Autor: GUILLERMO CORTEZ NUÑEZ “CUATACHO”
LA INFANCIA
Cerca a Cañete, en un breve desvío de la carretera Panamericana, apacible y laboriosa se refugia la hacienda de Hualcará en la blanda comodidad de sus algodonales y el murmurante discurrir de sus arroyuelos. No ha variado gran cosa el escenario en los últimos cincuenta años. La quietud de la hacienda, entonces, como ahora, sólo se altera con la llegada de algún forastero: puede ser un vendedor de etaminas multicolores, un abastecedor de talismanes mágicos o, lo que resulta más raro, siendo más sencillo: la llegada de un hombre en busca de trabajo. En esta última condición y por el camino principal de la hacienda, llegó a Hualcará, hace casi cincuenta años, un mozo alto, de nariz aguileña y tez blanca. Su sencillez y su franqueza le ganaron rápidamente la confianza y la amistad de algunos vecinos que pronto escuchaban una sintética historia del forastero y su problema.
—Me llamó Tomás Fernández Cisneros y ando en busca de trabajo. Hasta hace poco tiempo he vivido con mi padre. No hemos podido ponernos de acuerdo: terco, como buen español, él quiere que sea doctor, yo he decidido trabajar en un oficio que no requiera tantos años de estudio.
Esa era la sencilla trama de la historia del forastero. La hubiera podido ampliar diciendo que su padre era un sevillano conversador y bien plantado, Don Tomás Fernández y Rodrigo, que hablaba con igual soltura en inglés o castellano. Que había lucido su gallarda estampa sobre un caballo de la escolta de la Reina Victoria de Inglaterra. Que había llegado en la segunda mitad del 1800 contratado por la British Sugar Inc. Habría añadido algo sobre el rumboso matrimonio, realizado en Trujillo, con la que habría de ser su madre, doña Rosa Cisneros. Tampoco quiso decir que su padre, como buen aficionado a la fiesta brava, tomaba partido en la apasionada disputa Faico – Bonarillo; ni que, como cuenta Jorge Donaire, Don Tornas, con gracia sevillana daba “unos cuantos capotazos en los aires tradicionales de Acho”.
Todo esto pudo contarlo porque era parte de su propio pasado. Lo que no pudo presentir fue que el trabajo que buscaba Jo hallaría en esta hacienda, que él creía una pequeña etapa de su itinerario; que se casaría con una vecina de esos lares y que tendría muchos hijos, algunos de elfos, Alberto, José, Arturo, Eduardo, predestinados a ser figuras del fútbol nacional, y uno, Lolo, ídolo y gloria número uno del fútbol peruano de todos Jos tiempos.
Tomás Fernández consiguió trabajo en la Administración de la hacienda. En poco tiempo se había ganado toda la simpatía en la pequeña población. Se amoldó pronto al tranquilo ritmo del lugar: en el día, el trabajo, luego en la tarde la obligada reunión para comentar las incidencias de las jugadas de gallos o ¡as tardías noticias que llegaban desde Lima.
El domingo era distinto. Tenía una fisonomía de alegre oasis en medio de la rutina de los días corrientes. El domingo era atractivo desde muy temprano. Empezaba con la misa que rezaba ceremoniosamente un curita que venía desde San Vicente. Todo Hualcará se acomodaba apretadamente en la pequeña capilla para pedirle a Dios remedio para angustias, enfermedades, ayuda para mejores cosechas y darle gracias por favores alcanzados. La misa servía también para estar cerca, mozos de camisas bien almidonadas y mirada ingenua con muchachas guapas, inocentonas, y engalanadas con sus mejores vestidos. Terminada la misa los jóvenes se apresuraban a salir para ubicarse cerca a la puerta y poder contemplar con más soltura a las agraciadas devotas.
Un domingo, Tomás le preguntó a media voz a un amigo:
—¿Cómo se llama esa mocita que sale de la iglesia?
—¿Cuál?
—Esa… la delgadita, de nariz bien perfilada…
—Es de la familia de los Meyzán…
—¿Cómo se llama?
—Raymunda.
