Miquel Angel Soria
unread,Apr 17, 2020, 4:58:46 AM4/17/20Sign in to reply to author
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El dolor davant la mort s'aguditza quan apareixen noms i cognoms. En
dos dies, Rubem Fonseca i Luis Sepúlveda (inoblidables). Sempre
recordaré el moment en que em van fer conèixer aquest últim. No has
llegit Un viejo que leía novelas de amor? -em va preguntar. Ja després
van seguir la resta.
Avui tornaré a escoltar el saxo de Lee Konitz. Sempre ens queda la música.
Luis Sepúlveda, el escritor que le dio voz a los olvidados
El autor de Un viejo que leía novelas de amor llevaba 48 días
internado en la ciudad española de Oviedo. "Mis perdedores son
hermanos de los hermosos perdedores de Osvaldo Soriano", decía el
narrador chileno. Fue un apasionado viajero y un activo militante de
la izquierda latinoamericana.
Por Silvina Friera
Llueve sobre mojado. La literatura está de luto. El escritor chileno
Luis Sepúlveda murió a los 70 años, en Oviedo, donde estaba internado
desde el 29 de febrero por una neumonía asociada al coronavirus. El
autor de Un viejo que leía novelas de amor llevaba 48 días ingresado
en el Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), la mayor
parte de ellos estuvo conectado a un respirador en la Unidad de
Cuidados Intensivos. El escritor que decía que había nacido
“profundamente rojo” empezó a sentirse mal el 25 de febrero, dos días
después de haber asistido al festival literario Correntes dÉcritas,
celebrado en Póvoa de Varzim, en el norte de Portugal. El estado de
salud de Sepúlveda, el primer paciente diagnosticado de Covid-19 en
Asturias, se deterioró en las últimas semanas al no responder a los
tratamientos sucesivos ni a los antibióticos.
En una de sus novelas, La sombra de lo que fuimos, un friso
generacional de la militancia chilena que combina el género de
aventuras con el policial, “un ajuste de cuentas con el lastre
ceremonioso de la izquierda”, como él mismo la definía, uno de los
personajes recuerda que lo expulsaron del Partido Comunista junto a
cientos de militantes acusados de “ultraizquierdismo”. Los expulsados
lanzaron al aire los carnés del partido, pero no se sacaron los
pañuelos rojos. “Luego del asesinato del Che en Bolivia el Partido
Comunista no tuvo respuestas para las preguntas que nos hacíamos los
jóvenes –advertía Sepúlveda en una entrevista con Página/12 en 2009-.
La muerte del Che hizo nacer en nosotros algo desconocido y la primera
consecuencia de ese nacimiento fue desconocer la rígida disciplina de
las juventudes comunistas. Nos hicimos guevaristas, por fin teníamos
un ícono propio y en castellano. La respuesta fue declararnos
traidores a la causa, expulsarnos. Desde los tiempos de Stalin no se
había visto una ceremonia de depuración comunista tan grande y absurda
como la que se realizó en el cine Nacional de Santiago. Más de tres
mil chicos expulsados en cuestión de horas. No era necesario ser muy
inteligente para entender que, a los 16 o 18 años, uno no podía ser un
traidor a la Unión Soviética. Además, ¡qué les importaba a los
soviéticos lo que pensábamos en un barrio proletario de Santiago!”.
En 1973, después del golpe de Augusto Pinochet, Sepúlveda fue
encarcelado dos años y medio. Obtuvo la libertad condicional y fue
puesto bajo arresto domiciliario. Logró escaparse y se mantuvo
clandestino por casi un año. Detenido nuevamente, logró salir gracias
a las gestiones de la rama alemana de Amnistía Internacional. En 1977
pasó por Buenos Aires, Uruguay, San Pablo (Brasil), Paraguay hasta que
se quedó en Quito, Ecuador, con su amigo Jorge Enrique Adoum. Integró
una expedición de la Unesco para observar el impacto de la
colonización en los indígenas shuar. Trabajó con las organizaciones
indígenas para crear un borrador del primer plan para la
alfabetización de la federación de los campesinos Ibambura, en los
Andes. En 1979 se unió a la brigada internacional Simón Bolívar que
luchaba en Nicaragua. Después de la victoria de la revolución en ese
país, trabajó como periodista, hasta que decidió viajar a Hamburgo
(Alemania). En los años noventa se instaló en Gijón (España), donde
fundó el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón.
