Descubiertos los genes que nos hacen únicos

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Manuel Menéndez

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Aug 5, 2009, 4:35:30 PM8/5/09
to Fundación de Neurociencias
En el intrincado mundo de la genética, proclive a dar continuamente
sorpresas a los investigadores, un nuevo trabajo ha conseguido
detectar un rasgo de las neuronas humanas que hasta ahora se mantenía
oculto y que puede incluso cambiar el concepto de individualidad. Lo
que se ha descubierto es que en estas células del sistema nervioso
existen numerosos genes móviles o saltarines, secuencias de ADN que
hacen copias de sí mismas a todo lo largo del genoma y lo remodelan
continuamente.


Las células del cerebro aprenden de los aciertos pero no de los
errores
El cerebro se fija en los ojos para reconocer una cara
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"Se trata de un mecanismo que tiene la capacidad de crear la
diversidad neuronal que hace que cada persona sea única", comenta Fred
Gage, una de las máximas autoridades en neurociencias, que ha dirigido
el trabajo. "El cerebro tiene unos 100.000 millones de neuronas con
unos 100 billones de conexiones entre ellas, y los elementos móviles
de ADN puede dar a cada una de ellas una capacidad ligeramente
distinta".

Hasta ahora sólo se conocía, en humanos, la existencia de estos
elementos móviles, denominados transposones, en las células adultas
del sistema inmunológico, explica el equipo del Instituto Salk
(Estados Unidos), del que forma parte el español José Luis García
Perez, del Banco Andaluz de Células Madre. En el sistema inmunológico,
los genes que dirigen la producción de los anticuerpos cambian de
lugar para crear la variedad necesaria de estos elementos para
reconocer un número altísimo de antígenos.

Gage y su equipo ya habían verificado que funcionaban transposones en
neuronas de ratón, pero no en las humanas. Aunque reconocen que
todavía faltan experimentos para la confirmación definitiva, su
descubrimiento puede ser importante para comprender mejor el
desarrollo del cerebro y para avanzar en la comprensión de las
enfermedades neurológicas. Los transposones, al saltar, pueden caer
dentro de un gen y anular así su función, al alterar su secuencia.

"Se sabe que estos elementos móviles son importantes en organismos
menos complejos, como las levaduras y las plantas, pero en los
mamíferos se consideran normalmente como restos de nuestro pasado y,
sin embargo, son muy abundantes", añade Gage. "Aproximadamente el 50%
del genoma completo humano está compuesto de restos de elementos
móviles. Si fueran ADN basura, como se suponía, ya habrían
desaparecido". Se cree que estos elementos móviles están activados
durante las primeras etapas de desarrollo del embrión humano, y en las
bacterias, por ejemplo, son la clave de la resistencia a los
antibióticos.

Que existan secuencias con la estructura de los transposones no quiere
decir que funcionen como tal, que salten de un lugar a otro del genoma
en células adultas, y eso es lo que los científicos han investigado
hasta que han encontrado fuertes indicios de que es así. Lo que han
hecho es comparar el genoma de neuronas de varios individuos con el de
células de otros de sus tejidos (corazón e hígado) y han encontrado
hasta 100 veces más copias de unas secuencias en las neuronas. "Ésta
es la prueba de que estos elementos saltan en las neuronas", señala
Nicole Coufal, que ha trabajado junto a Gage y es primera autora del
artículo sobre el descubrimiento que hoy publica la revista Nature. La
razón de estos saltos es que el interruptor genético de estos
elementos está activado en las neuronas y no en otras células. También
indica el hallazgo que no todas las células son genéticamente iguales
en el organismo humano y que los elementos móviles pueden de hecho
dirigir la evolución, al crear mayor diversidad genética que la
habitual, que es básicamente fruto de la división celular.

Para Gage, es lógico que un órgano como es el cerebro, que debe
adaptarse durante decenas de años a unas condiciones ambientales en
continuo cambio, tenga un nivel añadido de complejidad.

Los genes saltarines fueron descubiertos por primera vez en el maíz
por Barbara McClintock, una científica estadounidense que tuvo que
esperar varias décadas para que la ciencia aceptara este hallazgo. En
1983 obtuvo el Premio Nobel de Fisiología o Medicina y murió en 1992.
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