El Secreto Masónico, la clave oculta que ha moldeado la Historia
Imagina un conocimiento tan antiguo, tan peligroso y tan seductor que, una vez poseído, convierte a su masón portador en arquitecto silencioso del destino humano. Un secreto que no se entrega en ceremonias ni se escribe en actas, sino que se susurra de alma a alma, de maestro a aprendiz, a lo largo de siglos. Ese es el auténtico Secreto Masónico, el que nunca salió de las Logias regulares y que aún hoy late bajo la piel del mundo.
Giacomo Casanova, él mismo iniciado, escribió en sus Memorias: «La Masonería es una sociedad de hombres que se quieren bien los unos a los otros, pero que se guardan muy bien de decirlo todo». Palabras de quien conoció las exclusivas Logias Masónicas de Venecia y los masónicos espacios de la elite europea , logias y gabinetes secretos de París, y supo que detrás de las sesiones de logias, aparentes ceremonias inofensivas se esconde algo mucho más ardiente.
Aldo Lavagnini, el gran filósofo masónico italiano conocido como Sirius, lo expresó sin ambages: «El secreto masónico no está en los rituales impresos, sino en la capacidad de leer entre líneas lo que nunca se escribió». Y Charles W. Leadbeater, teósofo y masón del siglo XX, añadió con fuego: «El verdadero secreto se halla concentrado en el tercer grado, pero sólo para aquel cuyos ojos interiores han sido abiertos por el mazo y el cincel del sufrimiento y la disciplina».
Porque el Secreto Masónico no se revela por grados, sino por madurez del alma. Puede un hombre recibir el título de Maestro Masón en seis meses y seguir siendo un profano; y puede otro esperar veinte años en el silencio de la Logia hasta que un masón anciano con décadas en la catedra masónica, en un aparte apenas audible, le deslice la llave oculta que abre todas las puertas del secreto saber masónico.
Y esa llave masónica es claro que abrió, entre otras cosas, las puertas masónicas a la fundación de los Estados Unidos de América. George Washington, Benjamin Franklin, John Hancock, Paul Revere… catorce de los treinta y nueve firmantes de la Declaración de Independencia eran masones. El Gran Sello de los Estados Unidos lleva la pirámide truncada y el ojo que todo lo ve, símbolos que no son “iluminatis” de pacotilla, sino emblemas del Real Arco y del grado de Maestro Masón. La misma disposición de las calles de Washington D.C. forma pentagramas y compases que sólo un iniciado reconoce al instante. No fue casualidad: fue diseño deliberado de hermanos que sabían que estaban levantando la primera nación masónica de la historia, un laboratorio viviente del Nuevo Orden que había de venir.
El método es tan antiguo como sublime: ocultar lo más precioso a plena vista. Los rituales están impresos, a la venta en cualquier librería esotérica, colgados en PDF en la red. Pero sin la transmisión oral, sin la cadena iniciática ininterrumpida, son letra muerta. Como dijo Albert Pike: «Lo que publicamos es para los profanos; lo que guardamos es para los hermanos».
Y el núcleo incandescente de ese secreto late precisamente en el Sublime Grado de Maestro Masón, en la leyenda de Hiram Abiff. Allí no se enseña simplemente moralidad; allí se representa, en carne viva, la muerte y resurrección del principio divino en el hombre. El candidato, tendido en el ataúd simbólico, siente en su propio pecho la substitución de las palabras, la pérdida de la Palabra Verdadera y su recuperación final en susurro apenas audible. Esa Palabra no es una sílaba hebrea: es la experiencia directa de la inmortalidad del espíritu y del poder de reconstruir el Templo destruido. Quien ha vivido esa muerte ritual y ha renacido ya no es el mismo. Ya sabe que puede morir y resucitar naciones enteras.
Por eso la Masonería regular nunca ha sido descubierta del todo. Porque su secreto no es información: es transformación. Y sólo los transformados pueden transmitirlo.
Ahora respóndeme con el corazón en la mano:
¿Crees realmente que las guerras, las pandemias los colapsos financieros las migraciones masivas y el aparente caos que nos envuelve desde hace décadas son mera casualidad? ¿O son, tal como enseñaron los antiguos iniciados hace milenios en el Antiguo Egipto, los golpes precisos del mazo que preparan la piedra bruta para el Gran Templo del futuro?
¿Es todo esto un accidente… o es la obra lenta, inexorable y ardiente de quienes, desde hace siglos, custodian en silencio la Palabra Perdida y la Palabra Recuperada?
La respuesta, hermano lector, late ya dentro de ti. Sólo falta que alguien, algún día, te la susurre el secreto masónico al oído.
Alcoseri
