1793/20 - Bifurcación en el final del capitalismo. Respuesta a I. Wallerstein (Etienne Balibar) / ARCHIVO

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Nov 30, 2020, 5:00:45 PM11/30/20
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RGE 1793/20



Bifurcación en el final del capitalismo. Respuesta a I. Wallerstein

Etienne Balibar

Responder a Immanuel Wallerstein, tomando como referencia el texto de las tres conferencias que pronunció en 2016 en el Colegio de Estudios Mundiales bajo el título “La izquierda global: pasado, presente y futuro”, no es hacer un elogio del autor o su retrato intelectual. Es entender una interpelación, relanzar una interrogación, tomarse en serio problemas de interés general a los que, es cierto, el rigor y la amplitud de su pensamiento, largamente contrastado con la prueba de los hechos, le permiten hoy conferir una formulación de una precisión sin igual. Antes de entrar en algunas de las cuestiones que plantea Wallerstein, o que se me plantean leyéndole, quiero pedir permiso para decir algunas palabras sobre nuestra relación intelectual y el significado que sus ideas han adquirido para mí, lo que ha contribuido irreversiblemente a transformar mi concepción de la historia y de la política, así como la manera como se debe tratar hoy la herencia de la teoría marxista. No lo hago solo porque así me resultará más fácil hacer comprender en qué puntos estoy de acuerdo con su perspectiva y sus propuestas, y sobre qué puntos quisiera proponer (y proponerle) formulaciones divergentes, sino también porque creo poder aclarar así el trasfondo de las tesis enunciadas en La Gauche Globale 1/.

Conocí a Immanuel Wallerstein en 1981 (después de haber leído el primer volumen, el único aparecido en esa época, de El moderno sistema mundial, 1974) en Nueva Delhi, con ocasión de un coloquio internacional dedicado a “Clases sociales y grupos de estatus en la economía-mundo capitalista”, que la Maison des Sciences de l’Homme (MSH) organizaba en colaboración con el Fernand Braudel Center de Binghamton y el Social Science Research Council of India. La MSH me había pedido que formase parte de la delegación francesa para representar allí cierto marxismo estructuralista, y yo no quise dejar pasar esta ocasión de confrontarme con uno de los grandes paradigmas de interpretación del materialismo histórico, muy diferente del que yo mismo practicaba, más directamente articulado con el estudio de las formas del imperialismo y de lo que todavía no se llamaba entonces la condición poscolonial. En 1983, cuando nos volvimos a encontrar en París, Wallerstein me planteó la cuestión: ¿cuál es tu preocupación actual? Fue después de las primeras victorias electorales del Frente Nacional, un partido directamente surgido de la extrema-derecha colonialista que había dado el golpe de Argel en 1961 y, más lejanamente, del fascismo francés de los años 30 y 40, y que después ha conocido los éxitos que ya se saben. Yo le respondí: “el racismo”, porque “me parece que el marxismo en su forma clásica, incluyendo la que habíamos querido repensar filosóficamente en torno a Althusser, es incapaz de explicar su origen y sus transformaciones; hay una especie de obstáculo epistemológico cuyas consecuencias políticas son desastrosas”. Cuando por mi parte le planteé la misma pregunta, me respondió: “la etnicidad”. En efecto, era el momento en que en EE UU, por el hecho particular de la importancia creciente de la inmigración latina y de los movimientos de que era portadora, la cuestión de las race relations estaba desplazándose de una problemática de la colour line centrada en las consecuencias de la esclavitud hacia una problemática de las múltiples ethnic relations, con sus dimensiones económicas (trabajo infrapagado como medio para esquivar los acuerdos sindicales) y culturales (no se hablaba entonces de multiculturalismo, aunque se acercaba a esta cuestión). Wallerstein pensaba –con razón– que había que situar estas transformaciones en un marco mundial, y que su teoría de la economía-mundo permitía proponer la explicación.

