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Oct 20th
El gran reto de los maestros del John F. Kennedy de Quibdó <
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Miércoles, 20 de Octubre de 2010 11:56
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Si hay algo que sobra en la escuela primaria John F. Kennedy de Quibdó son amor y sueños. Allí, donde los ruidos de los estómagos vacíos de los niños podrían competir con sus risas y cantos, el compromiso de los maestros para evitar que sus muchachos abandonen las aulas traspasa las paredes amarillentas por la humedad.
Computadores con acceso a internet, libros de estudio y cuentos, juegos didácticos son algunas de las cosas que el coordinador Marco Antonio Pérez y la profesora Teófila Chará quisieran para sus 315 niños a los que a veces tienen que ir a buscar a sus casas para que no falten a clases.
Los papás se van a trabajar y, a veces, no se preocupan de que vayan a clase o los dejan cuidando a los hermanitos más pequeños. Esa es la historia que repiten los maestros en cada aula para justificar por qué tienen que andar por las calles del barrio Kennedy en busca de sus alumnos.
Lo hacen, porque no quieren que vayan a parar a una banda delincuencial o que las niñas se conviertan en madres solteras a temprana edad. "Aquí la situación es muy complicada", coinciden los maestros.
Panga en lugar de microbús
Mientras en Medellín los papás llevan a sus niños en carro o en moto al colegio o consiguen un microbús de transporte escolar, algunos de los estudiantes de la escuela John F. Kennedy, como Natalia, se movilizan en panga (embarcación de madera).
"Hay papás que tienen canoa y los traen. Cuando no se puede, un señor nos cruza gratis o a veces cobra 500 pesos ó 1.000 pesos", cuenta la niña de 12 años.
Ella vive con su abuela, porque su mamá trabaja en Bogotá como empleada doméstica. Hasta hace unos meses quería ser médica, pero ahora piensa que sería mejor ser "modelo de catálogo".
-¿Te gusta la fama? Solo se ríe y muestra los dientes blancos y parejos que parece que hubieran sido trazados con una regla.
Lo triste es que los dientes que a ella la hacen destacar son los que ponen triste a su hermanito. "A él le salieron atravesados", explica una de las maestras ante el llanto inconsolable del niño que cubre su cara con vergüenza de mostrar lo que para quienes lo quieren es un motivo de preocupación.
Ojalá tuviéramos...
Cada resto de pintura, cada pedazo de cartulina de color es convertido por los profesores en una muñeca sonriente, un osito o un payaso que saluda a los pequeños en el aula.
Los 22 niños de preescolar están hacinados en un salón en el que les cae arenilla del techo. "Cuando están todos no se imagina la algarabía, corren para todos los lados. Hoy porque está lloviendo y muchos no han llegado a clases", explica la profe Teófila mientras muestra cada uno de los salones.
A los maestros les encantaría que los pequeños pudieran tener "de esos juegos de computador" de Plaza Sésamo con los que aprenden matemáticas, lectura y ciencias. Pero los computadores que recibieron como donación no funcionan, "apenas hay uno que prende... debe ser por el clima", dicen con desconsuelo.
Lo que llaman biblioteca es un pequeño estante con algunos, por no decir muy pocos, libros de texto, y que también hace las veces de botiquín.
¿Mapas? Solo algunos que los profesores protegen con plásticos para evitar su deterioro. Lo mismo hacen con las láminas que ilustran el cuerpo humano o las partes de las plantas.
Tampoco hay cuentos ni novelas cortas para que los pequeños aprendan a sacarle gusto a la lectura. Solo están historias que los profesores les narran para estimular su imaginación.
Los baños son oscuros, con las paredes húmedas y hasta mohosas. La escuela no tiene alcantarillado y todavía no tienen servicio de agua potable.
El profesor Marco también tiene un sueño: convertir un salón de clases en un aula múltiple para hacer las reuniones de padres de familia y que sirva como salón comunal que se pueda alquilar para conseguir recursos para la escuela.
"Si ponemos una puerta corrediza podríamos tener dos salones de clase y cuando se necesitara sería el aula múltiple", explica.
¿Y si les dan los materiales para hacer la obra, los papás la harían? "Pues claro, nos ponemos a buscar la gente para que pongan la mano de obra", asegura el profesor.