Se conocieron Tomás y Raymunda, Felizmente para ellos, Tos noviazgos en provincias no son largos. Poco tiempo pasó para que Raymunda Meyzán y Tomás Fernández formaran un hogar sencillo, tranquilo y feliz.
Unos meses más tarde, Tomás Fernández reflexionaba con su esposa:
—Ahora que estoy en vísperas de ser padre, recién descubro que el mío tenía razón cuando quería que yo estudiara una buena profesión. Aún antes de que nazca nuestro hijo yo quiero que todos los que lleguen sigan una buena carrera.
De tarde en tarde, la ¡oven pareja recibía la visita de don Teodoro Meyzán, tío de Raymunda. De esas largas conversaciones familiares nació un compromiso forzado por don Teodoro:
—ET primer varón que nazca en esta casa tiene que llamarse Teodoro, como su tío.
La misma exigencia, con la diferencia de los nombres, hacían otros familiares. Sólo un parto de cuatrillizos hubiera permitido darles gusto a todos. Nació el primero. La bautizaron como Alberto. Vinieron las protestas del tío Teodoro.
—Al próximo le ponemos su nombre —le decían para tranzar.
Había otras exigencias familiares. Nació el segundo, Alejandro; el tercero, José; el cuarto, Arturo y el quinto Custodio. El tío Teodoro, verdaderamente, ya se había resentido y no volvió a insistir en su petición. Este enojo se solucionó cuando los esposos Fernández Meyzán completaron la media docena de varones.
Un día llegó don Teodoro de Lima; contaba las últimas novedades de la capital y cumplía con los encargos que le habían hecho los amigos de Hualcará. Para uno traía el masticador niquelado, comprado en la Casa Bet por siete soles; para otro, una colección de “El Comercio”, con el folletín “Los Bandidos de Londres”.
Otros se interesaban por noticias:
- ¿Verdad que volaron con dinamita a don Manuel Candamo?
Don Teodoro relataba los detalles de este curioso incidente ocurrido en Lima hace casi medio siglo. El rencor político había llegado al extremo de colocar una bomba que estalló bajo el sillón de Don Manuel Cándame. Pero se trataba sólo de la estatua, que sufrió graves destrozos, porque el conocido político había muerto nueve años antes, en la ciudad de Arequipa.
—Todos preguntan, menos yo —reclamó el recién llegado—. Aquí en Hualcará, ¿cuáles son las novedades?
—La única, que su sobrina Raymunda está esperando el sexto heredero.
El martes 20 de mayo de 1913 rompía la silenciosa ansiedad el fuerte grito de una criatura.
— ¡Es hombrecito! —le comunicaron al padre.
—Este si se llamará Teodoro —aseguró don Tomás.
Había nacido Teodoro Fernández Meyzán.
Uno entre seis niños no significaba ninguna novedad. El padre, orgulloso del monopolio masculino entre sus herederos, cada día era más estimado entre sus jefes y compañeros de trabajo. La madre, silenciosa, trabajaba amorosamente en todas las tareas del hogar, complicadas por tan rápida multiplicación familiar. Respecto al recién nacido, como acostumbraba en otros casos similares, una vecina sacó del fondo de su baúl, un viejo libro con hojas amarillentas llenas de extraños signos. Se llamaba “Oráculo”; hacía muchos años que lo compró a un hombre que alborotó a toda la hacienda por las muchas cosas que decía con una voz ronca, con la que les ofrecía sebo de culebra y jabón de alquitrán con poderes mágicos. El mismo les ofreció, en tono muy misterioso, aquel libro que, “lo escribieron los faraones y lo descubrió Napoleón”.
De acuerdo con la fecha de nacimiento de Teodoro consultó el Oráculo y le dio el siguiente resultado:
“20 de Mayo. Las personas que han nacido en este día vivirán bajo la influencia de Taurus. A su vez este signo es regido por el planeta Venus. Piedra favorable: Záfiro claro. Las personas nacidas en este día tienen una voluntad indomable. Su color favorito: amarillo. Son muy sensibles, pero dominan fácilmente sus pasiones. Son excelentes en todo lo que emprenden. Día favorable: Domingo”.
