el secreto

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César Hazaki

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Aug 25, 2020, 8:07:50 PM8/25/20
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El secreto

El pueblo medía unas doce cuadras hacia el sur y otras cinco iban de este a oeste.  Calles de tierra que el viento cruzaba a la mañana desde el oeste y que al bajar un poco el sol volvía como viento del sur, como se había montado en más de una ola retornaba más fresco.

En ese pueblo unas pequeñas muchachas querían hacerse de aventuras, los calores veraniegos invitaban a la investigación y las travesuras. Para las mismas escapaban de su casa con sigilo por el fondo que daba al galpón. Cruzaban el alambrado tratando de no alertar a las gallinas, algo difícil de lograr. Una exitosa fuga era aquella en las niñas pasaban y las gallinas daban vía libre. Una extraña complicidad dado que el destino de las gallinas siempre era la cacerola, el horno  o la parrilla.

Ellas querían ir hacia la pampa desconocida, andaban en patas pese a los rezongos maternos. Las niñas escapaban a la hora de la siesta con el primitivo afán de pisar la tierra, de unir su cuerpo a la naturaleza de esa inmensa pampa húmeda. Sin saberlo repetían, a pequeña escala, la venida a la Argentina de sus antepasados vascos.

Eran cinco, pero la más pequeña tenía que pelear mucho para que la incluyeran. Algunas veces las seguía sin que se dieran cuenta, cuando las mayores creían haberse librado de ella, aparecía haciendo pucheros y diciendo que tenía miedo.

Cuando el lugar donde se vive es pequeño, pese a que las dimensiones de cada casa eran enormes,  los niños quedan a merced de esa pequeñez, su mundo se reduce bajo los límites establecidos, en esas cinco cuadras de este a oeste y las otras doce de norte a sur. Estas cinco rubias no tenían esa estrechez querían los mundos que sus primitivas fantasías sexuales les imponían. Algo que las más pequeñas no sabían todavía reconocer en sus cuerpos.

La tierra incógnita que  trataban de descubrir, ese mar de pampa que soñaban atravesar arrancaba desde esos pies descalzos que hundían en la tierra. Quizás eran identificaciones con los pueblos originarios, por eso andar descalzas a la que se le agregaba la obligación  de caminar en fila india, de mayor a menor y todas debían pisar la huella que dejaba la anterior.

Los veranos eran largos y ellas conocían un tanque australiano que el molino no dejaba nunca vacío. Eran atrevidas y sus cuerpos tenían poco pudor. Por eso desnudaban al meterse al agua. Algunos chicos las espiaban desde el bosque cercano, ellas lo sabían y disfrutaban de esos ojos furtivos. Lo hacían en secreto, no querían que su público abandonara el espionaje por la vergüenza de ser descubiertos.

Ese tanque estaba desde hacía mucho tiempo y pertenecía a una estancia. Para llegar a él, cruzaban el alambrado ayudándose unas a otras para que las púas no lastimaran. Cuando el viento viraba al sur sabían que tenían que volver, lo hacían contentas pero se iban poniendo más recatadas a medida que se acercaban a la casa, sabían que vendrían un reto, quizás un sopapo. Pero dentro de cada una el secreto que mantenían las hacía sonreír hacia adentro. Esperaban la noche para cuchichear la aventura y anotar en un cuaderno quienes eran los chicos que las espiaban desde el monte.

Lo que nunca supieron, lo que quizás no quisieron saber fue que los chicos sabían que ellas sabían, que esa noche  todo el pequeño pueblo estaba alterado por las fiebres que la aventura ocasionaba. Fue tan impactante la huella que dejaron las rubias que tanto niñas como niños del pueblo no se permitieron en la adolescencia un romance. Todos buscaron amores lejos de ese cerco de doce cuadras por cinco.

C.H. 

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