El fenómeno editorial llegó con Un viejo que leía novelas de amor
(1988), que Beatriz de Moura, la creadora de la editorial Tusquets,
publicó en 1993. Después escribiría, entre otros libros, Nombre de
torero, Mundo del fin del mundo, Historia de una gaviota y del gato
que le enseñó a volar, Historia de un perro llamado Leal y el libro de
viajes Últimas noticias del Sur, que reúne los tres viajes que hizo
con su amigo y “hermano” el fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, por
la Patagonia y Tierra del Fuego. “Yo tengo un santo protector, San
Osvaldo Soriano. El Gordo es mi hermano, en mis retinas tengo pegada
la imagen de la última vez que lo vi alejándose por Santa Fe hacia
Callao, y cada vez que quiero conseguir un equilibrio entre la comedia
y la tragedia, lo invoco: ‘Echame una mano, Gordo’, le digo, y nunca
me falla –reconocía Sepúlveda-. Mis perdedores son hermanos de los
hermosos perdedores de Soriano. ¿Para qué inventar otra fórmula si el
Gordo sentó cátedra al respecto? Soriano es el gran inventor de esa
mezcla entre amor y humor, o Hamor, así, con hache, para referirse a
temas duros, dolorosos, pero que precisan del distanciamiento irónico
para que no se conviertan en traumas”.
La memoria le permitía literaturizar la vida, “proponer otra opción
para los hechos, mejor que la mezquina versión oficial”, decía el
escritor chileno. “La realidad y la verdad no van de la mano. Hace
algunos años, en un café de Roma se me acercó un chico, de la edad de
mi hijo mayor, para decirme que había leído una novela mía, Nombre de
torero, y que esa lectura le había permitido acercarse a su padre,
dejar de odiarlo porque le faltó durante toda la infancia y
adolescencia. Yo vi morir al padre de ese chico en Nicaragua, y cuando
me preguntó cómo había muerto, tomé la verdad que había en mi memoria
y le narré la muerte de un hombre bueno, que jugaba fútbol y era malo
en la cancha, que contaba los mejores chistes de don Otto, que antes
de morir miró el agujero en su vientre por el que se le escapaba la
vida y repitió su muletilla ‘cagamos te mandó saludos’. Entonces el
chico rió y lloró al mismo tiempo y concluyó: ‘Qué lindo tipo era mi
viejo’”.
l humor era el gran aliado narrativo y vital del escritor chileno.
Tenía muchas anécdotas compartidas junto a Soriano. “Nos gustaba mucho
hablar del futuro y, una tarde ociosa en que hicimos una lista de los
mejores hoteles en los que valía la pena robar una toalla (coincidimos
en el Alvear Palace de Buenos Aires), le pregunté: ‘Osvaldo, ¿cómo nos
recordarán los japoneses en el año 2100?’. El Gordo contestó: ‘Como a
dos tipos capaces de robar toallas en los mejores hoteles’”.
Sepúlveda, el hombre que nació “profundamente rojo”, era un gran
escritor y un “lindo tipo”.
* * *
Lucho se fue a dar una vuelta
Por Mempo Giardinelli
Mentira que se murió el cabrón ése. Luis Sepúlveda, digo, mi amigo, mi
hermano desde que hace 40 años nos juramos amor y fraternidad junto
con quien considerábamos nuestro maestro, Osvaldo Soriano.
