
Las olas
rompen sobre la
costa de color rojo
sangre, sonando
igual que el oleaje
de la Tierra: un
tenebroso y potente
estruendo. Ya hace
diecisiete años
desde que nos
fuimos.
Owen y yo
nos casamos en el
Registro Civil de
Cardiff. Alquilamos
un apartamento cerca
de la Universidad,
un estudio pequeño.
Me sentía muy
cosmopolita,
viviendo en la
capital, solo
extrañaba a Swansea
un poco. Un buen día
Owen llegó de noche
y me preguntó qué
pensaba sobre ir al
espacio. Me reí
porque pensé que me
estaba tomando el
pelo, pero no era
broma: le habían
ofrecido un puesto
en una nueva colonia
de terraformación en
G851.5.32 y por
supuesto que quería
ir. Estaba
aterrorizada, pero
no es la clase de
oportunidad a la que
una se pueda
rehusar, ¿verdad? Y
era solo por diez
años; luego
podríamos volver
para disfrutar de un
digno retiro. Fama y
fortuna, fue lo que
él me dijo. A mí me
gustó la idea de
poder contarles a
mis amigas.
Hola
Emma corazón,
¿cómo estás? Sí,
hace bastante
tiempo, ¿verdad?
¿Te mudaste a la
calle Mumbles? Qué
lindo. Nosotros
nos mudamos a un
planeta extrasolar
a dieciocho años
luz. Y bueno,
claro que ya
estamos de vuelta…
Eso fue
cuando yo pensaba
que íbamos a
regresar a Gales
algún día.
***
El agua de
aquí no se parece en
nada al océano
salino de casa. Es
ácida y carcome la
carne. Ni siquiera
debería estar tan
cerca de la costa,
por si el rocío me
alcanza y me quema.
Todo sobre G851.5.32
es tóxico; permanecí
tanto tiempo en este
lugar, hasta yo
lo soy.
Habíamos
pasado cinco años
aquí cuando nació
Megan. Mi mejor
amiga Jeanine (mi
única amiga)
estuvo presente
cuando nació. Al
principio Owen me
sostenía la mano,
pero no pudo
soportar verme
pasando tanto dolor.
Al final, caminaba
en la sala de espera
hasta que Jeanine
salió cuando se
terminó todo para
decirle que era el
padre de una bebita.
“Se ve tan
frágil”, me dijo.
“Tengo miedo de
tocarla y que se me
rompa”. Y era
verdad: Megan era
una cosita
chiquitita, miraba
todo, curiosa, con
unos ojos azules
fríos.
Me
preocupaba que
creciera en la
cúpula de la
colonia; era un
ambiente tan
estéril. “Los niños
necesitan
embarrarse,” le
dije. “Necesitan
poder salir a
explorar y salir
simplemente a quemar
energías, lejos de
la mirada de todos
los adultos”.
“Va a
estar corriendo por
los médanos de la
bahía de Swansea
antes de lo que
canta un gallo”,
prometió él,
mientras le hacía
cosquillas en el
mentón. Ella lo miró
con una cara muy
seria.
Cuando era
una bebé le cantaba
Suo Gân, la
canción de cuna
galesa. Cuando fue
creciendo, la hacía
reír con canciones
de un mundo que
nunca había visto: “Naranjas
y limones”, “Giga
del Obispo de
Bangor”,
“La dulce Molly
Malone.” Le
contaba historias
sobre las cosas de
todos los días en
Swansea: el mercado,
la playa de la
bahía, el parque
acuático Blackpill
Lido, la lluvia.
Estas historias eran
tan fantásticas para
ella como abrir la
entrada a la caverna
diciendo “ábrete
sésamo”.
Cuando
Megan empezó a
caminar, Owen hizo
que le fabricaran
unas antiparras para
su carita
chiquitita, y la
llevábamos de paseo
al exterior, en los
bordes de la cúpula.
Íbamos hasta la
accidentada línea
costera, donde las
olas oscuras rompen
contra el sedimento
rojo. Ella cantaba “Molly
Malone”
mientras yo le
contaba sobre hacer
castillos de arena y
el graznar de las
gaviotas. Miraba
todo con ojos
curiosos.
“¿Y te
ensuciabas, mami?”
La colonia tenía
reglas muy estrictas
acerca de las
condiciones de
esterilidad. La idea
de jugar en la arena
era para Megan tan
lejana a su
comprensión como la
vida en el espacio
lo sería para mis
compañeras de la
escuela. Creció
entre advertencias
constantes, tenía
que utilizar tres
capas de ropa solo
para abrir la
ventana. Esa tarde
había agarrado con
una mano su juguete
favorito –un pulpo
de trapo que había
hecho con pedazos de
tela sintética– y
con la otra agarraba
bien fuerte mi mano.
Tenía cuatro años y
nunca había sido
libre. Yo hacía lo
que podía, seguía
contándole las
historias que ella
amaba, trataba de
explicarle cómo
debería ser la vida
de un niño normal. Y
no era lo mismo.
Ella sabía que no
era.
“Sí,” le
dije, “nos
ensuciábamos un
montón. Y luego
íbamos a nuestras
casas donde nuestras
mamás nos hacían
lavarnos y
quedábamos limpios
otra vez”. Megan me
miraba con dudas. Al
final tuve que
admitir: “Era un
tipo diferente de
mugre, mi amor. La
mugre de la Tierra
no lastima. Es más,
en ocasiones, hay
mujeres embarazadas
que hasta llegan a
comer tierra.” Se
rió de mí; la idea
era tan ridícula que
ni podía imaginarlo.
Cuando volvimos a la
cúpula, dejamos toda
nuestra ropa en la
bahía de entrada
donde iban a
levantarla y
esterilizarla. Los
comandantes no
estaban muy
contentos conmigo
llevándome a Megan
afuera de la base a
pasear, pero cuando
descubrí que ya no
íbamos a volver a la
Tierra, ya no me
importó mucho lo que
ellos pensaran...
Próxima
semana:
cómo llegaron
hasta G851.5.32, ese
lejano y hostil
planeta rojo sangre.
©2013 por
Sylvia Spruck
Wrigley, autora del
original en inglés
"Alive Alive Oh" (disponible
en línea en la
revista digital
Lightspeed
Magazine).
Traducción
al castellano de
Marcel Sirer, año
2014, en el marco de
su proyecto final
para el Diploma en
Traducción del IMUC.
Tutor del proyecto:
Fabio Descalzi.