Pablo Maas
El comercio internacional se expandió velozmente a partir de 1990, la década de oro de la globalización, impulsado principalmente por el auge de las Cadenas Globales de Valor (CGV).
La fragmentación de la producción entre países y empresas y la hiperespecialización produjeron beneficios y costos. Las ganancias de las CGV no se repartieron equitativamente entre países y al interior de estos. Las grandes corporaciones que tercerizaron tareas y la producción de partes y piezas disfrutaron de mayores márgenes y ganancias, lo que sugiere que “un creciente porcentaje de las reducciones de costos de la participación en las CGV no fueron transferidas a los consumidores”, según reconoció el Banco Mundial en un célebre informe (“Trading for development in the age of global value chains, 2020”).
Los costos incluyeron fuertes impactos sobre el medio ambiente, especialmente en cuanto a la generación de CO2 por el mayor uso del transporte. El bacalao noruego, por ejemplo, se pesca en el Mar del Norte, se filetea en China y se envasa en México, para ser vendido en un supermercado de Oslo. Esta “cadena de valor” que da la vuelta al mundo puede ser rentable para algún empresario individual, pero su valor para la sociedad deja mucho que desear si se incorporaran los costos ambientales.
Los sectores más avanzados de la industria ya están reconociendo esta nueva realidad. En junio del año pasado, Unilever anunció que etiquetará 70.000 de sus productos con información sobre la huella de carbono de sus procesos de fabricación y distribución. Es parte de un proyecto que apunta a reducir sus emisiones a cero para 2037.
Las CGV se expandieron sin pausa entre 1990 y 2007, cuando llegaron a justificar más de la mitad del comercio internacional. La Gran Recesión de 2008-2009 les asestó un duro golpe, ya que las inversiones y el crecimiento del comercio global se frenaron bruscamente.
Allí comenzó una curva descendente que se aceleró con la pandemia, pero que ya venía retrocediendo a causa de factores estructurales. Se ha comprobado que la elasticidad ingreso del comercio (el volumen de intercambio generado por aumentos en la producción) es decreciente. Esto es especialmente cierto para las economías grandes. China, por ejemplo, está produciendo muchos más bienes en su propia casa, lo que la ha tornado menos dependiente de las importaciones. El porcentaje de partes importadas en las exportaciones chinas cayó de alrededor del 50% en la década de 1990 a poco más del 30% en 2015, según cifras del Banco Mundial.
En Estados Unidos, el boom del petróleo shale entre 2010 y 2015 le permitió reducir sus importaciones de crudo en una cuarta parte. Hay que recordar que, después del shock petrolero de 1973, Washington reforzó su política de abastecimiento de bienes estratégicos y prohibió las exportaciones de crudo de su territorio, un cepo que duró más de 40 años.
Ahora mismo, el nuevo Gobierno demócrata, alarmado por los impactos económicos de la pandemia, se dispone a desarmar varias CGV. Un estudio publicado este mes (“Building resilient supply chains, revitalizing American manufacturing and fostering broad-based growth”) propone acciones para encarar debilidades en al menos cuatro cadenas de abastecimiento que considera críticas, igual que el petróleo en la década de 1970: la producción de semiconductores, la manufactura de baterías eléctricas de gran capacidad, el abastecimiento de materiales y minerales críticos (como tierras raras) y la provisión de productos e insumos activos farmacéuticos.
El objetivo es “fortalecer las cadenas de abastecimiento estadounidenses para promover la seguridad económica, la seguridad nacional y los trabajos bien pagos y sindicalizados, aquí en casa”, sostiene el documento, un verdadero manifiesto de nacionalismo económico.
En el caso de los semiconductores, que están en la base de los circuitos integrados esenciales para la vida moderna, el informe sostiene que Estados Unidos es sumamente dependiente para su abastecimiento de Taiwan.
Pero una prolongada sequía en esa isla que afectó la producción de semiconductores está provocando desde hace más de un año grandes perturbaciones en numerosas industrias, como la automotriz, telecomunicaciones y computación, que hacen uso intensivo de microchips. Sin los componentes electrónicos que manejan los sistemas de frenos, de seguridad y controles de las funciones del motor, los autos no se pueden terminar de ensamblar. La escasez mundial de chips le costará este año a la industria automotriz US$ 110.000 millones y cuatro millones de vehículos no fabricados, observa el documento preparado para la Casa Blanca.
Las repercusiones de este fenómeno traen sorpresas a cada momento. La escasez de autos nuevos produjo una demanda inusitada de autos usados en Estados Unidos, cuyos precios subieron más de 10% en abril. Este es uno de los factores que está llevando la tasa de inflación a niveles que no se veían hace dos décadas. La participación de EE.UU. en la manufactura global de semiconductores pasó del 37% al 12% en los últimos 20 años. “La tercerización ha ido demasiado lejos”, dijo el informe. Nadie había previsto que una sequía en Taiwán podía tener repercusiones en la tasa de inflación de Estados Unidos.
Washington también es extremadamente vulnerable en su disponibilidad de baterías eléctricas, una tecnología que será clave en el Siglo XXI y en la que la Unión Europea esta hace tiempo construyendo su propia cadena de abastecimiento para no depender de terceros. Un panorama similar se da en la industria farmacéutica, en la que India y China dominan la producción de genéricos y principios activos y en la de tierras raras, en la que China posee una capacidad desproporcionada de refinación, dejando a EE.UU. extremadamente vulnerable en un momento de crecientes tensiones bilaterales.
Por eso no extraña el regreso del nacionalismo económico. En los próximos meses, la administración de Joe Biden va a inyectar decenas de miles de millones para reactivar estas industrias, doblegar las fuerzas centrífugas que las alejaron de su territorio y ponerse a la vanguardia de la manufactura y la innovación en las tecnologías claves para el Siglo XXI. Parece que la globalización, al final, no era una fuerza imparable de la naturaleza. Era reversible, como lo está demostrando la nueva política industrial de Washington.
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