MILDA
RIVAROLA
Historiadora.
Socióloga. Ingeniera agrónoma.
Escribió
7 libros y participó en varias obras colectivas.
LA
RESCISIÓN DEL CONTRATO SOCIAL (por Milda Rivarola)
Las
opiniones contradictorias sobre lo ocurrido el 22 de junio del 2012,
dentro y fuera del Paraguay, delatan el carácter confuso y oscuro de
ese evento. La variedad de categorizaciones orillan el absurdo: golpe
de Estado, sustitución constitucional, golpe parlamentario (con o
sin guantes blancos), quiebre institucional, uso de atribuciones
legales del Congreso, juicio express, mecanismo normal y legal,
quiebre o ruptura democrática, etc.
Quizá
porque la gravedad de lo ocurrido es, como todo lo esencial, aun
invisible a los ojos.
Porque
en un sólo día, a mediados del año siguiente al del Bicentenario,
culminó el proceso de degradación de una década: se hizo trizas
todo el Contrato Social (Rousseau, 1762) aceptado por la sociedad
paraguaya tras la caída del dictador Stroessner. Sus cláusulas
“pétreas”, establecidas solemnemente en la Constitución de
1992, venían desgarrándose paulatinamente, hasta que de golpe se
rescindió todo el Contrato.
Por
eso el estupor, de allí el espanto colectivo. Lo brutal de esa
rescisión explica el letargo inicial. El golpe parlamentario rompía
el último de sus bastiones, según el cual el gobernante paraguayo
era electo por la ciudadanía. El principio esencial de toda
República, el más clásico, según el cual la soberanía residía
en el pueblo y no más en monarcas ni jefes de tribus.
Las
otras cláusulas de ese Contrato Social habían naufragado
silenciosamente en meses o años anteriores. La del imperio de la ley
se rompió en 2003, cuando Duarte Frutos, aliado a las bancadas
parlamentarias, literalmente “pulverizó” la Corte Suprema de
Justicia. En un juicio político algo menos torpe que el de junio del
2012, con veinte causales del libelo, el parlamento forzó la
renuncia de cuatro ministros (respetados juristas, en su mayoría) y
condenó a otros dos.
Esta
decisión tuvo efectos demoledores sobre una justicia en lento
proceso de reforma: se tornó un poder lento e ineficiente,
politizado, de baja integridad y credibilidad. De los seis
indicadores del Banco Mundial (Kaufmann& Kraay) para medir la
gobernabilidad de los países a nivel mundial, el de “Imperio de la
Ley” en Paraguay, es el único que permanece en su nivel mediocre
(17 a 19%), sin mejorías en la última década.
Como
la administración de la Justicia carece de una Sala Constitucional
cuyas sentencias sean acatadas como legítimas, cualquier
autodenominado “constitucionalista” interpreta hoy la Carta Magna
a piacere. La Corte dicta Sentencias Definitivas a medida del
demandante y no hesita en cambiarlas cuantas veces sean necesarias.
Como ese bastión republicano se resquebrajó hasta la ruptura, las
crisis entre el Judicial y los otros dos poderes del Estado se
tornaron endémicas.
El
otro bastión, el de la democracia parlamentaria, con un Congreso
electo que representa la diversidad de intereses ciudadanos, venía
zozobrando -clientelismo y corrupción electoral mediante- hace
tiempo. Pero la reacción ante las reivindicaciones de “indignados”
de mayo del 2012 evidenció claramente la ruptura de ese otro pilar.
El quiebre final sucedió en dos tiempos: cuando la ciudadanía
exigió a sus representantes no dilapidar 50 millones de USD
adicionales para sus operadores en el TSJE, los parlamentarios se
plegaron a regañadientes, desconcertados ante esta insólita
exigencia del Común. No se trataba de funcionarios públicos
exigiendo mejores salarios ni de campesinos demandando compensaciones
por malas cosechas. Eran manifestantes urbanos, de clase media alta,
que no hacían demandas sectoriales sino exigían derechos
ciudadanos.
Cuando,
alentada por el primer éxito, la ciudadanía reclamó el desbloqueo
de las listas partidarias, sus “mandatarios” pasaron a la
defensiva, reaccionando como minoría compacta (N. Lechner). Allí
acabó la ilusión de representatividad: los senadores trataron a sus
mandantes de turba vendida y alcoholizada, de zurdos e ignorantes. En
justa reciprocidad, fueron marcados de inmediato como senarratas y
dipuchorros, como consta en millares de posteos de redes sociales.
Los integrantes del Congreso optaron por auto-representarse a sí
mismos y defender apenas sus intereses partidarios, apropiándose de
la soberanía popular.
También
según este Contrato Social, los conflictos sociales se resolvían
pacíficamente, por la ley. El campesinado descreía ya de la
imparcialidad de los jueces y fiscales, tentados a favorecer
intereses de los poderosos, en detrimento de los suyos. El centenar
de militantes campesinos muertos por fuerzas policiales o
parapoliciales durante la transición, y la ataraxia de la Justicia
paraguaya respecto a las tierras malhabidas, justificaban ampliamente
esta desconfianza.
Pero
el enfrentamiento entre fuerzas policiales y miembros de la Liga
Nacional de Carperos, con un saldo de al menos 17 muertos el 15 de
junio, echó por tierra lo que restaba de este principio. A partir de
allí, la cuestión agraria amenaza litigarse ya abiertamente con las
armas. Las organizaciones campesinas entendieron -antes que muchas
otras- la ruptura del Contrato Social: ya desesperan de hallar
justicia sobre tierras que el Estado les niega, para obsequiarlas a
los grandes propietarios, ya no conocen fiscales capaces de separar
culpables de victimas en la masacre de Curuguaty.
