Tenemos que hablar de Julio

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César Hazaki

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Oct 26, 2020, 7:46:23 AM10/26/20
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Tenemos que hablar de Julio

Su voz apagada por los años, los resfríos y su crónica afonía anunció en unos de esos raros silencios que se producían en la mesa familiar en el almuerzo del domingo. -Tenemos que hablar de Julio. Los dos nietos mayores que estaban a su derecha pidieron silencio a los más jóvenes. Así como en una línea de montaje se fueron apagando las voces de los otros comensales para escucharlo.

-Tenemos que hablar de Julio, repitió para reforzar el silencio y ganar el espacio para que todos lo escucharan.

Por qué preguntó la nieta que pacientemente venía realizando la genealogía familiar, algo que le costaba mucho dado que todos los mayores parecían haber perdido el registro de nombres, relaciones, destino de cada uno. El tema de los nombres era un gran problema dado que sus bisabuelos habían dejado a su progenie solo con el sobrenombre. No había detective que pudiera saber los verdaderos nombres.

Al hombre que relataba le encantaba la atención que sus historias despertaban en sus nietos, en especial de Sol que llevaba un cuaderno de las anécdotas que el Señor de los Anillos contaba. Su abuelo a quien había bautizado así porque desde pequeña sacaba historias de la galera para ella y su hermana.

-No era un familiar, pero ayer me acordé de él. Y no creo que ya nadie lo recuerde. Bebió agua siguió: -Julio fue mal juzgado. Un día apareció por el barrio con el furgón que hacía el reparto de la panadería más renombrada. Estaba en la avenida Directorio, tres cuadras nomás de casa, pero ya era otro territorio, no nos pertenecía. Julio llegó con la firme decisión de hacerse un lugar. Tenía todas las de perder, morocho, bocón, feo en realidad y sobretodo un cabecita negra para nosotros todos hijos y nietos de inmigrantes venidos desde Europa.

-Julio no vino de los barcos, sino de Jujuy. Norteño, ancho de hombros y baja estatura. Apareció con lo que había sobrado del reparto de panes especiales y facturas. Abrió la parte de atrás del furgón e invitó a que nos sirviéramos. Nos lanzamos voraces a devorar delicias que estaban muy lejos de nuestros ajustados bolsillos. Era imposible no mirar su boca grandota y ancha. Reía a más no poder, como un rey complacido que ofrecía a sus súbditos las sobras de un banquete pantagruélico. Luego cerró el furgón y se presentó como el nuevo repartidor de la panadería, algo que no hacía falta dado que los costados del furgón estaban fileteados con el nombre del negocio y abajo dos espigas de trigo se cruzaban. Cuando no quedó más nada cerró el furgón y al subir dijo: -Soy Julio.

-Unos días después, un lunes que estaba de franco, vino a jugar a la pelota. Era malísimo, pero con una voluntad enorme, no paraba de correr nunca. Había que tener un poco de cuidado con sus zapatones dado que no coordinaba muy bien sus extremidades.

Un sobrino nieto se puso inquieto, no toleraba la lentitud del relato y además le parecía alejado de su vida de jugador de play station. Desde el otro lado de la mesa su madre lo fulminó con una mirada que prometía sanciones severas después del almuerzo. El silencio volvió y el hombre de la voz queda pudo continuar.

-Julio siguió viniendo y le agregó un bolsillo generoso que no se terminaba nunca. Nosotros pensábamos que era un gil, un tonto del cual aprovecharse. Y eso hicimos durante algunos meses. Él seguía riendo, trayendo las facturas y comprando pelotas que las vecinas furiosas cortaban en el patio de su casa después que cayeran el mismo.

-Julio nos contó que era hijo del panadero y que vivía en la panadería con su familia. Era dudoso, pero todos quisimos creerle. Pensamos que era un hijo natural, algunos lo llamaron el bastardo de la panadería. Pero todo eso ocurría a tres cuadras de nuestro centro de operaciones y nos despreocupábamos del tema mientras comíamos facturas y Julio invitaba con bebidas para después del partido de pelota callejero. Se fue afirmando la relación utilitaria cuando Julio compró las camisetas para el equipo que íbamos a   presentar en el campeonato de la iglesia.

Estábamos festejando el final de partido cuando se hizo presente el panadero. Quien comenzó a preguntar si Julio pasaba por el barrio, si traía mercadería de regalo, si andaba con mucha plata encima. En definitiva, sabía cómo Julio andaba por el barrio dilapidando parte de sus ganancias. Dijo que era su cadete y repartidor y negó cualquier forma de parentesco.

Julio nunca más apareció. Lo condenamos por chorro, por mal bicho y todas las cosas que la moral nos indicaba en aquellos tiempos. Anoche me desperté pensado que en realidad era un Robin Hood de barrio, un desclasado al que su color de piel condenaba de antemano. Alguien al que no reconocimos nunca como un semejante pese a todos los intentos que él había hecho.

Calló el hombre, se hizo silencio, sus nietas lagrimeaban y su hija fue a darle un abrazo. Pocos minutos después el ritmo ruidoso del almuerzo familiar de los domingos volvió a obligar a hablar a los gritos mientras se repartían chorizos y morcillas.

C.H. 

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