Doña Raymunda esbozó una sonrisa y se encogió de hombros. Entonces era difícil interpretar lo que quería decir el ”oráculo de los faraones”. Ahora podríamos reconocerle muchos aciertos. Se pudo aceptar la influencia de Taurus en el vigor, nobleza e impetuosidad para lanzarse sobre el área contraria. ¿Quién pondría en duda la ”voluntad indomable” de quien fue capaz de mantenerse como primer artillero del fútbol peruano casi en un cuarto de siglo? Su color favorito el amarillo. Casi podría decirse el crema, bajo cuya única bandera ha librado una de las más hermosas campañas del fútbol de América.
De la sensibilidad de Lolo pueden hablar quienes lo conocen de cerca: los que lo vieron llorar después de alguna derrota o después de algún gran gol, de los tantos que él colocó en su vida. ¿Qué añadir a eso de que “son excelentes en todo lo que emprenden”? El acierto, final y redondo del oráculo, es cuando señala como su día favorable el domingo. De cuántos domingos inolvidables no está lleno el calendario sentimental del buen aficionado por culpa de este bravo artillero. Por todas estas cosas, bien hubiera valido la pena que aquel viejo libro de signos raros lo hubieran escrito los faraones y lo hubiera descubierto Napoleón.
Un sábado llegaba hasta la Parroquia de San Vicente de Cañete un pequeño grupo de personas. Una de ellas, con un niño en brazos. Era doña Raymunda Meyzán de Fernández que llevaba a su pequeño Teodoro. Lo iban a bautizar, pero antes, lo llevó hasta una imagen de la Virgen del Carmen. ”Se lo entregó”, como se decía en ese tiempo, y puso! a su pequeñuelo bajo aquella sagrada protección. Años más tarde, Lolo recibió de los labios de su propia madre, la relación de este hecho. Desde entonces tuvo particular devoción por esta imagen. Hasta hace poco conservaban en Hualcará una pequeña virgencita de madera, muy destruida ya por las polillas, y a la que Teodoro, en su niñez, dedicó muchas oraciones y cuidados.
En el momento de asentar la partida de bautizo, los concurrentes dieron sus generales:
El padre:
—Tomás Fernández Cisneros, natural de Lima, de 29 años. Hijo de don Tomás Fernández Rodríguez, de Sevilla, España, y de doña Rosa Cisneros, peruana.
La madre:
—Raymunda Meyzán Romero, natural de Cañete, de 34 años. Hija de don Arturo Meyzán y de doña Dionisia Romero.
El padrino:
—Oswaldo Cabieses, de 26 años de edad; con residencia en la Hacienda Hualcará.
La madrina:
—Zenobia Quispe, residente en Imperial,
Poco antes el sacerdote había hecho una observación:
—De acuerdo con el santoral del día en que ha nacido el niño debe llamarse Bernardino, porque en este día la Santa Iglesia conmemora a San Bernardino de Sena…
—Disculpe padre. Ya hemos escogido los nombres: Teodoro, como su tío abuelo y Oswaldo como su padrino.
Así fue bautizado Teodoro Oswaldo Fernández Meyzán. Más tarde, el cariño emocionado de las multitudes sintetizaría todos estos nombres en uno que resultó inolvidable: ¡LOLO!
Cuando empezó a gatear el pequeño, su mayor obsesión era salir de su casa y dirigirse a un pampón que existía a manera de plaza. Aquella pampa con el tiempo llegó a ser una cancha de fútbol.
Pasaron los años y la familia siguió aumentando. Primero fue una mujercita que bautizaron con el nombre de Rosa. Más tarde otro varón: Eduardo. El más pegado a la madre’ siguió siendo Teodoro. Era quien más se preocupaba de ayudarla en los quehaceres domésticos. Era también el que la acompañaba cuando iba a visitar a su comadre Zenobia, de Imperial, o a las amigas de la hacienda.