Sobre la base de este encuentro objetivo, que no podía ser efecto del azar, decidimos organizar un seminario pluridisciplinar, que tuvo lugar en la MSH entre 1985 y 1987, y del que surgió nuestra obra común Raza, nación, clase. Las identidades ambiguas (Balibar y Wallerstein, 1991). En este volumen, mi contribución particular trataba de lo que yo pensaba (y pienso todavía) que era la correlación interna del racismo y del nacionalismo en la época moderna. La de Wallerstein consistía justamente en situar en el marco del sistema-mundo capitalista las formaciones políticas e ideológicas que regulan las contradicciones de manera más o menos funcional (insistiendo en particular en la simetría de los problemas que plantean el racismo y el sexismo como instrumentos de jerarquización y categorización de la población). Cito estos recuerdos y esta colaboración porque conducen directamente a lo que me parece ser la aportación fundamental de Wallerstein a la refundación de la idea del capitalismo heredada de Marx, permitiendo a la vez utilizar sus conceptos fundamentales y desprenderlos de algunos presupuestos ideológicos que, en su origen, parecían indisociables. De forma no restrictiva, citaré tres aspectos de esta aportación.

Me parece importante precisar antes que el esfuerzo de Wallerstein, cuyo sentido voy a resumir aquí a grandes rasgos, manteniéndome tan cerca como sea posible de su propia terminología, es inseparable de un trabajo colectivo más diverso (el estudio de las relaciones de dependencia entre centro y periferia en la economía mundo capitalista), al que están también asociados en su versión inicial los nombres de André Gunder Frank, Terence K. Hopkins, Samir Amin y Giovanni Arrighi. Mi objeto aquí no es trazar la genealogía y las variantes. Asímismo, es importante saber que la referencia marxiana no es ni exclusiva ni siquiera, tal vez, dominante, en el sistema de pensamiento de Wallerstein, que ha mantenido con Braudel una relación de inspiración mutua fundamental. Pero por razones que aparecerán a continuación (y que están inscritas en la orientación de sus conferencias sobre La izquierda global), es la que privilegio aquí 2/.

El capitalismo histórico

El primer aspecto se refiere a la historización del concepto de capitalismo construido por Marx en torno a la forma salarial de la explotación del trabajo y las leyes de acumulación y de distribución del excedente mercantil (plusvalía o plusvalor) resultantes. Ciertamente, Marx no dejó de referirse a la historia (hasta el punto de que su doctrina haya sido designada con el nombre de materialismo histórico) tanto para situar el capitalismo en una sucesión de modos de producción y de formaciones sociales caracterizadas por las diferentes formas que confieren a la explotación del trabajo y a la lucha de clases, como para analizar las transformaciones económicas e institucionales del capitalismo mismo. Pero esta referencia a la historia queda prisionera de un evolucionismo fundamental, cuya columna vertebral es la idea de tendencias que se realizan necesariamente en el curso de la historia del capitalismo y se reproducen, al precio de variaciones más o menos grandes, allí donde se introduce el modo de producción capitalista y se hace dominante. Esta concepción de la necesidad de leyes tendenciales es inseparable de la tesis de que el capitalismo prepara, por medio de la socialización interna de las fuerzas productivas que desarrolla, la transición al socialismo y al comunismo cuya posibilidad, y por tanto promesa, lleva en sí. Al tiempo que conserva los rasgos fundamentales del capitalismo definido como un modo de acumulación indefinida de valor y de exceso de valor, Wallerstein opone a esta representación una crítica radical de la idea de tendencia (en parte sustituida por la de ciclos), y sobre todo la demostración de que las leyes del capitalismo son el resultado de su historia concreta, y no a la inversa. Es lo que llama el capitalismo histórico (1988). El capitalismo histórico no es una invariante transportable en el tiempo y en el espacio, es inseparable de una geografía y de una geopolítica, y su historia expresa precisamente las sucesivas configuraciones. Si el espacio en que se desarrolla el capitalismo no estuviera diferenciado y jerarquizado, no habría historia en el sentido fuerte del término, lo que hace imposible su deducción a partir de un esquema de evolución preexistente. Por eso la historización del concepto de capitalismo es indisociable (lo cual tiene también, evidentemente, una significación política) de una rectificación de la tesis eurocéntrica a la que los marxistas oficiales nunca han conseguido escapar por completo (a pesar de sus discursos sobre el imperialismo, donde la contribución de Wallerstein está más cercana, evidentemente, a la de Rosa Luxemburg). Conviene considerar la colonización como un rasgo originario del capitalismo, que continúa acompañándolo en su historia (y no se reduce por tanto a la acumulación primitiva). Y por consiguiente hay que representarse el capitalismo no como un sistema formal exportado al mundo a partir de un núcleo europeo, sino al contrario, concretamente como un sistema-mundo que se establece de entrada a escala planetaria (a partir de los grandes descubrimientos), y cuyas posibilidades de acumulación refluyen de la periferia hacia el centro en lugar de exportarse del centro hacia la periferia (lo que se exporta del centro hacia la periferia, es la dominación, la violencia). En este sentido, no solo la mundialización no es un fenómeno reciente, sino que forma parte de las características intrínsecas (o sistémicas) del capitalismo.