Hambre de amor y de comida
En la escuela del barrio Kennedy funciona un restaurante escolar que atiende a todos los estudiantes.
Las encargadas les preparan con esmero la que para muchos es la única comida del día. Y es que los alumnos son en su mayoría hijos de desplazados por la violencia o por la pobreza que llegaron a Quibdó en busca de un trabajo y terminaron acomodándose en el barrio Kennedy.
Daniel Stiven es "necio" y a veces peleador pero siempre quiere colaborar con las actividades de la escuela.
En su casa, mitad de "material" mitad de madera viven 13 personas -dos familias- y solo una tiene trabajo fijo. Para ayudarse, el papá del niño vende verduras en la puerta del rancho.
Pero los niños no solo tienen hambre de alimentos. Muchos de ellos vienen de hogares con padres ausentes bien sea porque los abandonaron o porque tuvieron que ir a otra ciudad a buscar una oportunidad de empleo para sostenerlos.
Mientras los profesores explican esa situación, un adolescente larguirucho y con los primeros pelos en la cara, atraviesa encorvado el patio mojado por la lluvia y la profesora Teófila destaca que tiene la camisa arrugada, muy arrugada.
"Vive con la abuela que ya está muy vieja y le toca trabajar para ayudarse con la comida. El uniforme se lo regalaron y no tiene quién le diga que debe planchar la ropa. No podemos dejarlo salir, ya está grande y se puede meter en malos pasos", cuenta la docente.
Esa historia se repite con diferentes matices: la de la niña indígena que recién entró a hacer el primero de primaria y no tiene plata para el uniforme, la de los niños que viven al otro lado del río (Atrato) y tienen que cruzar en panga, la de los que cuentan como si nada que tienen siete hermanos por parte de padre y otros tantos por parte de madre.
Para ellos un abrazo es un regalo tan grande como un X-Box para un niño de Medellín. Para sus maestros, el mejor regalo sería un salón de clases digno para darles a sus muchachos el conocimiento, la única arma que debe tener un joven para sobresalir en la vida.
Fuente: El Colombiano
Si hay algo que sobra en la escuela primaria John F. Kennedy de Quibdó son amor y sueños. Allí, donde los ruidos de los estómagos vacíos de los niños podrían competir con sus risas y cantos, el compromiso de los maestros para evitar que sus muchachos abandonen las aulas traspasa las paredes amarillentas por la humedad.
Computadores con acceso a internet, libros de estudio y cuentos, juegos didácticos son algunas de las cosas que el coordinador Marco Antonio Pérez y la profesora Teófila Chará quisieran para sus 315 niños a los que a veces tienen que ir a buscar a sus casas para que no falten a clases.
Los papás se van a trabajar y, a veces, no se preocupan de que vayan a clase o los dejan cuidando a los hermanitos más pequeños. Esa es la historia que repiten los maestros en cada aula para justificar por qué tienen que andar por las calles del barrio Kennedy en busca de sus alumnos.
Lo hacen, porque no quieren que vayan a parar a una banda delincuencial o que las niñas se conviertan en madres solteras a temprana edad. "Aquí la situación es muy complicada", coinciden los maestros.
Panga en lugar de microbús
Mientras en Medellín los papás llevan a sus niños en carro o en moto al colegio o consiguen un microbús de transporte escolar, algunos de los estudiantes de la escuela John F. Kennedy, como Natalia, se movilizan en panga (embarcación de madera).
"Hay papás que tienen canoa y los traen. Cuando no se puede, un señor nos cruza gratis o a veces cobra 500 pesos ó 1.000 pesos", cuenta la niña de 12 años.
Ella vive con su abuela, porque su mamá trabaja en Bogotá como empleada doméstica. Hasta hace unos meses quería ser médica, pero ahora piensa que sería mejor ser "modelo de catálogo".
-¿Te gusta la fama? Solo se ríe y muestra los dientes blancos y parejos que parece que hubieran sido trazados con una regla.
Lo triste es que los dientes que a ella la hacen destacar son los que ponen triste a su hermanito. "A él le salieron atravesados", explica una de las maestras ante el llanto inconsolable del niño que cubre su cara con vergüenza de mostrar lo que para quienes lo quieren es un motivo de preocupación.
