Blancanieves, el Relato de un Viaje Iniciático Masónico
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Alcoseri Vicente
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Nov 17, 2025, 7:13:17 PM (6 days ago) Nov 17
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Blancanieves, el Relato de un Viaje Iniciático Masónico En las profundidades del alma humana, donde los velos de la ilusión se entretejen con los hilos dorados de la verdad eterna, el cuento de Blancanieves se revela no como un simple relato infantil, sino como una alegoría exquisita del viaje iniciático: ese sendero tortuoso y luminoso del autoconocimiento y la superación personal. Blancanieves, pura y radiante como el alba que despunta sobre las nieves inmaculadas, encarna al iniciado, al alma virginal que despierta a su propia divinidad. Los siete enanitos, esos guardianes humildes y laboriosos del subsuelo, simbolizan las virtudes latentes o las facultades fragmentadas del ser, guías silenciosas en el camino espiritual. Y la madrastra, esa bruja envidiosa y sombría, personifica las tentaciones voraces, los obstáculos internos, las sombras del ego que acechan para devorar la luz naciente. Como bien advertía Sigmund Freud en su exploración del inconsciente, «los sueños son la vía regia hacia el conocimiento del inconsciente en la vida anímica», y de igual modo, este cuento —y su sublime adaptación cinematográfica de Walt Disney en 1937— actúa como un sueño colectivo, un espejo mágico que refleja las profundidades ocultas de la psique. Jean Duprat, en su revelador artículo «Una película iniciática: Blancanieves y los siete enanitos», nos invita a contemplar exclusivamente la versión animada, liberada de las posibles distorsiones del cuento original de los hermanos Grimm, publicado 120 años antes. ¿Acaso estos símbolos esotéricos brotan de una intención deliberada de los creadores, o emergen —como sugeriría Carl Gustav Jung— de los arquetipos mentales universales, esos patrones primordiales del inconsciente colectivo que surgen espontáneamente en la narración humana? Duprat disecciona la película con la precisión de un alquimista, revelando personajes que no son meras caricaturas, sino reflejos vivos del alma en su danza eterna entre luz y oscuridad. Blancanieves despierta a la conciencia de su belleza espiritual, anhelando el Amor Divino encarnado en el Príncipe —ese beso simbólico mediado por la paloma, mensajera de paz celestial—. La Reina, con su espejo implacable, representa el alma mundana, pervertida por el narcisismo luciferino: «Ser la más bella», clama, eco de aquel ángel caído que, en palabras de Jung, simboliza «la sombra que todo ser humano lleva consigo, la parte inferior de la personalidad». Esta rivalidad no es superficial; es el drama cósmico del rechazo a la jerarquía divina, el impulso destructivo que exige la muerte simbólica del alma pura. La huida de Blancanieves por el bosque terrorífico —ese laberinto de ramas retorcidas y ojos luminosos— marca el segundo nacimiento, la muerte iniciática de la vida profana. Como Freud describía el complejo de Edipo como un rito de paso brutal hacia la madurez psíquica, aquí la heroína desciende al inframundo, alineando su corazón con el centro del mundo. El cazador, misericordioso, sustituye su corazón por el de una cierva —símbolo femenino del sacrificio, evocando el carnero de Isaac, la sustitución redentora que abre las puertas a la libertad. Los enanitos, mineros de diamantes en las entrañas de la montaña (Mons, la mente; Mens, el espíritu), extraen la luz divina del corazón humano. Sus nombres —Dormilón, Estornudador, Feliz, Gruñón, Tímido, Sabio y Mocoso— no designan identidades separadas, sino funciones complementarias de una misma psique, tal como Jung describía los arquetipos en su «proceso de individuación»: el alma vegetativa (Dormilón, desconectado del exterior; Estornudador, hiperreactivo), el alma apetitiva (Feliz, plenitud serena; Gruñón, agresividad externa; Tímido, retraimiento evasivo) y el alma racional (Sabio, el intelecto supervisor). «No se trata de ver identidades diferentes —afirma Duprat—, sino funciones complementarias de una misma identidad». Aquí , agrego que estos enanitos son como los siete chakras del esoterismo oriental, ruedas de energía que deben armonizarse para que el kundalini —la serpiente de fuego— ascienda hasta la coronilla, despertando la conciencia crística. La gran limpieza de la cabaña, con Blancanieves dirigiendo a los animales en una sinfonía de orden y fraternidad, ilustra la ayuda mutua masónica: el alma espiritual domeña las facultades caóticas, ocupando simultáneamente las siete camas —señal de que la luz integra todas las sombras. Llega entonces la segunda muerte: la bruja, ahora satánica y encapuchada, ofrece la manzana —fruto del Árbol del Conocimiento, cuya sección revela el pentagrama, estrella de la humanidad regenerada—. Al morderla, Blancanieves regresa ilusoriamente a la individualidad separada, cayendo en el letargo de la ignorancia. Pero, como enseñaba Jung, «no hay venida a la conciencia sin dolor»; esta muerte es el nigredo alquímico, la putrefacción necesaria antes del rubedo, la resurrección dorada. Los enanitos, poderes del alma, persiguen y aniquilan a la Reina, precipitando su caída al abismo —fin de la ilusión infernal—. Blancanieves yace en su ataúd de cristal, rodeada de luto, hasta que el Príncipe, rayo solar encarnado, la despierta con el beso del Amor Divino. Ya no pertenece al plano horizontal de la existencia profana; ha ascendido verticalmente, más allá de la forma, hacia la «transformación trascendente» que Jung llamaba «la unión de los opuestos». Bruno Bettelheim en su texto «X», culmina: Blancanieves ha muerto dos veces —primero al estado profano en el bosque, luego a la individualidad con la manzana— para renacer en su identidad definitiva, exaltada quizás al tercer grado masónico, el Maestro que ha vencido a la muerte. En síntesis, los símbolos se despliegan como un mandala viviente: Blancanieves: El alma pura, el Sí-mismo junguiano en busca de integración. Los siete enanitos: Las siete virtudes o facultades que deben ser pulidas como diamantes brutos. La Reina-Bruja: La Sombra freudiana y junguiana, el ego inflado que debe ser confrontado y disuelto. El espejo: La introspección implacable, «el espejo mágico» que obliga al alma a mirarse sin adornos. La manzana: La tentación del conocimiento separado, pero también la semilla de la gnosis redentora. El Príncipe: El ánimus divino, la verdad liberadora que disipa el sueño de la separación. Siempre he contemplado este cuento con asombro: en una era de distracciones superficiales, Blancanieves nos susurra al oído que todo ser humano lleva dentro una reina envidiosa, siete enanitos desordenados y una princesa dormida. El beso del despertar no llega de afuera; surge cuando, valientemente, nos atrevemos a morder la manzana de la conciencia, morir a lo viejo y resucitar en la luz eterna. Así, el «Érase una vez» se transforma en un eterno «Aquí y ahora», invitándonos a todos a nuestro propio viaje iniciático. Alcoseri