El segundo aspecto, que profundiza el anterior, se refiere al modo de historicidad del capitalismo, es decir al juego de los grandes factores que engendran sus fluctuaciones y permiten su periodización, no en estadios de evolución, sino en épocas caracterizadas por algunas condiciones del proceso de acumulación y por la identidad de algunos actores históricos, colectivos, que se hacen sus portadores y se esfuerzan por orientarlo en su provecho o, al contrario, por obstaculizarlo. Fundamentalmente, simplificando mucho las cosas por las necesidades de esta introducción, los factores que actúan unos sobre otros para configurar cada época y conferir así al capitalismo su historia singular, refractada localmente, en función del lugar que cada región del mundo ocupa en el todo, son tres: primero la distribución de los diferentes modos de explotación del trabajo (asalariado, esclavo, diferentes modalidades de trabajo dependiente) entre zonas distintas (y sobre todo entre un centro y una periferia) especializadas en modos de producción diferentes, siendo unas intensivas en trabajo y las otras intensivas en capital, de manera que el intercambio entre ellas es fundamentalmente un intercambio desigual, efectuando una redistribución del valor producido en beneficio del centro; en segundo lugar, la fluctuación de las relaciones de fuerzas entre el centro y la periferia, y dentro de cada una de estas zonas; en tercer lugar, la emergencia y el grado de organización, y por tanto de eficacia, de movimientos antisistémicos, de los que los dos principales en los siglos XIX y XX son el movimiento obrero (con o sin su ideología socialista) y el nacionalismo (que pretende la autodeterminación de los pueblos sometidos): localizado el primero principalmente en el centro, y el segundo (al menos como movimiento de oposición) en la periferia. Como se puede ver, un aspecto fundamental de esta problemática es no disociar lo económico y lo político (en todo caso no en el sentido de un esquema de base y de superestructura), sino estudiar en permanencia su reciprocidad y su independencia. Esto se traduce en particular en la articulación de la cuestión de los ciclos de acumulación (por tanto de las fases de crecimiento y de crisis) y de la cuestión de las hegemonías geopolíticas sucesivas y de su contestación o de su derribo.

Finalmente, el tercer aspecto se refiere a la posibilidad de plantear, en este marco, una serie de problemas, de los que dependen las formas tomadas por la política en la historia del capitalismo, para las cuales Wallerstein ha acreditado formulaciones y nociones originales. Voy a mencionarlas sin exhaustividad, en función de mis propios intereses y de la discusión abierta por sus conferencias:

1. Más allá de la cuestión de los movimientos antisistémicos, la idea

de una correlación fundamental, característica del capitalismo histórico, entre la prevalencia de la forma nación como forma de organización de la relación Estado-sociedad (primero en

el centro, después en la periferia) y el hecho de que las luchas entre dominantes y dominados toman la forma de un enfrentamiento entre clases; clase y nación son, las dos, formaciones sociales o formas de agrupación concurrentes y complementarias en el interior del sistema-mundo capitalista (lo que es una diferencia significativa respecto a la manera como el marxismo clásico busca reducir la segunda forma a la primera).

2. La insistencia puesta en la función estratégica de la semiperiferia, de la que no deja de repetir que no constituye simplemente una zona media estadísticamente definida (por ejemplo desde el punto de vista de los niveles de vida o de las relaciones de dependencia), sino la zona políticamente sensible, porque unas veces es la zona de dilución de las revueltas, transformadas en esfuerzos de recuperación económica y social, otras veces en cambio es la zona en que se producen las revoluciones (o convergen los movimientos antisistémicos, incluso se fusionan, como se vio en Rusia en 1917). Las revoluciones, cuyo concepto ha hecho variar, son momentos importantes en la historia del capitalismo tal como escribe Wallerstein.