Ojalá tuviéramos...
Cada resto de pintura, cada pedazo de cartulina de color es convertido por los profesores en una muñeca sonriente, un osito o un payaso que saluda a los pequeños en el aula.
Los 22 niños de preescolar están hacinados en un salón en el que les cae arenilla del techo. "Cuando están todos no se imagina la algarabía, corren para todos los lados. Hoy porque está lloviendo y muchos no han llegado a clases", explica la profe Teófila mientras muestra cada uno de los salones.
A los maestros les encantaría que los pequeños pudieran tener "de esos juegos de computador" de Plaza Sésamo con los que aprenden matemáticas, lectura y ciencias. Pero los computadores que recibieron como donación no funcionan, "apenas hay uno que prende... debe ser por el clima", dicen con desconsuelo.
Lo que llaman biblioteca es un pequeño estante con algunos, por no decir muy pocos, libros de texto, y que también hace las veces de botiquín.
¿Mapas? Solo algunos que los profesores protegen con plásticos para evitar su deterioro. Lo mismo hacen con las láminas que ilustran el cuerpo humano o las partes de las plantas.
Tampoco hay cuentos ni novelas cortas para que los pequeños aprendan a sacarle gusto a la lectura. Solo están historias que los profesores les narran para estimular su imaginación.
Los baños son oscuros, con las paredes húmedas y hasta mohosas. La escuela no tiene alcantarillado y todavía no tienen servicio de agua potable.
El profesor Marco también tiene un sueño: convertir un salón de clases en un aula múltiple para hacer las reuniones de padres de familia y que sirva como salón comunal que se pueda alquilar para conseguir recursos para la escuela.
"Si ponemos una puerta corrediza podríamos tener dos salones de clase y cuando se necesitara sería el aula múltiple", explica.
¿Y si les dan los materiales para hacer la obra, los papás la harían? "Pues claro, nos ponemos a buscar la gente para que pongan la mano de obra", asegura el profesor.
Hambre de amor y de comida
En la escuela del barrio Kennedy funciona un restaurante escolar que atiende a todos los estudiantes.
Las encargadas les preparan con esmero la que para muchos es la única comida del día. Y es que los alumnos son en su mayoría hijos de desplazados por la violencia o por la pobreza que llegaron a Quibdó en busca de un trabajo y terminaron acomodándose en el barrio Kennedy.
Daniel Stiven es "necio" y a veces peleador pero siempre quiere colaborar con las actividades de la escuela.
En su casa, mitad de "material" mitad de madera viven 13 personas -dos familias- y solo una tiene trabajo fijo. Para ayudarse, el papá del niño vende verduras en la puerta del rancho.
Pero los niños no solo tienen hambre de alimentos. Muchos de ellos vienen de hogares con padres ausentes bien sea porque los abandonaron o porque tuvieron que ir a otra ciudad a buscar una oportunidad de empleo para sostenerlos.
Mientras los profesores explican esa situación, un adolescente larguirucho y con los primeros pelos en la cara, atraviesa encorvado el patio mojado por la lluvia y la profesora Teófila destaca que tiene la camisa arrugada, muy arrugada.
"Vive con la abuela que ya está muy vieja y le toca trabajar para ayudarse con la comida. El uniforme se lo regalaron y no tiene quién le diga que debe planchar la ropa. No podemos dejarlo salir, ya está grande y se puede meter en malos pasos", cuenta la docente.
Esa historia se repite con diferentes matices: la de la niña indígena que recién entró a hacer el primero de primaria y no tiene plata para el uniforme, la de los niños que viven al otro lado del río (Atrato) y tienen que cruzar en panga, la de los que cuentan como si nada que tienen siete hermanos por parte de padre y otros tantos por parte de madre.
Para ellos un abrazo es un regalo tan grande como un X-Box para un niño de Medellín. Para sus maestros, el mejor regalo sería un salón de clases digno para darles a sus muchachos el conocimiento, la única arma que debe tener un joven para sobresalir en la vida.
Gimena Sanchez-Garzoli
Senior Associate for Colombia and the Andes
Washington Office on Latin America
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