Mentira, qué se
va a morir Lucho, en todo caso habrá cambiado de barrrio y andará con
su sonrisa de niño y sus risotadas estruendosas quién sabe por qué
nube. Que por ahí empezó a andar hace un mes y pico, cuando la maldita
peste que está en el aire del mundo le puso el dedo encima.
Escribo mientras lloro, desgarrado y con una de las más hermosas y
conmovedoras novelas de la literatura latinoamericana en mi regazo:
"Un viejo que leía novelas de amor". Nadie más que él pudo escribir
una historia tan dura y a la vez tan colmada de ternura. Un libro que
sólo un grande de la literatura como él pudo escribir.
Lucho Sepúlveda fue un volcán patagónico para admirar y también,
acaso, para ser temido por tontos, necios y envidiosos. Porque él, en
verdad, era nada más y nada menos que un muchachote generoso y
ditirámbico, un dionisíaco gritón y con recia pinta de guardia de
infantería pesada, pero en realidad era un niño. Toda su vida fue un
chiquilín con cara de malo patotero, pero al cuete, porque enseguida
cualquiera se daba cuenta de que era pura pinta, bastaba un guiño, un
gesto amable para que se le humedecieran los ojos y se deshiciera en
ternuras.
Escribo en primera persona porque no puedo hacerlo de otro modo. No
con él, mi amigo, mi hermano Lucho que ahora debe estar buscando en
algún punto del universo a Antonio Sarabia, mientras aquí quedamos tan
desamparados sus otros hermanos: José Manuel Fajardo, Daniel
Mordzinsky y yo, por lo menos. Y también sus hermanas, "las minas"
como las llamaba en chileno argentinizado: Pelusa, Ainoha, Karla,
Natalia, Manuela. Y su ringlera de hijas, nietas y nueras.
Lucho siempre estuvo en el centro de todos y todas como un cacique
mapuche, un indiano prepotente y gritón que amaba hacer asados "a la
argentina" pero no sabía hacerlos, aunque tozudamente los organizaba
una y otra vez. Ay, cómo me enternece recordar su espíritu de
competencia en ésa y otras artes culinarias de las que emergíamos
brindando con tintos de ambos lados de los Andes.
Quisiera insistir en que es mentira que se murió Lucho Sepùlveda.
Porque ya empecé y empezamos a extrañarlo hace un mes y pico, cuando
todos y todas supimos que en él la peste jugaba a redoblona y a
maldita ganadora.
Y quiero decir además que Lucho escribió esa belleza para niños que es
"Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar" y también
escribió una larga lista de textos, como hacemos quienes trajinamos el
oficio de las invenciones literarias, y entre los últimos destaco la
también conmovedora "Historia de un perro llamado Leal".
Quizás divago y pido disculpas a l@s lecto@s, pero esta nota es de las
que jamás uno piensa que un día escribirá. Parece mentira pero hace
apenas un cuarto de siglo y en Gijón hablamos de esto y jugamos a los
obituarios, con la consigna que él estableció: "Muérame yo primero,
cabrón, así la escribes tú, que yo no quiero escribir la tuya y a ver
qué dices de mí, puras mentiras". Y soltando una carcajada se fumó un
pucho, o acaso fue un habano porque le encantaba parecer un gángster
de película, uno de esos jefes de pandilla seguido por sus amigos
fieles a morir.
Hacedor y promotor de esa "banda", expurgando fotos y papeles y ahora
lloroso, encuentro un email que me mandó el 25 de abril de 1999 desde
Gijón, en el que dice que "nuestros propósitos siempre están muy bien
para un caballo, pero no para un ser humano. Por eso si le hacemos
caso a todas las ideas que se nos ocurren, nos reventamos". Y así fue
cómo organizó el Salón del Libro de Gijón, que duró una docena de
años, y vino al Foro de la Lectura en el Chaco un par de veces, y voló
por todo el mundo, aclamado por millones de lectores en casi todos los
idiomas.