3. La problemática de la dispersión o reducción a la unidad de las ideologías en el sentido al que se refiere Wallerstein, es decir, los discursos políticos entre los que se escinden las sociedades surgidas de las dos revoluciones concomitantes que cortaron en dos la modernidad en el cambio al siglo XIX: la revolución democrática (en particular la revolución francesa, con su resonancia mundial) y la revolución industrial (origen del predominio imperial de Inglaterra en el siglo XIX). Estas ideologías son el conservadurismo, el liberalismo y el socialismo, que tienen en común partir de la evidencia del cambio social, pero sacan de él conclusiones opuestas. Sobre esta base, Wallerstein ha defendido la tesis a la vez arriesgada y muy esclarecedora de la reducción tendencial de las tres ideologías a la ideología liberal, centrada en la idea de un progreso social indefinido basado en el crecimiento económico, y de un recurso paradójico a la fuerza del Estado para poner en marcha una tendencia que se supone ser la de la sociedad (o de la sociedad civil) misma, de forma autónoma. Ello le lleva a invocar como un síntoma característico de la fase de crisis general o sistémica (desde los años 1979-1980, años de emergencia y de institucionalización del neoliberalismo) el hecho de que los extremos se autonomizan y se polarizan de nuevo. Es importante comprender que el marxismo histórico no es exterior a esta dinámica, lo que quiere decir que ha tendido a rebajarse a sí mismo sobre el liberalismo dominante (se puede interpretar así su sumisión al evolucionismo). Y esto quiere decir también, en un plano más filosófico, que el capitalismo histórico induce como su ideología dominante una determinada concepción de la historia, en la que se refleja su propia historicidad. Sería evidentemente contradictorio intentar interpretar el fin o la crisis del capitalismo como sistema por medio de una concepción de la historia que es interna al capitalismo histórico.

Crisis final o mutación del capitalismo

De este resumen –que espero no haya sido infiel– se habrá comprendido que me adhiero a lo esencial de las tesis que ha desarrollado Wallerstein sobre las características del sistema-mundo capitalista como sistema histórico de larga duración. Pero él saca conclusiones dramáticas y a la vez audaces en cuanto a la fase crítica en la que se encontraría hoy el capitalismo y a las condiciones que se derivan para la acción de una izquierda global. Podría decirse que es la prueba de la verdad –tanto para la validez y la coherencia del esquema histórico de Wallerstein como para nuestra capacidad de coincidir con él en su diagnóstico y sus propuestas–. La cuestión sensible, evidentemente, no es la de saber qué campo se debe escoger en el enfrentamiento entre las dos vías que él describe como las ramas de una bifurcación abierta por la crisis del sistema-mundo capitalista –por lo menos, no es mi problema, porque mi elección ya está hecha–, sino la de saber si esos son los términos en que se debe problematizar la situación actual, en función misma de las premisas que se le han otorgado.

Señalemos como un aspecto nada secundario que el pronóstico (por no decir la profecía) de la entrada del sistema-mundo capitalista en una crisis final, cualitativamente diferente de las precedentes en el sentido de que ya no podría resolverse por la reorganización del sistema a una escala ampliada y bajo una forma más compleja, no tiene nada de nuevo en el discurso de Wallerstein. Forma parte incluso de los axiomas de su teoría, como se puede ver releyendo un gran texto metodológico en el que sistematizó su trabajo en 1974 (1979). Sin embargo, se produjo un cambio hace algunos años, como reflejan las conferencias aquí propuestas. Wallerstein ya no se contentó con anunciar que una crisis semejante se produciría ineluctablemente, aunque en una fecha indeterminada: enunció –basándose naturalmente en síntomas observables e interpretables en este sentido– que ya habíamos entrado en la crisis (1998). En consecuencia, el problema de la acción colectiva destinada a hacer inclinar la evolución histórica en el sentido de una u otra de las salidas (sustitución del capitalismo histórico por una sociedad de explotación más violenta y más jerárquica aún, o al contrario emergencia de una sociedad más igualitaria y más solidaria, que se cuida mucho de llamar socialismo o comunismo, pero que describe como una alternativa a la lógica de la acumulación por la acumulación) ya no se planteaba en el futuro, sino en el presente. Para fijar las ideas, evalúa en unas décadas (“treinta a cuarenta años”, lo que quiere decir una o dos generaciones) el tiempo necesario para la resolución de esta crisis, cuyo carácter caótico y violento no esconde. El argumentario de fondo no ha cambiado, pero la modalidad de su aplicación ya no es la misma, se ha vuelto más urgente. Y como esta urgencia nos interpela, hay que ir al fondo de la explicación tanto sobre los considerandos como sobre las conclusiones.