Así fue como conoció a un amigo, que lo sería para toda la vida. La señora Raymunda tenía una gran amistad con doña María Luyo. Se visitaban con frecuencia. La primera vez: que Lolo acompañó a su madre, conoció a otro pequeño, casi de su edad. Mientras las señoras comentaban las últimas noticias del pueblo, los chicos entablaban amistad con la facilidad que lo hacen los niños:
-¿Vamos a jugar a la huerta?
—Vamos, pero, ¿cómo te llamas?
—Teodoro, mi mamá me dice Lolo.
—Yo me llamo Casimiro Luyo. A mi me dicen Casimiro nomás…
Han pasado como cuarenta años y no han olvidado aquel momento ni Teodoro Fernández ni Casimiro Luyo. El primero ha viajado por América y Europa. Casimiro sigue fiel a su Hualcará. Cada vez que Lolo va de visita a su pueblo, lo primero que hace es ir en busca de Casimiro. Allí, en la huerta donde se conocieron, que no ha variado en nada, recuerdan aquellos buenos años de su infancia endulzados con la miel del tiempo y del recuerdo.
Los dos amigos formaron una pareja inseparable, mientras Teodoro estuvo en Hualcará. En los meses de verano, se iban en bullicioso tropel con otros chicos de su edad en busca buenas uvas y los sabrosos mangos. Más tarde, se convertían en bravos jinetes montando los burros que hallaban e líos junto a los tapiales. Cuando la temperatura apretaba mucho se iban a refrescar al “Trapiche” o al “Pozón”. El primero era una acequia que traía su torrente de agua fresca por la parte posterior de la hacienda. Allí, luchando contra la corriente, iban fortaleciendo sus músculos. En estas actividades físicas, Lolito empezaba a destacar entre todos los chicos de su edad.
Lolo y Casimiro se guardaban el afecto de hermanos. De esta época data también una afición mantenida hasta ahora por Lolo y que parece contradictoria con su fama de cañonero demoledor e implacable: la cocina. Lolo es considerado, por quienes han saboreado sus manjares, como el mejor cocinero de dulces criollos.
Desde pequeño, con Casimiro se ejercitaban en el difícil arte culinario. “Yo conseguía un poco de carne —cuenta el amigo de Teodoro— Lolito traía papas, cebollas y tomates. Preparábamos con esto una buena cantidad de lomo saltado”.
Directamente de su madre, Lolito aprendió a preparar su postre favorito: manjar blanco. Allí estaban las dos tentaciones del futuro crack: Lomo saltado y manjar blanco. La fuerza para el cuerpo, la dulzura para el espíritu. Síntesis, posiblemente, del mismo Lolo. Artillero tremendo como futbolista; tierno, dulce, cordial en la intimidad de su hogar.
__________ O __________
En el centro de la Hacienda Hualcará había una pampa. Así la llamaban todos los chicos. Era el escenario de todos sus juegos, especialmente, por la tarde; más allá de las cinco, cuando el sol ya no se mostraba tan riguroso; a la hora en que el aire de Cerro Azul traía un poco de frescura y el olor de mar se derramaba entre los algodonales. A esa hora, una parvada de muchachos levantaba una movediza columna de polvo en el centro de la pampa. Correteaban detrás de una pelota. Jugaban al fútbol. Entre ellos no podía faltar Lolo. Cuenta Casimiro Luyo de aquella etapa: “En ese tiempo sólo disponíamos de pelotas de trapo. Lolo ya demostró mayor habilidad que nosotros para prepararlas. Por esto se ganó varios sermones en su casa porque tomaba las medias de su hermana Rosa para fabricar las pelotas”.
Como eran muy pequeños aún, jugaban por jugar. Perseguían la pelota “cada uno para su santo” hasta que tanto recibir patadas, la pobre pelota, mostraba sus entrañas de trapos multicolores.
Un día, alguno de los más grandecitos hizo un descubrimiento sensacional:
— ¡Miren. Podemos jugar con esto!
—¡Pero, tiene aire! ¿Dónde la has conseguido? ¡Debe ser muy; -cara!
— No sean tontos. Es una vejiga de chancho. La he inflado con la boca y la he amarrado con una pita. . .
—¡Vamos a probarla!
