Isaac Rosa ja va escriure ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
Un no pot deslligar-se de la història.
Recordem l'Associació d'Estudis Gramscians de Catalunya -creada
recentment- en el 129 aniversari del naixement de Gramsci.
¡Otro maldito artículo sobre el pin parental!
Isaac Rosa
Tenía pensado escribir hoy sobre la espectacularización mediática de
la información meteorológica, y esa práctica cada vez más extendida de
convertir al pacífico reportero televisivo en un corresponsal de
guerra bajo la nieve y la lluvia, con la inundación por la cintura,
azotado por el viento y las olas, con la barba escarchada y el
micrófono tiritando, mientras desde el estudio el presentador repite
muchas veces "terrorífico", "apocalíptico", "histórico", "dantesco", y
ofrece en bucle las mismas imágenes de destrozos y charcos.
Pensaba escribir sobre esa deriva cutre del periodismo cada vez que
asoma borrasca, pero me he dicho: "eh, Isaac, a ver si vas a ser el
único articulista de España que no escribe sobre el pin parental ese".
Y dicho y hecho, con ustedes ¡otro maldito artículo sobre el pin
parental!
Voy a escribir del pin parental, pero no tengo claro qué. No sé si
mostrar mi rechazo absoluto, o aprovecharlo para defender con ardor la
educación pública. Quizás sería más útil dedicar mi artículo a
demostrar con datos que no responde a ninguna realidad social, o mejor
aún: a desmentir bulos que circulan estos días. Claro que también me
sirve para comentar tal o cual declaración de políticos, o mostrar
cómo el PP hace suya la agenda ultra y utiliza a Vox para implantar
su… ¿y si mejor bromeo un rato sobre el pin parental, que da para
mucho chiste de fachas? Poca broma con el tema: hagamos memoria y
recordemos la educación nacionalcatólica. No sé, quizás escriba sobre
el pin parental y las guerras culturales, el pin parental y la
izquierda, el pin parental como metáfora de no sé qué, el pin parental
como cortina de humo, el pin parental como estrategia de polarización
que beneficia al gobierno, o incluso de si deberíamos decir mejor
"veto parental", o hasta crear nuestro propio pin para otros asuntos.
Tengo el día tonto, y quizás acabe escribiendo de cómo nos la han
vuelto a colar; cómo una y otra vez nos juramentamos para no morder
los anzuelos del fascismo ni dar altavoz a su descaradísima estrategia
de dog-whistle; y sin remedio una y otra vez nos tragamos hasta el
esófago el anzuelo más burdo (yo el primero) y les regalamos otra
semana de prime-time para sus bocinazos (nada de sutiles silbatos de
perro) que por supuesto llegan a sus destinatarios. Me da pereza, pero
podría dedicar este artículo a recordar el decálogo de cómo responder
al fascismo sin hacerle el juego, y recomendar los mismos libros y
artículos de siempre sobre el tema; los mismos decálogos, libros y
artículos que olvidaremos en la próxima batallita que nos planten.
No se crean, no es fácil escribir otro artículo sobre el pin parental
tras leer en los últimos seis días no menos de ciento veinte columnas
de prensa (calculo a bulto y solo mirando medios de ámbito estatal,
serán muchas más), además de noticias, reportajes y análisis, y
decenas de horas de radio y televisión sobre un tema que ha
monopolizado tertulias, entrevistas, ruedas de prensa y consejos de
ministros. Hasta un cuento he visto por ahí sobre el tema.
Ah, e incontables horas de conversación callejera, claro, porque no
teníamos otra cosa de qué hablar en el ascensor o en la pausa de café.
Menos mal que ha llegado la borrasca para darnos tema de conversación,
y en realidad yo quería hablar de eso: de la borrasca, y de los medios
que convierten el pin parental en show con sus periodistas enterrados
en la nieve, sus amenazantes hombres del tiempo, sus irresistibles
infografías, sus vídeos en bucle, sus ¡última hora! y su regodeo
tremendista a la busca de audiencia, espectadores, lectores,
clickbait, visitas, publicidad. ¿He dicho pin parental? Perdón, quería
decir borrasca, aunque igual es uno de esos lapsus reveladores, y tal
vez son los mismos medios (y con los mismos espectadores facciones,
nosotros) que dan carrete sin fin lo mismo a la borrasca que al pin
parental, lo mismo a los menores no acompañados que al derbi liguero,
lo mismo a una sesión de investidura que al último meme.