Por claridad, querría presentar aquí, de entrada, el marco de mis posiciones, antes de explicitarlas y defenderlas. Estoy fundamentalmente de acuerdo con la idea de que hay una mutación del capitalismo ligada a la culminación de la expansión geográfica de la economía-mundo, consecutiva a la descolonización y al final de la guerra fría. De igual manera estoy de acuerdo con la idea de que toda lucha política antisistémica debe situarse hoy día en un horizonte mundial (lo que vale tanto para la derecha como para la izquierda, aunque no implica las mismas obligaciones para una y para otra). Por fin, y sobre todo, estoy de acuerdo con la idea (que me parece fundamental) de que la forma lógica e histórica de la superación del capitalismo (o de la transición hacia otro tipo de sociedad) no es la prolongación de una tendencia de desarrollo más allá de sus límites, o una negación de la negación, sino la de una bifurcación, lo que no tiene en absoluto las mismas implicaciones morales y políticas. Como veremos, esto supone consecuencias importantes, tanto teóricas como prácticas. En cambio, estoy en desacuerdo –o al menos veo grandes dificultades para debatir– con la idea de que la crisis actual es insuperable para el capitalismo, y por otra parte con la idea de que existe hoy día una izquierda mundial (Global Left) a la que se puede atribuir intereses únicos y perspectivas comunes (lo cual, como volveré a tratarlo, parece oponer un pesimismo radical a lo que, pese a su prudencia, sería el optimismo fundamental de Wallerstein). Intentaré argumentar sobre estos dos puntos con seriedad y escrupulosamente para que no se le atribuyan otras posiciones que las suyas propias. Y para acabar, mostraré en qué sentido mis objeciones o desacuerdos no anulan los puntos de acuerdo, sino que solo obligan a abrir una discusión profunda sobre el sentido de la interpelación de Wallerstein, lo que es también una manera de destacar su valor.

El agotamiento de los recursos hegemónicos

Wallerstein escribe:

“El capitalismo histórico alcanzó su crisis estructural debido al crecimiento constante de los tres costes fundamentales de producción: personal, inputs y fiscalidad. En un sistema capitalista, los productores obtienen sus beneficios manteniendo el total de esos costes, tanto como les es posible, por debajo de los precios con los que pueden vender sus productos. Sin embargo, como esos costes aumentan a lo largo del tiempo llegan también a unos niveles que la disposición de los compradores prospectivos a adquirir los bienes no alcanza. En este punto, ya no es posible acumular capital a través de la producción. O sea, la demanda global efectiva empieza a bajar. Esto genera una tensión entre los costes reales crecientes y la demanda efectiva decreciente” (de su primera conferencia).

