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Iñaki

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Jan 30, 2009, 1:56:12 AM1/30/09
to lamatracaasociacion
De Julio Cortázar, CASA TOMADA

Estoy dandole alguna vuelta al tema de la puesta en escena. Se admiten
ideas.

Un beso

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Casa tomada
[Cuento. Texto completo]

Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse.
Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso
de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar
y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya
no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba
grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos
bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin
mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea
de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era
necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos
en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos
primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos
la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su
actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su
dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen
cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer
nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para
el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le
agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana
encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto,
se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo
aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene,
porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene
sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está
terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el
cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas,
verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no
tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No
necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los
campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el
tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas
viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y
una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los
ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala
con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la
parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un
pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala
delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el
living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se
entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba
al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y
pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y
mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más
estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba
abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para
moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi
nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles.
Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes
y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una
ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los
rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con
plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se
deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin
circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran
las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada
puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía
impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un
segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas
piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera
demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la
llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo
para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la
bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este
lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en
reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me
gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en
la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura
francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en
una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto
solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las
cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la
casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun
levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las
once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir
conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos
bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque
siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el
dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo
andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso
me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus
cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más
cómodo. A veces Irene decía:

-Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de
papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy.
Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir
sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca
pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los
sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en
grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros
dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba
cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el
ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes
insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al
pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo
dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la
parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba
canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y
vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces
permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios
y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de
noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en
seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed,
y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a
servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía)
oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la
atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que
eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en
el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr
conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos
se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de
un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte -dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos
y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que
los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el
armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche.
Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba
llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima,
cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No
fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en
la casa, a esa hora y con la casa tomada.
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