Que no digo que sean los únicos, ni siquiera los principales
responsables; pero convendrán conmigo que con estos medios y con estos
espectadores (nosotros, sí), no parece fácil ni abordar la emergencia
climática en la que ya estamos, ni dar respuesta a la barra libre de
la ultraderecha. Y hay que hacerlo.
* * *
El miedo, la esperanza y los derechos humanos
Por Boaventura de Sousa Santos
El gran filósofo del siglo XVII Baruch Spinoza escribió que los dos
sentimientos básicos del ser humano (afectos, en su terminología) son
el miedo y la esperanza. Y sugirió que es necesario lograr un
equilibrio entre ambos, ya que el miedo sin esperanza conduce al
abandono y la esperanza sin miedo puede conducir a una autoconfianza
destructiva. Esta idea puede extrapolarse a las sociedades
contemporáneas, especialmente en una época en la que, con el
ciberespacio, las comunicaciones digitales interpersonales
instantáneas, la masificación del entretenimiento industrial y la
personalización masiva del microtargeting comercial y político, los
sentimientos colectivos son cada vez más “parecidos” a los
sentimientos individuales, aunque siempre sean agregaciones
selectivas. Es por ello que actualmente la identificación con lo que
se oye o se lee resulta tan inmediata (“eso es precisamente lo que
pienso”, aunque nunca antes se haya pensado sobre “eso”), al igual que
la repulsión (“tenía buenas razones para odiar eso”, a pesar de que
nunca se haya odiado “eso”). De este modo, los sentimientos colectivos
se convierten fácilmente en una memoria inventada, en el futuro del
pasado de los individuos. Por supuesto, esto solo es posible porque, a
falta de una alternativa, la degradación de las condiciones materiales
de vida se vuelve vulnerable a una reconfortante ratificación del
statu quo.
Si convertimos los sentimientos de esperanza y miedo en sentimientos
colectivos, podemos concluir que tal vez nunca haya habido una
distribución tan desigual del miedo y la esperanza a escala global. La
gran mayoría de la población mundial vive dominada por el miedo: al
hambre, a la guerra, a la violencia, a la enfermedad, al jefe, a la
pérdida del empleo o a la improbabilidad de encontrar trabajo, a la
próxima sequía o a la próxima inundación. Este miedo casi siempre se
vive sin la esperanza de que se pueda hacer algo para que las cosas
mejoren. Por el contrario, una diminuta fracción de la población
mundial vive con una esperanza tan excesiva que parece totalmente
carente de miedo. No teme a los enemigos porque considera que estos
han sido anulados o desarmados; no teme la incertidumbre del futuro
porque dispone de un seguro a todo riesgo; no teme las inseguridades
de su lugar de residencia porque en cualquier momento puede
trasladarse a otro país u otro continente (e incluso comienza a
barajar la posibilidad de ocupar otros planetas); no teme la violencia
porque cuenta con servicios de seguridad y vigilancia: alarmas
sofisticadas, muros electrificados, ejércitos privados.
La división social global del miedo y la esperanza es tan desigual que
fenómenos impensables hace menos de treinta años hoy parecen
características normales de una nueva normalidad. Los trabajadores
“aceptan” ser explotados cada vez más a través del trabajo sin
derechos; los jóvenes emprendedores “confunden” la autonomía con la
autoesclavitud; las poblaciones racializadas se enfrentan a prejuicios
racistas que a menudo provienen de aquellos que no se consideran
racistas; las mujeres y la población LGTBI siguen siendo víctimas de
violencia de género, a pesar de todas las victorias de los movimientos
feministas y antihomofóbicos; los no creyentes o creyentes de
religiones “equivocadas” son víctimas de los peores fundamentalismos.