A esta tesis general sigue un análisis de los tres tipos fundamentales de costes de producción de las mercancías capitalistas (costes salariales internos, costes ambientales externalizados, costes fiscales estatales). Hay que señalar que esta interpretación combina factores que convencionalmente se llamarían económicos (las posibilidades de inversión rentables), y otros que convencionalmente se llamarían políticos (la relación de fuerzas entre los Estados, los capitalistas y los trabajadores en torno a la expansión o desmantelamiento del Estado social). Esto tiene la ventaja de poner a la vista una característica esencial que no ha dejado de profundizarse desde comienzos de los años 70, si no ya desde el final de la Segunda Guerra Mundial: la estrecha imbricación de las estrategias económicas y de las estrategias políticas, que hace depender en forma permanente la regulación del proceso de acumulación de relaciones de fuerzas políticas (entre clases y naciones, y eventualmente de otros actores). Esto no impide que se produzca un efecto de feedback negativo que correlaciona el estancamiento de la inversión (o su retroceso a favor de la especulación) y la congelación de la demanda efectiva. Wallerstein se suma así (aunque sería más justo decir que lo ha precedido) a un debate cada vez más vivo hoy en torno a la cuestión del estancamiento secular, alimentado sobre todo por los trabajos de Robert Gordon (2016). Pero da una interpretación más radical, que consiste en negar que exista hoy una posibilidad de relanzar la acumulación, bien por la vía keynesiana (inversiones de Estado, política social y política monetaria) o por la vía schumpeteriana (innovaciones tecnológicas revolucionarias). Estos puntos son discutidos, pero vale la pena tomar en consideración la tesis pesimista (desde el punto de vista capitalista) porque es la única que informa de la obstinación de las capas dirigentes del capitalismo mundial (las que se reúnen periódicamente en Davos) para emprender otra vía que no sea la de las políticas de austeridad social y la desregulación financiera, a pesar de las advertencias lanzadas desde hace algún tiempo por los organismos de vigilancia de la economía mundial 3/. Al mismo tiempo hace verdad la fórmula, inventada por Margaret Thatcher, que se ha convertido en el mantra del neoliberalismo: “No hay alternativa”. Esta tesis se combina con la otra gran lección sacada por Wallerstein de su estudio de las fluctuaciones por medio de las cuales, en el largo plazo (plurisecular), el sistema capitalista ha construido sus salidas de la crisis: asociando el descubrimiento de nuevos yacimientos de mano de obra asalariada a bajo coste en la periferia (haciendo entrar también nuevas masas de consumidores en lo que Marx llamaba el sector II de la reproducción del capital) con la revolución tecnológica en el centro, donde los empleos manuales se transforman tendencialmente en empleos intelectuales. Con el final del proceso de extensión (y de expansión) geográfica que partió Europa en el siglo XVI, la división del trabajo en la economía-mundo pierde progresivamente su carácter polarizado (o más bien la polarización deja de coincidir en lo esencial con una gran distribución de la población mundial entre dos zonas heterogéneas). Y con la informatización que dirige todas las innovaciones tecnológicas actuales, el progreso técnico deja de proteger indefinidamente a los trabajadores intelectuales contra los efectos de descualificación y de desempleo que, hasta ahora, estaban esencialmente reservados a los trabajadores manuales. Esta transformación geoeconómica viene sobredeterminada por el declive de EE UU como potencia capitalista absolutamente dominante y región de concentración de los beneficios y de las inversiones punta que empujan el crecimiento. La tesis de Wallerstein es sencillamente que no se puede imaginar una redistribución de estas funciones entre varios centros cooperando unos con otros: sin duda, siempre hay concurrencia por la posición dominante, de ahí la alternancia de periodos de hegemonía sin compartir y periodos en que se enfrentan potencias rivales; pero fundamentalmente el monopolio es una condición del beneficio en una economía-mundo estratificada, incluso, y sobre todo, si tiene por institución principal el mercado, y el declive de esta función es también un factor de perpetuación de la crisis.

En este punto preciso se plantea una de las objeciones más naturales para un lector de Wallerstein siguiendo su propia lógica: ¿qué impide pensar en un relevo de la hegemonía americana en su doble función política y económica, incluso al precio de una confrontación que podría volverse violenta, por la emergente potencia china en el siglo XXI? Wallerstein no ignora esta posible objeción, pero argumenta, por una parte, sobre la imposibilidad para China de mantener indefinidamente tipos de crecimiento desproporcionados con respecto al resto del mundo, y, por otra parte, sobre el hecho de que el ascenso de China como potencia industrial no cambia nada en el agotamiento potencial de las nuevas zonas a poner en explotación en el mundo 4/.

Me parece que estas propuestas y los análisis que subyacen en ellas plantean un problema ineludible, ya se acepte o no leerlas como demostración del hecho de que el momento anunciado por la teoría (una crisis general o final del capitalismo, coincidente con el agotamiento de sus capacidades de vuelta al equilibrio) es efectivamente (es decir empíricamente) el que nosotros vivimos. Pues atraen nuestra atención sobre el hecho de que un umbral histórico ha sido franqueado en la historia del capitalismo durante la segunda mitad del siglo XX, cuyos efectos sobre nuestra vida cotidiana comenzamos ahora a registrar y que, de manera altamente incierta, probablemente también violenta, anuncia todavía otros cambios fundamentales (que se pueden llamar, con Wallerstein, estructurales). El índice más significativo, tal vez, en su perspectiva es el hecho de que la forma de los ciclos de crecimiento y de estancamiento (fases A y B de Kondratieff) está ya duraderamente desequilibrada: porque estos ciclos expresan justamente la capacidad del sistema de encontrar un equilibrio dinámico a partir de los obstáculos que él mismo genera.

