

Esta noche, una pequeña llama abre el mundo.
No es grande, no es ruidosa, pero tiene la delicadeza de lo que transforma sin imponerse.
Una vela encendida basta para recordarnos que incluso la luz más humilde
puede despejar un rincón del alma.
En el brillo tembloroso de cada mecha,
viajan memorias, deseos, heridas que buscan descanso,
y sueños que aguardan su turno para despertar.
Encender una vela es un acto antiguo,
pero también es un gesto íntimo:
una conversación silenciosa entre el fuego y el espíritu.
Que esta noche, al ver las velitas encendidas,
sintamos que algo regresa a su lugar:
una esperanza suave,
una fuerza que creíamos perdida,
una claridad que nos reconoce desde dentro.
Porque cada luz que encendemos
no es solo para iluminar el camino,
sino para recordarnos que la claridad también nace de nosotros.
Que hay un fuego secreto que nunca ha dejado de arder,
un resplandor que persiste incluso cuando la vida se vuelve fría.
Hoy las velas no piden nada.
Solo nos invitan a estar,
a respirar,
a permitir que la noche se vuelva sagrada.
Que esta Noche de Velitas sea un territorio de paz,
un pequeño altar donde el espíritu pueda descansar


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