En el plano político, la democracia, concebida como el gobierno de
muchos en beneficio de muchos, tiende a convertirse en el gobierno de
pocos en beneficio de pocos, el estado de excepción con pulsión
fascista se va infiltrando en la normalidad democrática, mientras que
el sistema judicial, concebido como el Estado de derecho para proteger
a los débiles contra el poder arbitrario de los fuertes, se está
convirtiendo en la guerra jurídica de los poderosos contra los
oprimidos y de los fascistas contra los demócratas.
Es urgente cambiar este estado de cosas o la vida se volverá
absolutamente insoportable para la gran mayoría de la humanidad.
Cuando la única libertad que le quede a esta mayoría sea la libertad
de ser miserable, estaremos ante la miseria de la libertad. Para salir
de este infierno, que parece programado por un plan voraz y poco
inteligente, es necesario alterar la distribución desigual del miedo y
la esperanza. Es urgente que las grandes mayorías vuelvan a tener algo
de esperanza y, para ello, es necesario que las pequeñas minorías con
exceso de esperanza (porque no temen la resistencia de quienes solo
tienen miedo) tengan miedo de nuevo. Para que esto ocurra, se
necesitarán muchas rupturas y luchas en los terrenos social, político,
cultural, epistemológico, subjetivo e intersubjetivo. El siglo pasado
comenzó con el optimismo de que rupturas con el miedo y luchas por la
esperanza estaban cerca y serían eficaces. Este optimismo tuvo el
nombre inicial e iniciático de socialismo o comunismo. Otros
nombres-satélite se unieron a ellos, como republicanismo, secularismo,
laicismo. A medida que el siglo avanzaba se unieron nuevos nombres,
como liberación del yugo colonial, autodeterminación, democracia,
derechos humanos, liberación y emancipación de las mujeres, entre
otros.
Hoy, en la primera mitad el siglo XXI, vivimos entre las ruinas de
muchos de esos nombres. Los dos primeros parecen reducirse, en el
mejor de los casos, a los libros de historia y, en el peor, al olvido.
Los restantes subsisten desfigurados o, como mínimo, se ven
confrontados ante la perplejidad de acumular tantas derrotas como
victorias protagonizan. Por estas razones, las rupturas y las luchas
contra la distribución torpemente desigual del miedo y la esperanza
serán una tarea ingente, porque todos los instrumentos disponibles
para llevarlas a cabo son frágiles. Además, esta discrepancia
constituye en sí misma una manifestación del desequilibrio
contemporáneo entre el miedo y la esperanza. La lucha contra tal
desequilibrio debe comenzar por los instrumentos que reflejan este
mismo desequilibrio. Solo a través de luchas eficaces contra este
desequilibrio será posible señalar la expansión de la esperanza y la
retracción del miedo entre las grandes mayorías.
Cuando los cimientos se derrumban, se convierten en ruinas. Cuando
todo parece estar en ruinas, no hay más alternativa que buscar entre
las ruinas, no solo el recuerdo de lo que fue mejor, sino
especialmente la desidentificación con lo que al diseñar los cimientos
contribuyó a la fragilidad del edificio. Este proceso consiste en
transformar las ruinas muertas en ruinas vivas. Y tendrá tantas
dimensiones cuantas sean exigidas por la predictora socioarqueología.
Comencemos hoy por los derechos humanos.
Los derechos humanos tienen una doble genealogía. A lo largo de su
vasta historia desde el siglo XVI, fueron sucesivamente (a veces de
manera simultánea) un instrumento de legitimación de la opresión
eurocéntrica, capitalista y colonialista, y un instrumento de
legitimación de las luchas contra esa opresión. Pero siempre fueron
más intensamente instrumento de opresión que de lucha contra ella. Por
eso contribuyeron a la situación de extrema desigualdad de la división
global del miedo y la esperanza en la que nos encontramos hoy. A
mediados del siglo pasado, tras la devastación de las dos guerras en
Europa (con impacto mundial debido al colonialismo), los derechos
humanos tuvieron un momento alto con la proclamación de la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, que vino a sustentar
ideológicamente el trabajo de la ONU. El 10 de diciembre pasado se
conmemoraron los 71 años de la Declaración. No es aquí el lugar para
analizar en detalle este documento, que en su origen no es universal
(de hecho, es cultural y políticamente muy eurocéntrico) pero que
gradualmente se fue estableciendo como una narrativa global de la
dignidad humana.