Se fue un grande, señoras y señores.
Y punto. Y me quedo con la idea de que sí, quizás sea mentira que se
murió Lucho Sepúlveda. Capaz que se fue a dar una vuelta por ahi,
nomás. Honrémoslo y leámoslo, que es lo que hay que hacer cuando muere
un grande de la literatura. Y al lloro adolorido sabrán ustedes
dispensarlo.
* * *
Rumores y desinformación en Wuhan
Por Juan Forn
Wang Xiuying es el nombre de una bióloga y doctora en filosofía que
vivía en Shanghai cuando se desató la epidemia del virus SARS en 2003.
Su ciudad no era una de las zonas de riesgo (hubo sólo ocho víctimas
en una población de 17 millones), de manera que no conoció la
cuarentena ni padeció el bombardeo mediático (“Poco después llegó el
verano y el virus desapareció”, dice con candor). Con el COVID19, en
cambio, todo fue vertiginoso y confuso desde el primer momento. La
desinformación, la manipulación y los rumores hicieron de la ciudad de
Wuhan un hervidero antes de que quedara en cuarentena total. En las
semanas previas hubo dos eventos políticos multitudinarios al que
asistieron delegados de todas las regiones del país con sus
respectivas familias, que incluyeron la friolera de 80 mil banquetes
simultáneos, aprovechando que era el Año Nuevo chino. Luego del fin de
las festividades, cinco millones de personas abandonaron la ciudad.
Horas después, los hospitales de Wuhan comenzaron a verse desbordados
de consultas y a pedir refuerzos médicos con urgencia.
Las autoridades aseguraron que todo estaba bajo control y de pronto
decretaron la cuarentena total para nueve millones de personas.
Mientras médicos y enfermeras de todo el país iban hacia Wuhan a
colaborar, desde todas las ciudades de China enviaban donaciones en
efectivo y en material sanitario a través de la Cruz Roja. Pero el
problema es que, en China, a la Cruz Roja la llaman la Plaga Roja, por
sus escándalos financieros y su corrupción. La sede local de Wuhan
tenía una docena de empleados que cobraba básicamente por no hacer
nada, dice Wang Xiuying, y de pronto se encontraron con un galpón
gigantesco lleno hasta el techo de envíos. Nadie catalogaba lo que
recibían. El personal de hospitales tenía que ir por las suyas a
revolver entre montañas de cajas para encontrar lo que necesitaban.
La censura trabajaba sin descanso, mientras tanto. Cuando el
oftalmólogo Li Wenliang mensajeó a un grupo de colegas los alcances
que podía tener el COVID fue convocado por la policía “por alterar la
moral pública” pero le permitieron que siguiera trabajando en el
hospital, hasta que el día 6 de febrero comenzó con síntomas y tuvo un
ataque cardíaco. Las agencias de noticias anunciaron su muerte. La
ciudad y el país comenzaron a llorarlo, como a uno de los héroes de
toda esa desgracia, pero de pronto un cable oficial anunció con bombos
y platillos que Li había revivido y estaba con respirador. La noticia
posterior de su muerte se anunció en la madrugada, para que pasara lo
más inadvertida posible. Como dice Wang Xiuying, es difícil llorar dos
veces una muerte con la misma intensidad.
El caso de Fang Fang, una conocida escritora de Wuhan, fue similar.
Desde que empezó la pandemia ella empezó a postear online un diario de
serena honestidad sobre lo que sucedía en su ciudad, para bien y para
mal. Pero se la acusó de desacreditar los esfuerzos colectivos y minar
la moral. Cada entrada de su diario era eliminada en menos de una hora
desde Beijing pero aún así se hacía viral (de hecho, el diario está
por publicarse en forma de libro digital en Occidente en estos días).