Y desde entonces practicaron su deporte favorito con algo que, a su modo de ver, no tenía nada que envidiar a las pelotas de blader con que jugaban en Imperial y San Vicente. Como la tarea más difícil era la de soplar, a la nueva pelota la bautizaron como “soplón”.
Los partidos se interrumpían con cierta frecuencia por culpa de Teodoro.
— ¡Se acabó el partido! ¡Como de costumbre, Lolo ha vuelto a romper el soplón! ¡Es el único que los rompe todos!
El pequeño jugador no se explicaba porque sólo él podía tener la mala suerte de reventar todos los “soplones”.
—No importa –intervenía Luyo– mañana matan en mi casa un chancho. Yo me comprometo a traer el “soplón” para seguir el partido.
—Lo volverá a romper Teodoro – alegaba un descontento. Las dificultades de Lolito se hacían mayores en su casa. Don Teodoro observaba con disgusto;
— Esto no es posible. El zapato derecho no te dura nada y los izquierdos se quedan nuevos … Si acaso pudiéramos comprar zapatos para un solo pie …
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Este era el despacioso transcurrir de los días en la hacienda. Aparte de esas breves reprimendas, la vida era tranquila y feliz. Lolito, prácticamente, no sabía lo que era un gran dolor. Pero ocurrió un episodio que le hizo derramar las primeras lágrimas que le brotaron del alma. Enfermó su hermano Custodio. La fiebre fue subiendo y de nada valieron todos los esfuerzos de los padres por salvarlo. Un día, Custodio apagó sus ojos definitivamente y su alta fiebre se convirtió en espantosa frialdad.
La muerte era un misterio que por primera vez se planteaba para Lolito. Como para todos los niños del mundo, le resultaba difícil, imposible, aceptar que su hermano, con aquel con quien había saltado los tapiales, atravesado algodonales y montado burros, estuviera, ahora, definitivamente inmóvil. Quizá estaría dormido. Pero, no. Estaba también frío como un piedra. Todos lloraban alrededor y pronto Custodio quedaba encerrado dentro de un cajón de madera que habían traído de Imperial. Entonces rompió en amargo llanto. Se iba para siempre su hermanito. Nunca lo olvidó. Todas las noches rezaba a la virgencita de madera que tenía junto a su cabecera. Le pedía que Custodio fuera bien recibido en el cielo ya que no quería Dios que se quedara con sus hermanitos.
Una cosa así, deja en todo hogar una sombra de tristeza que tarda en borrarse. Por un buen tiempo se interrumpieron los juegos. Los días se hacías más extensos. Muy temprano se levantaba Lolito, luego de ayudar a su mamá se dirigía a la escuela de la “señorita Lastenia” que funcionaba en un viejo cuarto de la hacienda. Allí, ruidosamente, los alumnos repetían sus distintas lecciones. La maestra tenía su método para acelerar el aprendizaje de sus pequeños discípulos; una medalla o una estampita por cada letra que aprendieran. Teodoro pronto hizo una buena colección de estos bellos trofeos. Rápidamente aprendió desde el Cristos, hasta la última letra del abecedario. Después, mostró particular habilidad para las “tablas” de la Aritmética. Esto llenaba de satisfacción a don Tomás que deseaba una buena carrera para su hilo.
Los domingos toda la familia Fernández pasaba una mañana muy agitaba preparándose para ir a la misa. Los chicos se demoraban, particularmente, peinándose, al hacerse, unos a otros, la impecable “raya”. Alberto, Alejandro, José y Arturo se peinaban con raya al medio. Lolito era el único que rompía esa uniformidad: le gustaba la “raya” al costado, no al centro, a pesar de que él iba a ser el centro forward más famoso del Perú.
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Una tarde, el fútbol volvió a ocupar lugar importante entre las actividades de los hermanos Fernández. Se reincorporaron a la pampa. Volvieron las discusiones cuando se trataba de escoger los equipos. Había que repartir equitativamente en ambos bandos a los jugadores que tuvieran zapatos; porque allí, con esa democrática llaneza, que sólo pueden practicar los niños, jugaban tanto los hijos de los empleados como de los peones. A nadie se le ocurría descubrir tales diferencias. Como una variante, de los múltiples equipos que se formaban, solían alinear a todos los hermanos Fernández en un cuadro para jugar contra los otros. Entonces era cuando discutían, los hermanos entre sí.
