corrupcion y honestidad

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Rafael Jimenez

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Feb 25, 2013, 2:48:14 PM2/25/13
to Panóptica
CORRUPCIÓN Y HONESTIDAD
Por Jorge Adame Goddard

La lucha contra la corrupción se ha convertido en un objetivo político
importante de este gobierno, y ya está trabajando en organizar una
nueva Comisión Anticorrupción, que será la principal encargada de este
combate. ¿Servirá de algo este nuevo esfuerzo? El problema con el
combate a la corrupción es que no se trata de remediar una deficiencia
material (no es falta de dinero ni de otros medios), sino de luchar
contra un defecto de conducta, un defecto moral, de muchas personas
que están dispuestas a dejar de cumplir con un deber, o a
transgredirlo, a cambio de recibir algún beneficio económico, político
o social.
La lucha contra la corrupción se suele plantear simplemente como la
puesta en práctica de un conjunto de medidas económicas,
administrativas y judiciales. Por ejemplo, establecer controles
administrativos o nuevas instancias reguladoras, aumentar los sueldos
de los inspectores, definir procedimientos más eficaces para imponer
sanciones, dar transparencia a los procedimientos y actos de las
entidades y funcionarios públicos, aprobar nuevas leyes penales que
tipifiquen como delitos los actos de corrupción, agilizar los procesos
administrativos y penales para castigar efectivamente a los
responsables. Todas estas medidas pueden ser más o menos útiles y
eficaces para reducir los efectos de la corrupción, pero no atacan el
fondo del problema.
La corrupción esté hecha de actos de personas concretas que prefieren
una ventaja económica, política o social al cumplimiento de un deber,
por ejemplo quien da una cantidad de dinero para que lo eximan de
cumplir con un requisito legal, o quien recibe ese dinero para no
cumplir con lo que dice la ley, o quien da una cantidad de dinero para
obtener un contrato, o quien la recibe para dar el contrato a alguien
menos competente, etcétera, etcétera. El problema de fondo que
plantean estos comportamientos es ¿qué es lo que hace que una persona
prefiera el beneficio ilícito al cumplimiento de su deber?
Evidentemente la ventaja económica o política es algo atractivo, y
para renunciar a ella es necesario tener un bien mayor por el cual
optar. Si el cumplimiento del deber no se fundamenta en una razón
superior y sólo se afirma que lo debido debe cumplirse porque el
incumplimiento está sancionado con una pena, el único motivo para
cumplir con el deber es el temor al castigo. Desgraciadamente esa es
la educación positivista que se imparte en muchas escuelas y
universidades públicas y privadas. Y es un motivo frágil, porque
cuando los actos de corrupción son tan numerosos y cometidos por gran
cantidad de personas, la posibilidad de castigar a los culpables se va
haciendo más reducida, va campeando la impunidad, y el temor al
castigo se desvanece.
Para combatir la corrupción en sus causas es necesario, aparte de las
medidas administrativas, económicas y judiciales, formar personas
honestas, y esto es algo difícil. La honestidad es la disposición
permanente de preferir el bien personal (bien moral, bien racional o
bien espiritual, es lo mismo) al interés económico, político o social.
¿Qué motivos tiene una persona para ser honesta? Se pueden reducir a
tres: amor propio, amor al prójimo y amor a Dios. La persona honesta
sabe que su desarrollo y crecimiento como persona, esto es su bien o
perfección, está en el cumplimiento de sus deberes, que no son más que
actos de servicio al prójimo o a la comunidad. Está dispuesta a
cumplir sus deberes por amor al prójimo, por solidaridad con la
comunidad (lo cual es una forma de amor al prójimo), no por el temor
al castigo. Y sabe que cumplir la justicia en las relaciones humanas
es cosa que agrada a Dios. Por eso se dice que el premio de la
honestidad es la paz de la conciencia, la amistad de los hombres
buenos y el amor de Dios.
¿Son suficientes esos bienes inmateriales para contrarrestar la
atracción de ventajas económicas o políticas inmediatas y concretas?
Lo son, cuando una persona tiene convicciones, esto es cuando asume
criterios de juicio como verdades firmes (no ideales o ilusiones que
él se ha inventado), a las cuales obedece y conforme a las cuales
gobierna su propia vida. Cuando además, la persona tiene el hábito
firme o virtud de obrar de esa manera en su vida cotidiana. Y cuando
existe un ambiente social y cultural que refuerza la prevalencia de la
verdad sobre el interés, del espíritu sobre la materia, del deber
sobre el placer.
Luchar contra la corrupción sin esforzarse en la tarea ardua de formar
personas honestas es querer curar una enfermedad grave con
medicamentos que combaten los síntomas pero dejan seguir el curso de
la enfermedad. Para formar personas honestas se requiere, además de
políticas públicas adecuadas, la participación de las familias, de las
escuelas, de las iglesias (especialmente de ellas), y de los medios de
comunicación. Se requiere que la sociedad tenga principios éticos
comunes, que los asuma y defienda colectiva y libremente, como algo
propio. ¿Es esto posible en una sociedad democrática, que tiene como
regla solo el consenso de las mayorías? Parece difícil, pero no
imposible, si logra tener un consenso mínimo ético fundado en el
sentido común, en las disposiciones naturales del ser humano y en su
sentido innato acerca de lo que es bueno. De no ser así, solo
tendremos más leyes, nuevos organismos fiscalizadores, corrupción más
sofisticada, y más lamentos porque la corrupción parece invadirlo
todo.
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