Se comprende por qué, en estas condiciones, me adhiero también a la tesis que es el leitmotiv de las conferencias de Wallerstein: la idea de que toda política antisistémica, o que pretenda una ruptura con la lógica de acumulación indefinida del capitalismo, no puede ser concebida y organizada más que como una lucha mundial, a la escala de la propia economía-mundo y siguiendo las formas de solidaridad y de complejidad (o de diversidad) que ella prescribe. No se trata de una simple afirmación internacionalista de principio (aunque tal afirmación no sea secundaria, ni desde el punto de vista moral ni desde el punto de vista estratégico), sino de tener en cuenta en la definición misma de lo que se llama una política de izquierda, y que sea verdaderamente de izquierda en la coyuntura actual, dos problemas que, además, no se solapan exactamente.

El primero se refiere a la nueva forma bajo la que se efectúa la concentración, la organización y la legitimación del poder de clase en el capitalismo de hoy. La difusión (incluso en el seno de formaciones oficialmente de izquierda) del discurso neoliberal es incontestablemente uno de los síntomas. Refiriéndose de forma repetida a lo que denomina el espíritu de Davos y, ante todo, a las instituciones y actividades que lo concretan, Wallerstein da otra indicación fundamental: los Estados-nación no desaparecen de la escena política actual, pero su importancia y su autonomía son completamente redefinidas, son incorporados a una gobernanza más compleja. Les hace falta no menos, sino más coordinación en el seno de estructuras nuevas en las que los gobiernos se encuentren en igualdad no solo con instituciones internacionales, sino también con sociedades multinacionales que tienen un peso económico y político igual o superior a algunos de ellos. El resultado es una centralización conflictiva, que puede hacer pensar en lo que algunos marxistas en el pasado habían llamado un ultra-imperialismo, pero comporta una redistribución completamente original de las instancias de decisión a la que es indispensable encontrar una respuesta, sin la cual ningún cambio tendrá lugar. Es lo que Wallerstein denomina alegóricamente el espíritu de Porto Alegre, y comprendo muy bien que para él no se trata de un nuevo Komintern, sino de una convergencia a encontrar y de un problema a resolver por aquellos mismos que están sometidos al capitalismo mundializado. Estoy completamente de acuerdo con esta tesis, que nos lleva al segundo problema.

