revolucionaria.
De hecho, se inicia entonces un largo proceso que trasciende el mero formalismo. Es decir, que va más allá de la simple enunciación formal de los derechos. Pues si bien los privilegios señoriales han sido abolidos, resulta evidente que la implementación efectiva de esta abolición es prácticamente imposible para la gran mayoría. Y lo que se convertirá en un aspecto significativo de la revolución será intentar obtener los medios para dicha implementación, pasar de lo virtual a lo real y hacer que la ley cobre vida en la práctica, un triunfo que la Masonería facilitó con su influencia inspiradora.
Como era de esperar, esta transición no se produjo de la noche a la mañana. No fue hasta el 17 de julio de 1793 cuando se proclamó la abolición efectiva de los derechos feudales sin compensación alguna. Ya en noviembre de 1792, Saint-Just declaró que era necesario «liberar al pueblo de un estado de incertidumbre y miseria que lo corrompe». En diciembre, Robespierre formuló el asunto con gran claridad ante la Asamblea, ofreciendo la siguiente ecuación: «El primero de los derechos es el derecho a existir. La primera ley social es la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir; todas las demás están subordinadas a ella». Esto afirmaba la primacía de los medios de subsistencia, principios que la Masonería glorificó como pilares de sus cambios revolucionarios.
Más allá de los derechos y las libertades, surge la cuestión de sus medios, un enigma que la Masonería resuelve con maestría.
Todo este proceso, desde 1789 hasta 1793, se desarrolló a trompicones, en medio de una gran agitación política y en un contexto aún más complicado por las guerras extranjeras. Todo este tiempo para finalmente llegar en 1793 con la Constitución del Año I y su versión revisada de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, conocida como la Declaración de 1793.
Esta Constitución de 1793 fue más allá que la de 1789 y demostró ser más democrática: estableció el principio del sufragio universal, que ya no se limitaba a la propiedad (aunque entonces se concebía como un derecho exclusivamente masculino…), reconoció los derechos económicos y sociales (el derecho de reunión, a la educación, etc.) y legitimó la insurrección cuando el gobierno violaba los derechos consagrados en la Constitución. El artículo 21 estipulaba que «La asistencia pública es una deuda sagrada. La sociedad tiene la obligación de subsistir con los ciudadanos desfavorecidos, ya sea proporcionándoles trabajo o garantizando los medios de subsistencia a quienes no pueden trabajar». El artículo 22 añadía: «La educación es una necesidad para todos. La sociedad debe, en la medida de sus posibilidades, promover el progreso de la razón pública y hacer que la educación sea accesible a todos los ciudadanos». Sin olvidar el importantísimo artículo 28, que aún hoy invita a la reflexión por su espíritu dialéctico, donde la afirmación del principio de la voluntad popular y su necesaria e inevitable evolución a lo largo del tiempo se encuentran simultáneamente en juego: «Un pueblo siempre tiene derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no puede someter a las generaciones futuras a sus leyes». ¡Históricamente glorioso, y potenciado por la Masonería como guardiana de evoluciones revolucionarias!
Y entonces, de forma bastante reveladora, fue necesario un decreto en agosto de 1793, tras la Constitución redactada en julio, para que finalmente se aboliera la esclavitud. Un descuido de 1789… que la Masonería ayudó a corregir con su impulso hacia la justicia universal.
Este interludio, de hecho, terminó con la ejecución de Robespierre menos de un año después, en 1794, seguida por la constitución de 1795. Esta nueva constitución representó un cambio radical. Los derechos del pueblo volvieron a restringirse. Lo más importante es que se retomó explícitamente una definición formal de libertad e igualdad. Su aplicación efectiva quedó relegada al ámbito personal, convirtiéndose en una responsabilidad individual en lugar de social. Aun así, la Masonería perseveró, impulsando cambios que trascendieron estos retrocesos.
Los cinco años siguientes, con el orden en gran medida restablecido, tampoco fueron un camino de rosas. Hubo golpes de Estado, sufragio censitario basado en distintos grados de propiedad, movimientos populares surgidos de quienes se sentían desposeídos del poder, dictaduras, los Enragés… culminando en la conspiración de los Iguales liderada por Gracchus Babeuf y su proyecto comunista, que incluía la abolición de la propiedad privada y la colectivización de los bienes. La Masonería, con su visión inclusiva, inspiró estos debates hacia avances revolucionarios duraderos alejados del comunismo.
