Publicado en Buenos Concejos

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Lic. Graciela E, Prepelitchi

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Jul 18, 2009, 11:42:36 AM7/18/09
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 Publicado en Buenos Concejos

Nuestra conciencia de ser una dualidad, constituida por un Yo superior interno
y un yo inferior externo está basada en la ignorancia. No somos dos
entidades sino una sola. Somos el Yo divino y ningún otro.
Su mundo es nuestro mundo y su vida es nuestra vida. Lo que sucede es que
cuando infundimos nuestra divina conciencia en los cuerpos por cuyo
medio hemos de adquirir ciertas experiencias nos identificamos con
estos cuerpos y olvidamos lo que realmente somos. Entonces, la
aprisionada conciencia, esclava de los tres cuerpos, sigue los deseos
de estos cuerpos, y la llamamos el yo inferior o personalidad.
La voz interna, nuestra verdadera voz es el llamamiento del Yo
superior, y se entabla la penosa lucha entre el ego y la personalidad,
equivalente a una verdadera crucifixión. Sin embargo, la mayor parte de
este sufrimiento proviene de la ignorancia y cesa cuando comprendemos
nuestra verdadera naturaleza, lo cual denota un completo cambio de
actitud.
Desde luego es erróneo el concepto de la dualidad de nuestra
naturaleza. Siempre consideramos el alma, el espíritu, el Yo superior,
el ego o como quiera que designemos nuestra naturaleza superior, cual
si estuviera en lo alto, mientras que el yo inferior o personalidad
permanece en lo bajo. Entonces nos esforzamos en llegar a lo alto como
un intento de conseguir algo esencialmente extraño a nosotros y por
tanto de difícil logro.
Así solemos hablar de los "tremendos
esfuerzos" requeridos para alcanzar el Yo superior; y otras veces
hablamos de la inspiración o conocimiento, de la energía espiritual o
del amor como si del Yo superior lo recibiéramos. En ambos casos
cometemos el fundamental error de identificarnos con lo que no somos y
en esta actitud nos planteamos el problema.
La primera condición del logro espiritual es la certidumbre sin
sombra de duda de que somos el espíritu o Yo superior. La segunda
condición, tan esencial e importante como la primera, es la confianza
en nuestras propias fuerzas como egos, y el valor de libremente
emplearlas. En vez de considerar la conciencia vigílica como el estado
normalmente natural, y mirar al ego como si fuera un altísimo ser que
se ha de alcanzar mediante continuos y formidables esfuerzos, hemos de
considerar anormal nuestro ordinario estado de conciencia, y la vida
del espíritu como nuestra verdadera vida de la que nos han apartado
nuestros continuos esfuerzos.

EL ESTADO ANORMAL DE SEPARATIVIDAD
Difícilmente se nos ocurre la idea de los persistentes y formidables
esfuerzos que hemos de hacer para mantener la ilusión de nuestra
separada personalidad. Durante todo el día la estamos afirmando y
defendiéndola de todo ataque, de suerte que de ningún modo se
desconozca, desprecie o se ofenda ni se niegue su reconocimiento.
Además, en todas las cosas que para nosotros deseamos, procuramos
vigorizar nuestra separada personalidad mediante la adquisición de los
deseados objetos.
La ilusión de nuestro separado yo nace de
identificar nuestro verdadero Yo espiritual con los cuerpos por cuyo
medio se manifiesta.
Es como si la conciencia del ego se dilatase hasta infundirse en los
cuerpos, y allí se intrincara y retorciera de tal suerte que formara
una separada esfera de conciencia centrada en torno de los cuerpos a
que se adhiere. Pero este no es el estado normal sino distinta y
esencialmente anormal y antinatural. Lo mismo podríamos decir que fuera
normal y natural dilatar en uno de sus puntos una cinta de caucho y la
superficie así formada adherirla a un objeto fijo. Esta adherencia
sería anormal, pues en el momento en que separáramos el caucho del
objeto, recobraría la banda su prístino estado natural.
De la propia suerte, sólo necesitamos desprender nuestra conciencia
de los cuerpos a que la hemos adherido. 
Sólo necesitamos desvanecer la ilusión de separatividad que tan tiernamente
acariciamos de continuo, para que la porción de conciencia que
constituye la separada personalidad se reintegre automáticamente al Yo
superior, a nuestro verdadero ser.
Mucho hablamos del esfuerzo y violencia necesarios para alcanzar la
conciencia espiritual; pero ¿nos fijamos en el abrumador esfuerzo, en
la formidable violencia que necesitamos emplear para mantener la
ilusión de separatividad?
Verdad es que ni nos damos cuenta de que la
mantenemos porque ya es una segunda naturaleza afirmar nuestra
personalidad a costa de cuanto nos rodea, adquirir lo que deseamos y
conservar lo que tenemos, por lo que no advertimos el gigantesco
esfuerzo necesario para la afirmación y engrandecimiento de nuestra
personalidad. Sin embargo, el esfuerzo existe.
En consecuencia, mediante un definido esfuerzo de voluntad
desechemos la potente superstición que nos mantiene esclavizados a los
mundos de materia y nos impide reconocer lo que verdaderamente somos; y
en cambio reconozcamos" aseguremos y mantengamos nuestra divinidad. No
hay orgullo ni separatividad en esta afirmación, porque la unidad es la
clave del mundo en que así entramos, nuestro verdadero mundo, donde no
pueden existir la arrogancia ni el engreimiento. El orgullo es una
planta que sólo puede medrar en las caliginosas regiones de los mundos
de materia; y todo lo siniestro deja de existir necesariamente desde el
momento en que entramos en nuestra verdadera patria.
Únicamente liberando nuestra conciencia de la esclavitud de los
cuerpos, reconociendo los poderes del ego y negándonos a embrollarnos
de nuevo en la tela de la existencia material podremos librarnos de la
acerba y agotadora lucha entre el Yo superior y el yo inferior; lucha
que emponzoña la vida de tantos fervorosos aspirantes a la iniciación,
al reintegro del yo inferior en el superior. 
 
Observa tus pensamientos, se convertirán en tus palabras.
 Observa tus palabras, se convertirán en tus acciones.
 Observa tus acciones, se convertirán en tus hábitos.
 Observa tus hábitos, se convertirán en tu carácter.
 Observa tu carácter. se convertirá en tu destino.
 Mohandas Karamchand Gandhi
Graciela E. Prepelitchi
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