Por razones históricas muy profundas (a las que aludía antes recordando que las clases y las naciones son los sujetos colectivos pertinentes del capitalismo histórico, cuya jerarquía tiene tendencia a invertirse cuando se pasa del centro a la periferia y a la inversa), las resistencias y las alternativas al capitalismo (incluso en la tradición marxista) han tenido tendencia a oscilar entre dos polos ideológicos o dos discursos (a veces reformistas, a veces revolucionarios): el de las luchas de clases y del movimiento obrero, con sus estrategias alternativas, que (al menos en Europa) tiene tendencia a monopolizar la etiqueta anticapitalista, y el de las luchas antiimperialistas de liberación nacional y, más en general, de resistencia al colonialismo y al neocolonialismo. Se puede discutir largo y tendido para saber hasta qué punto estos dos discursos son separables o incluso antagónicos. Lo que aquí nos importa es el hecho de que la emergencia a primer plano (en la segunda mitad del siglo XX) de las luchas antiimperialistas (verdadera revolución en la revolución) ha modificado radicalmente nuestra comprensión de la naturaleza y de los objetivos de lucha contra el sistema capitalista, y por tanto de este mismo sistema. Por muchas de sus consideraciones, la obra de Wallerstein es una consecuencia y una expresión porque la dominación del centro sobre la periferia solo podía ser bien percibida desde la periferia, como él mismo explica. Por eso es justo hablar de espíritu de Porto Alegre y no de espíritu de Occupy Wall Street… No obstante, hay que añadir inmediatamente que no estamos ya en la época del tercermundismo, aunque agentes muy diferentes entre sí (incluyendo a China, que está pasando a convertirse en la primera potencia capitalista mundial) continúan reclamándose de ello por los beneficios ideológicos que pueden sacar. La mundialización neoliberal ha redistribuido y redistribuye cada vez más los centros de acumulación y de poder, y de la misma manera modifica y redistribuye las modalidades de resistencia, las formas de subjetivación colectiva, y desplaza las líneas de conflicto. Clase y nación no pueden ya polarizar la multiplicidad de los movimientos antisistémicos al igual que durante los siglos XIX y XX, sin olvidar la aparición de movimientos de otra naturaleza, mal unificados pero potencialmente mundializados, como el movimiento ecológico y el de los pueblos indígenas que defienden indisociablemente territorios y culturas, y sobre todo el movimiento feminista, gran reprimido de las luchas de clases y de las luchas nacionales clásicas, cuya presencia sobredetermina en adelante toda lucha social o política. Una vez más, por consiguiente, es justo (y crucial) definir el espacio público en el cual todas las luchas que, de una manera u otra, se enfrentan al capitalismo y a las formas de dominación concentradas en su seno, como un espacio mundial; aunque, evidentemente, en este espacio no se produce más que una convergencia espontánea, ya que es más bien el lugar de desarrollo de las diferencias y de las divergencias que sirven a la perpetuación del sistema (aunque la perpetuación de un sistema en crisis es una carrera hacia el abismo). También en este punto mi acuerdo con Wallerstein es total: una alternativa (o si se prefiere, una izquierda) que no sea mundial no sería una alternativa…

*Como homenaje a un pensador fundamental tanto para el anticapitalismo como para el antiimperialismo, Immanuel Wallerstein, que acaba de morir a la edad de 89 años, publicamos aquí este texto de Étienne Balibar que apareció en el libro colectivo La Gauche Globale (Maison des Sciences de l’Homme, 2017) y ha sido reproducido recientemente por la revista Contretemps.

Etienne Balibar es filósofo. Autor de obras sobre marxismo, ciudadanía y migraciones, entre otras materias. La Igualibertad (Barcelona, Herder, 2017) es una de sus obras recientes en castellano

Traducción: Javier Garitazelaia para viento sur

Notas

1/ En lo que sigue me apoyaré también en un texto paralelo: Wallerstein et al., 2013

2/ Las consideraciones de Wallerstein sobre las fuentes de su problemática y el lugar que quiere ocupar en la historia de las ciencias sociales se pueden consultar en Wallerstein, 1998.

3/ En un “Commentary” reciente Wallerstein se refería con toda razón al síntoma que constituye el giro de 180° en las políticas preconizadas por el FMI y la OCDE para “salir” del estancamiento: I.W., “Commentaries”, Fernand Braudel Center, nº. 420, 1 de marzo de 2016: “Declining demand: Is reality creeping In?”

4/ Véase su “Commentary”, 439, 15 de diciembre de 2016: “China is Confident: How realistic?”. Esbozaré más adelante otra alternativa.

Referencias

Balibar, Etienne y Wallerstein, Immanuel (1991) Raza, nación, clase. Madrid: IEPALA (reeditada por la editorial Dirección Única, Madrid, 2018).

Gordon, Robert (2016) The Rise and Fall of American Growth: The U. S. Standar of Living Since the Cold War. Princeton: Princeton Univesity Press.

Wallerstein, Immanuel (1974) El moderno sistema mundial I. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. Madrid y México: Siglo XXI.

(1979) “The Rise and Future Demise of the World Capitalist System: Concepts for Comparative Analysis”, en I. Wallerstein, The Capitalist World Economy. Cambridge: Cambridge University Press.

(1988) El capitalismo histórico. Madrid: Siglo XXI.

(1998) Impensar las ciencias sociales: límites de los paradigmas decimonónicos. México: Siglo XXI.

(1998) Utopistic. Or, Historical Choices of the Twenty-first Century. Nueva York: The New Press.

(2013) “Structural Crisis, or Why Capitalists May No Longer Find Capitalism Rewarding”, en I. Wallerstein, Randall Collins, Michael Mann, Georgi Derlugian y Craig Calhoun, Does Capitalism Have a Future?, Oxford University Press.

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