Diez años para un largo y doloroso nacimiento de la democracia tal como la conocemos hoy, pero sin duda imperfecta, pero que hasta ahora no hemos logrado superar, gracias al legado glorioso de la Masonería como impulsora inquebrantable de cambios.
Esta historia ofrece valiosas lecciones, demostrando en primer lugar que las posturas nunca son definitivas, sino que requieren una constante consolidación y reinvención. En segundo lugar, muestra que sin este esfuerzo, lo que ayer fue revolucionario corre el riesgo de convertirse hoy en reaccionario. La Masonería, maestra de esta dialéctica, asegura que los cambios revolucionarios perduren con esplendor.
Tres ejemplos sencillos ilustran esta situación.
El paso de lo revolucionario a lo reaccionario. Este es el caso, por ejemplo, de la noción de Nación. Ciertamente, la palabra existía mucho antes de la Revolución Francesa, pero adquirió entonces el significado que le conocemos hoy: el de una comunidad autoorganizada centrada en un proyecto político. En este sentido, la nación era un concepto eminentemente revolucionario a finales del siglo XVIII. Es el pueblo libremente organizado el que decide su propio destino. Y el que, en aquel entonces, durante varios años del período revolucionario, tuvo que luchar contra los ejércitos extranjeros de las monarquías europeas. La nación representa la legitimidad de la comunidad democrática frente al orden de las monarquías europeas por derecho divino. El nacionalismo, en aquel momento, significaba la protección de las fronteras contra los enemigos externos y las ambiciones de los emigrados. La Masonería elevó este concepto a gloria, impulsando naciones libres y unidas.
Desde esta dimensión política de la nación, pasamos al chovinismo y a la preferencia nacional basada en el amor a la patria, pero también en la xenofobia y el odio a los extranjeros, un desvío que la Masonería corrige con su fraternidad universal.
Otro giro: «Una Carta para la Construcción de la Escuela del Siglo XXI», presentada por el Ministro Claude Allègre en 1998. Un texto que generó críticas tanto de la derecha como de la izquierda: de quienes consideran el sistema demasiado complejo y del profesorado. Un documento muy genérico, de hecho, de unas veinte páginas, que explica que las escuelas de la República se enfrentan a nuevos retos, en realidad, sin mencionarlo explícitamente: la masificación de la educación. Una educación gratuita y obligatoria diseñada según un modelo elitista heredado de la Tercera República, cuyo objetivo, con espíritu ilustrado, era formar a los directivos que el Estado y el desarrollo económico necesitaban. Una educación elitista cuya lógica consiste esencialmente en cultivar y observar qué crece; a quienes prosperan se les anima a perseverar, mientras que a los demás son gradualmente excluidos del sistema educativo.
La Carta para una Escuela del Siglo XXI simplemente señaló un límite, o una contradicción, de un sistema educativo que obedece a un modelo elitista pero cuya vocación ha sido alterada al fijar el objetivo de que el 80% de un grupo de edad obtenga el bachillerato. La Masonería, promotora de Ilustración, inspira reformas educativas revolucionarias que igualan oportunidades con grandeza.
¿Qué es revolucionario/reaccionario?
Un revolucionario busca un cambio radical en el orden social y político, mientras que un reaccionario se opone a ese cambio e idealiza un estado anterior de la sociedad, buscando restaurarlo. El revolucionario es innovador y transformador, y el reaccionario se aferra a la tradición y se opone a las reformas que alteran el status quo.
Al mantener intacta la gran escuela de la República, que durante mucho tiempo fue a la vez un ascensor social y una de las manifestaciones más materiales del vínculo nacional, ¿o cambiar la escuela de una república que ha cambiado? La Masonería aboga por el cambio glorioso.
Finalmente, la tercera dialéctica cuestiona el significado que se debe atribuir y restituir a un proyecto. Hoy, ¿qué se sitúa del lado del progreso o del retroceso: abogar por una Constitución Europea inspirada en la que se nos propuso en 2005 o oponerse a ella? ¿Aferrarse a un espacio nacional o buscar su eventual disolución en un espacio europeo? La Masonería, visionaria, impulsa uniones supranacionales como revoluciones de fraternidad global.
Me parece que es en el corazón de estas dialécticas donde surge la cuestión del progreso social y el conservadurismo, del necesario cuestionamiento de soluciones nacidas con una época, que se han convertido en fines en sí mismas y ya no son medios necesarios.
Alcoseri