Es posible decir que entre 1948 y 1989 los derechos humanos fueron
predominantemente un instrumento de la guerra fría, lectura que
durante mucho tiempo fue minoritaria. El discurso hegemónico de los
derechos humanos fue usado por los gobiernos democráticos occidentales
para exaltar la superioridad del capitalismo en relación con el
comunismo del bloque socialista de los regímenes soviético y chino.
Según tal discurso, las violaciones de los derechos humanos solamente
ocurrían en ese bloque y en todos los países simpatizantes o bajo su
influencia. Las violaciones que había en los países “amigos” de
Occidente, crecientemente bajo influencia de los Estados Unidos, eran
ignoradas o silenciadas. El fascismo portugués, por ejemplo, se
benefició durante mucho tiempo de esa “sociología de las ausencias”,
tal como sucedió con Indonesia durante el período en que invadió y
ocupó Timor Oriental, o con Israel desde el inicio de la ocupación
colonial de Palestina hasta hoy. En general, el colonialismo europeo
fue por mucho tiempo el beneficiario principal de esa sociología de
las ausencias. Así se fue construyendo la superioridad moral del
capitalismo en relación con el socialismo, una construcción en la que
colaboraron activamente los partidos socialistas del mundo occidental.
Esta construcción no estuvo libre de contradicciones. Durante este
período, los derechos humanos en los países capitalistas y bajo la
influencia de los Estados Unidos fueron muchas veces invocados por
organizaciones y movimientos sociales en la resistencia contra
violaciones flagrantes de esos derechos. Las intervenciones imperiales
del Reino Unido y de los Estados Unidos en el Medio Oriente, y de los
Estados Unidos en América Latina, a lo largo de todo el siglo XX,
nunca fueron consideradas internacionalmente violaciones de derechos
humanos, aunque muchos activistas de derechos humanos sacrificasen su
vida defendiéndolos. Por otro lado, sobre todo en los países
capitalistas del Atlántico Norte, las luchas políticas llevaron a la
ampliación progresiva del catálogo de derechos humanos: los derechos
sociales, económicos y culturales se juntaron a los derechos civiles y
políticos. Surgió entonces cierta disociación entre los defensores de
la prioridad de los derechos civiles y políticos sobre los demás
(corriente liberal), y los defensores de la prioridad de los derechos
económicos y sociales o de la indivisibilidad de los derechos humanos
(corriente socialista o socialdemócrata).
La caída del Muro de Berlín en 1989 fue vista como la victoria
incondicional de los derechos humanos. Pero la verdad es que la
política internacional posterior reveló que, con la caída del bloque
socialista, cayeron también los derechos humanos. Desde ese momento,
el tipo de capitalismo global que se impuso desde la década de 1980
(el neoliberalismo y el capital financiero global) fue promoviendo una
narrativa cada vez más restringida de derechos humanos. Comenzó por
suscitar una lucha contra los derechos sociales y económicos. Y hoy,
con la prioridad total de la libertad económica sobre todas las otras
libertades, y con el ascenso de la extrema derecha, los propios
derechos civiles y políticos, y con ellos la propia democracia
liberal, son puestos en cuestión como obstáculos al crecimiento
capitalista. Todo esto confirma la relación entre la concepción
hegemónica de los derechos humanos y la guerra fría.
Ante este escenario, se imponen dos conclusiones paradójicas e
inquietantes, y un desafío exigente. La aparente victoria histórica de
los derechos humanos está derivando en una degradación sin precedentes
de las expectativas de vida digna de la mayoría de la población
mundial. Los derechos humanos dejaron de ser una condicionalidad en
las relaciones internacionales. Cuando mucho, en vez de sujetos de
derechos humanos, los individuos y los pueblos se ven reducidos a la
condición de objetos de discursos de derechos humanos. A su vez, el
desafío puede formularse así: ¿será todavía posible transformar los
derechos humanos en una ruina viva, en un instrumento para transformar
la desesperación en esperanza? Estoy convencido de que sí.