Por
fin, el juicio político del 22 de junio derogó la última cláusula
del Contrato de 1992. La más valiosa para la percepción de la
gente: el presidente no llega al poder por golpes de Estado,
reelecciones amañadas, maniobras de minorías ni sucesiones
monárquicas, sino por el voto popular. Un campesino lo expresó con
simplicidad y dolor en una entrevista radial: ¿por qué no venderían
ahora su voto -la lección repetida hace veinte años por sus
dirigentes- si esa papeleta ya no valía nada?. Si ahora sabían que
la voluntad mayoritaria podía ser robada impunemente por 39
personas, en menos de 24 horas.
Por
eso la gente común, el Común, reaccionó con incertidumbre, miedo o
silencio ante lo que parecía un cambio de gobierno, pero en realidad
era un quiebre social y político mucho más grave. Gente común, la
que no lee Hobbes ni Rousseu, no reconoce a Habermas, Montesquieu o
Lechner, percibió con extrema lucidez que el Contrato Social bajo el
cual convivieron -mal o bien- durante dos décadas, acababa de
rescindirse.
Y
los letrados saben que al fenecer un Contrato -del tipo que sea- se
retorna al anterior, recupera vigencia el “consuetudinario”. Es
así como la elite conservadora paraguaya se apresuró en rehabilitar
-con notable eficiencia y memoria- las cláusulas del Contrato Social
anterior, el Stronista. El alegato del abogado Adolfo Ferreiro en el
Congreso la tarde del 22 de junio -no el jurídico, inservible ante
ese auditorio, sino el político, el del “espíritu de las leyes”
y los principios democráticos- confrontó abiertamente este
retorno.
Porque
ese libelo acusatorio -proferido, más que presentado- por un
tránsfuga de las carpas oviedo-stronistas a las cartistas, recurría
abiertamente a la cláusula madre de la represión dictatorial: los
delitos políticos no necesitaban ser probados, por ser “de público
conocimiento”. Esa acusación, radicalmente opuesta al Contrato
republicano y democrático de 1992, fue públicamente aprobada por la
casi totalidad de la Cámara, que sancionó de esta forma el retorno
al Contrato dictatorial.
Cuando
el Contrato Social fenece, se retorna a la barbarie. Un brillante
artículo de Luis A. Boh expresa ese retroceso al salvajismo, al
planeta de los simios. O al hobbesiano homen hominis lupus est
(Leviatán, 1651), cuando los lobos salen a los campos y entran a las
ciudades, porque el Contrato anterior ya no es válido y las elites
acaban de poner el vigencia el más antiguo. Contrato expresado hoy
en la violencia verbal de las redes, en la brutal prepotencia de los
“soberanos”, en las editoriales de la prensa comercial, y en
prácticas policiales que recuperan, con naturalidad, sus añoradas
arbitrariedades represivas.
No
es accidental que, de modo inconsciente, analistas locales e
internacionales apelen a símbolos de bestialidad animal o humana
para calificar la praxis de la “nueva política” paraguaya: desde
el retorno de los simios, pasando por el de manada de dinosaurios o
bandada de avestruces asustados, hasta la de hombres cavernícolas o
trogloditas.
Heridos
de muerte los principios republicanos, roto el de por sí endeble
tejido social (dos de cada cinco paraguayos siguen sin siquiera comer
lo necesario), el Contrato neo-stronista apela una vez más al
peligro exterior (el de la Triple Alianza + uno) y al feroz
aglutinante ideológico del nacionalismo, para reconstruir la fachada
de la “unidad nacional”. Y exacerba el miedo colectivo, aludiendo
al peligro de guerra civil, amenazando a los “zurdos” o
“bolivarianos asesinos” en las calles y en las redes. Se
fundamenta una vez más en los arcaicos lemas de la Doctrina de
Seguridad Nacional, que ven en los “enemigos internos”, en los
“legionarios”, en los “malos paraguayos”, el mayor peligro
contra la nacionalidad.
Aunque,
considerando sus consecuencias mediatas, la rescisión de un contrato
social paulatinamente resquebrajado en la transición y en la
alternancia, está generando un efecto no querido por sus ejecutores.
Nunca antes la sociedad paraguaya debatió y reflexionó como ahora
sobre la política. Está hoy preguntándose en centenares de
espacios, foros, organizaciones civiles o sociales qué fue, como se
quebró, que será de hoy en más la democracia paraguaya.
Inquiriendo qué se hizo mal, cómo quieren convivir civilizadamente
los paraguayos -hombres y mujeres- después de este quiebre
brutal.
Ni
siquiera entre 1989 y 1992, ciudadanos de todas las edades y
condiciones sociales cuestionan con tan intensa curiosidad qué fue
realmente la dictadura, cómo pervivieron la corrupción y el
clientelismo, cómo actúan aquí y en otros países los partidos
políticos, qué son la globalización y la soberanía regional,
cuanto destruyen al país la desigualdad y la concentración de
activos e ingresos, cuanto de verdad o mentira reproducen los medios
y las redes sociales.
Esta
crisis se revela, para ellos, una crisis terminal. Pertenecen a una
nueva generación paraguaya -la que, al no haber aprendido el miedo,
no sabe repetir las miserias ni los oportunismos del pasado- que hoy
está escribiendo, con libertad, igualdad y fraternidad, el Contrato
Social del futuro.
Milda
Rivarola
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Publicado por Jose Angel Lopez Barrios en
Bienvenidos! el 7/24/2012 02:53:00 PM