Un joven energúmeno que la atacaba por las redes con lenguaje y
virulencia que recordaban a los terribles tiempos de la Revolución
Cultural, recibió la siguiente respuesta: “Hijo, cuando te pregunten
qué hiciste tú en la gran catástrofe de 2020, contesta que te
dedicaste a atacar como un perro rabioso a Fang Fang”.
Cuenta Wang Xiuying que los niños chinos estaban felices de no ir a la
escuela durante la cuarentena, hasta que les impusieron una aplicación
llamada DingTok en la que debían reportarse todos los días y cumplir
cierto número obligatorio de horas de trabajo. No les quedó más
remedio que obedecer hasta que un astuto adolescente descubrió que si
suficientes usuarios dan mala calificación a una aplicación ésta es
eliminada del menú de ofertas. El rumor se expandió en cuestión de
minutos, DingTok pasó de medir 4,9 a 0,4 de la noche a la mañana, se
desactivó automáticamente de las pantallas y los niños chinos se
libraron de su tarea escolar.
Cuando la curva de contagios empezó a descender, las autoridades
aflojaron un poco la censura y los chinos se sumergieron en masa en
sus celulares y pantallas a ver cómo lidiaban Rusia y Occidente con la
pandemia. Según las redes chinas, Putin ha soltado leones por las
calles de Moscú para que la gente respete la cuarentena, en Alemania
se alquilan drones de perros para sacarlos a pasear un rato por la
calle, y en Estados Unidos se venden bodybags Prada en oferta. Pero lo
que dejó atónitos a los chinos es la noticia de que el ciudadano medio
norteamericano no tiene ahorros superiores a los 400 dólares para
enfrentar emergencias. También se insiste en que, antes de la
pandemia, según un estudio del Global Health Security Index, una
entidad que mide la capacidad de prevención y reacción a emergencias
sanitarias, China ocupaba el puesto 51, muy por debajo de Estados
Unidos, Gran Bretaña y Alemania. En cambio ahora el mundo contempla
con respeto la velocidad a la que se han construido hospitales y
equipos sanitarios para exportar al mundo, además de la dedicación de
los médicos chinos, que usan pañales de adultos en sus largas horas de
trabajo para no tener que detenerse a hacer sus necesidades.
Dice Wang Xiuying que los defensores de la democracia están en baja en
China en estos días: ¿cómo defender un sistema cuyos paladines ponen
la economía por delante de la salud, desconocen sin pudor las
relaciones internacionales y han intentado sobornar laboratorios para
tener la vacuna sólo para su país? El espíritu nacionalista chino, en
cambio, ya se jacta de dos cosas: 1) que el Estado anunció que todos
los empleados públicos cobrarán el total de su (magro) sueldo mientras
dure la cuarentena y 2) que los empleados de empresas privadas que
sean despedidos cobrarán dos años de (magro) seguro de desempleo. Pero
de lo que se jactan en voz más baja y con más satisfacción es que toda
esa enorme masa de chinos que tienen empleos informales y se han ido
en masa al campo, donde el costo de vida es mucho menor y sus familias
pueden darles de comer, están esperando que los llamen como mano de
obra semiesclava, en cuanto las primeras grandes empresas empiecen a
producir. Es decir que, cuando Trump y Europa se atrevan a levantar la
cuarentena y retomen su ritmo de consumo habitual, descubrirán que el
único proveedor capaz de satisfacer al instante sus demandas es ya
saben quién.
Según Wang Xiuying, esta nueva obsesión de los chinos con la
información internacional los está volviendo insomnes. Las autoridades
les dicen que no dormir debilita el sistema inmuntario y los hace más
vulnerables a la enfermedad, pero nadie consigue somníferos en las
farmacias porque todos los laboratorios están dedicados 24x24 a tratar
de encontrar una vacuna contra el coronavirus. Así que, como
alternativa, el Estado chino sugiere a sus ciudadanos que se dediquen
a contemplar la luna, visible por primera vez en años desde que se
acabó el smog en el cielo de China.