Por: William Ospina
Uno de los primeros deberos de la
educación es enseñarnos a habitar el territorio, pero Colombia es un
extraño país con el que no es fácil familiarizarse.
Este territorio es una suerte de
rompecabezas y los mapas muestran apenas una parte de la realidad, un
aspecto de las cosas que existen. Para entender un mundo hay que
superponer mapas de suelos, de cultivos, de climas, de cursos de agua,
de fenómenos atmosféricos, de períodos históricos, de poblaciones, de
culturas. Como diría Borges, el mejor mapa es la realidad y el mejor
aprendizaje la vida misma.
Mirando el mapa, uno creería que Medellín y Santafé de Antioquia
tienen muchas cosas en común, pues pertenecen al mismo departamento. Lo
mismo podríamos creer de Cali y Buenaventura, de Popayán y Guapi, de
Pasto y Tumaco, de Manizales y La Dorada, de Bogotá y Girardot, de Tunja
y Puerto Boyacá, de Bucaramanga y Barrancabermeja. Pero en más de un
sentido no hay sitios más distintos.
Se diría que Colombia es varios países, que cada uno llega a cierta
altura. Un país desde el nivel del mar hasta los ochocientos metros: de
mares, de ríos, de lanchas, de luz madura, de sensualidad a flor de
piel; otro país desde los ochocientos hasta los mil seiscientos: de
bosques floridos, de cafetales, de platanales, de ciudades llenas de
vegetación; otro de los mil seiscientos para arriba: de abismos, de
niebla, de lloviznas, de páramos, de pueblos sombríos, de montañas
misteriosas y de nieves perpetuas. Por eso las ciudades que se parecen
entre sí y parecen pertenecer a la misma región son Pasto y Tunja, Cali y
Villavicencio, Leticia y Magangué, Medellín y Armenia. Y lo que parece
un error son más bien las divisiones políticas dictadas por la mera
cercanía física.
Durante mucho tiempo Bogotá gobernaba el país como si todo estuviera a
dos mil seiscientos metros de altura, como si aquí no hubiera tierra
caliente, ni selvas, ni caimanes, ni anacondas, ni guacamayas, ni
hormigas arrieras. Como si aquí no hubiera comunidades indígenas, ni
descendientes de esclavos africanos, como si no se hablaran ochenta
lenguas distintas, y Colombia fuera un país de gente blanca, católica,
europea; de muebles vieneses y humor británico; de gabardinas y paraguas
negros bajo una lluvia eterna y gris. Los presidentes de la República
visitaban a veces con sus ministros a Cartagena o a Mompox enfundados en
sacolevas negros, y la gente no acababa de saber qué velorio era aquel.
Aquí basta viajar tres horas en cualquier dirección para encontrarse
en otro país: para ir de la resolana a la niebla, de la alegría a la
melancolía, de la extroversión al silencio, de las praderas a los
abismos, de la selva al desierto, de la sequía a la inundación. Todo
esto parecería un problema y una dificultad, pero es todo lo contrario:
una lección de riqueza y, bien leído, bien entendido y bien celebrado,
ha debido enseñarnos hace tiempos el respeto de la diversidad, la
alegría de la pluralidad, la belleza de los contrastes. No hay nada más
diverso, más entretenido, que viajar aquí diez horas por tierra, de
Bogotá a Cali, de Medellín a Cartagena, de Bucaramanga a Santa Marta, de
Buenaventura a La Dorada
Colombia es exuberante, pero ¿cómo sería
cuando el río Magdalena estaba lleno de caimanes, cuando la sabana de
Bogotá estaba llena de venados, cuando por los cielos de Cundinamarca
cruzaba el vuelo enorme de los cóndores que le dieron su nombre? Porque
Cundinamarca significa, o significaba, “el país de los cóndores”.
Hemos tenido pésimas costumbres, y quizá la peor es la manía de
exterminar la fauna silvestre. Uno de los peores vicios que llegaron de
Europa fue la cacería inútil: empezaron su trabajo los rifles y las
carabinas, y no quedó un tigre en Risaralda, ni un armadillo en Caldas,
ni un saíno en Córdoba, ni un cóndor en Cundinamarca, ni un venado en la
Sabana, ni un caimán en el Magdalena ni una babilla en el Cauca, ni una
anaconda en el Meta. Y mejor no recordemos que hace un par de
generaciones aquí no había muchacho que no llevara una honda de hilos de
caucho para derribar pájaros por gusto.
No nos enseñaron que Colombia es el país con mayor variedad de aves
del mundo, y que teníamos la oportunidad extraordinaria de convertirnos
en grandes ornitólogos, observadores y conocedores de muchas especies de
pájaros, o ser como Matiz y Rozo, los artistas de la Expedición
Botánica, de quienes dijo Humboldt que eran los mejores dibujantes de
plantas del mundo. Mejor les hubieran regalado a los muchachos binóculos
para que se asombraran con los colores de los plumajes, con las formas
de los azulejos y los toches, de los sinsontes y los carpinteros, de las
torcazas y los barranqueros, en vez de reaccionar ante cada trino del
camino con una piedra infame.
No hemos sido suficientemente agradecidos con la tierra en que
vivimos. No le dan a uno el paraíso para que lo arrase, sino para que lo
cultive y lo dignifique; no le dan tantos climas para que uno
simplifique el mundo, sino para que comprenda su riqueza; no le dan
tanta variedad de árboles para que uno convierta el hacha en el símbolo
de una cultura, sino para que aprenda los nombres y las propiedades, las
diferencias de las maderas y de las hojas.
Porque hay maderas balsámicas, como las llamaba Aurelio Arturo, y hay
maderas dóciles al arte; y cuando es preciso derribar un árbol por
alguna razón importante, hay que saber agradecer por él y convertirlo en
objetos nobles. Hay árboles que entienden de música y árboles que saben
de amistad, hay maderas que perfuman el mundo y cortezas milagrosas que
curan y que enseñan.
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