Todos querían ser delanteros centros. La cosa la resolvían por edades. Alberto se adueñaba del puesto de piloto y Lolito debía conformarse con ser puntero derecho. Tanto lo pusieron en ese lugar, que por varios años esa fue su ubicación en todos los equipos en que actuó, Incluso, cuando llegó al Universitario, jugó sus primeros partidos, como wing derecho.
Los domingos, llegaba el curita y después de oficiar la misa, daba un vistazo a toda la capilla. Al ver las paredes que daban al pampón, protestaba:
—¿Quién me está despintando la capilla?
Nadie podía darle razón. Como el más avanzara con perjuicio para la casa de Dios, el sacerdote ahondó sus investigaciones. Alguien le dio la explicación exacta:
—Despintan la capilla a pelotazos los muchachos que se reúnen todas las tardes en la pampa.
—Pero el templo está a buena distancia, no me explico cómo pueden despintar la pared – argumentaba el cura.
No se contentó con el dato y habló con los propios jugadores. Todos decían, más o menos lo mismo;
— Lo hacemos sin querer padrecito. Para el lado de la capilla queda un gol, como algunos patean muy fuerte para hacer goles, la pelota llega hasta la pared.
—¿Pero, es que pueden patear tan fuerte? – preguntaba sorprendido el sacerdote.
— Si, principalmente los hermanos Fernández.
Y era cierto. Todos los hermanos se distinguían ya por la potencia de sus shot, especialmente Teodoro.
Se llegó a un arreglo muy práctico; para no seguir despintando la pared de la capilla y no interrumpir la práctica del fútbol, acordaron que en todos los encuentros, los hermanos Fernández jugarían en el equipo que debía patear al gol detrás del cual no estaba la capilla.
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“¿Dónde está Lolito?”, se preguntaron un día extrañados los pequeños futbolistas. Fueron a su casa. Allí estaba Teodoro. Muy pálido y silencioso. No aceptó la invitación para ir a jugar. Algo extraño le ocurría. Efectivamente, al día siguiente ya no se levantó de la cama. Estaba enfermo; sus padres, alarmadísimos. Teodoro tenía los mismos síntomas de la dolencia que se había llevado a Custodio. Se descartaron los remedios caseros y un médico se hizo cargo del pequeño enfermo. Fueron días de tremenda angustia. Felizmente reaccionó favorablemente el organismo de Lolito.
—¿Cómo sigue Teodoro? – se acercaban a preguntar todos los días Casimiro y los otros muchachos.
—Ya se levantó – los alegró un día el hermano mayor.
—Entonces pronto vendrá a la pampa a jugar la pelota.
—Difícil. Mi papá no lo va a dejar. Ha quedado muy débil de su enfermedad.
Efectivamente, Lolito se había levantado de la cama muy pálido; su rostro, antes saludablemente tostado por el sol, tenía tonalidad de papel rota por dos grandes ojeras. Sus piernas se habían adelgazado increíblemente. Parecía difícil que volviera a corretear sobre los tapiales o a seguir shoteando la pelota con la violencia que ya lo había destacado entre los chicos de su edad.
Esto llenó la tristeza a toda la gallada, pero, principalmente a él, que ya amaba mucho el fútbol. Esta ha sido una de las poquísimas veces que se ha enfermado este deportista de físico excepcional. Se fue reponiendo poco a poco. Al principio fueron pequeños paseos bajo el amplio portal que había frente a su casa; el aire marino que llegaba todas las tardes del Pacífico parecía tonificarlo más y más. Una esmerada alimentación, reforzada por los platos que preparaba. Lolito con su amigo Casimiro completaron el total restablecimiento. Que Lolito había sanado totalmente fue una clara señal la tarde en que se presentó en la pampa para jugar fútbol.
Enterado don Tomás de la reaparición deportiva de su hijo, lo llamó por la noche y le hizo conocer sus planes:
—Me alegra, hijo, que ya puedes jugar con tus amigos. Esto quiere decir que ya has sanado de tu enfermedad; quiere decir también que ya puedes asistir a la escuela; mañana mismo te llevo a matricular.
Así fue, Cómo Lolito ya había aprendido cuanto podía enseñar la señorita Lastenia de Hualcará, lo llevó su padre a inscribirlo en una escuela de Imperial. Se amplió el panorama del pequeño. Su nuevo maestro, Mateo Caro, muy exigente en las horas de clase, se transformaba en las horas de recreo, en el entusiasta organizador de juegos que divirtieran a sus discípulos. De esta etapa, Lolo guarda otro recuerdo trascendental; conoció por primera vez una pelota de fútbol de cuero, con blader y todo. La vio en una tienda a la que volvía cada vez antes y después de clase. La contemplaba como una joya; allí estaba, en su esbelta redondez, intensamente amarilla, como una joya inalcanzable.
Un día venció su timidez y preguntó:
—¿Cuánto vale esta pelota?
—Cinco soles
Era una verdadera fortuna. Nunca había tenido tanto dinero junto. “Sin embargo –cuenta Lolo-, aquella pelota se constituyó en una obsesión. Soñaba con que era mía y jugábamos con ella en Hualcará. Me parecía la cosa más perfecta del mundo. Serenado, después de tantos años, ahora me doy cuenta que era dura, pesada, y su forma, muy aproximada a la de un huevo”.
El obstáculo insalvable eran los cinco soles para poder hacer realidad aquellos sueños. Tanto pensar en el asunto, Lolo hizo un sensacional descubrimiento.
—La pelota puede ser nuestra Somos diez muchachos; haciendo un esfuerzo cada uno puede conseguir cincuenta centavos para comprarla. Les parecía genial la solución.
Una tarde se aparecieron bulliciosamente en Hualcará formando apretado grupo, adelante y al centro iba Lolito llevando amorosamente en las manos aquel valioso tesoro; su primera pelota de cuero, “con blader y todo”, como afirmaban orgullosos aquella tarde feliz.
Una adquisición tan importante merecía sus cuidados. Se la confiaron al autor de la genial idea financiadora. Ya lo consideraban a Lolito como un “futbolista completo”, sólo merecía este calificativo quien además de jugar supiera inflar bien una pelota, amarrarla sin que se note la “pichina” ni queden fuera las puntas del cordón. Además, Lolo aprendió a repararla, cuando se descosía, con una piedra, un clavo afilado, un pedazo de sebo y una aguja de las que usaban en la hacienda para coser costales.
Con esta adquisición, el fútbol prácticamente se adueñó de todas las horas libres que les dejaba la escuela. Apenas el sábado había un paréntesis para ir a Imperial a ver las hazañas de William Desmond. Eddie Polo, Walter Miller, Edmund Cobb en películas tan espectaculares como “El Jinete Fantasma”, “Los Mendigos de París”, “La Moneda Maldita” o “Los Fantasmas de Londres”.
Solo había dos lugares en que aquella menuda muchachada se sentía plenamente feliz: la pampa de Hualcará y el Teatro Iris de Imperial.
La felicidad de los chicos era preocupación para los padres. Cada vez duraban menos los pares de zapatos. Don Tomás, reflexivo como de costumbre, creyó encontrar la solución.
“Mi padre, -cuenta el mayor de los hermanos Fernández-, estaba decidido a que no siguiéramos jugando. Mayor fue su oposición cuando se enteró que en el ardor del juego nos originábamos algunas lesiones que luego tratábamos de ocultar. Pensó que abandonaríamos el fútbol ocultándonos los zapatos. Sin embargo, nos escapábamos y llegamos a acostumbrarnos a jugar sin zapatos. Esto parece que endureció nuestros músculos y pateábamos con más fuerza, especialmente Lolito, que después con zapatos veía multiplicarse la potencia de su shot”.
Con esta medida, don Tomás Fernández, consiguió un resultado inverso a lo que se proponía e indudablemente contribuyó a que su hijo hiciera retumbar sus cañonazos por las canchas del mundo.
(CONTINUARÁ)