Peter Hallward
Global Research
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Casi todos han llegado a aceptar que las Naciones Unidas llevaron el
cólera a Haití el mes pasado. La evidencia es abrumadora y numerosos
expertos (incluido el jefe del departamento de microbiología de la
Universidad Harvard, el especialista en el cólera John Mekalanos) se
decidieron al respecto hace varias semanas.
La pobreza y la falta de una infraestructura rudimentaria lleva a gran
parte de la población de Haití a beber agua no tratada, pero no ha
habido cólera en el país durante decenios. Los haitianos no tienen
experiencia con la enfermedad –y por lo tanto poca resistencia a ella.
Todas las muestras bacterianas tomadas de pacientes haitianos son
idénticas y corresponden a una variedad endémica en Asia meridional.
El cólera estalló en Nepal durante el verano, y a mediados de octubre
un nuevo destacamento de tropas nepalesas de la ONU llegó a la base
haitiana de Mirebalais, cerca del rio Artibonite. Pocos días después,
los haitianos que viven río abajo de la base comenzaron a enfermarse y
la enfermedad se propagó rápidamente por toda la región. El 27 de
octubre, unos periodistas visitaron Mirebalais y encontraron evidencia
de que los residuos sin depurar de las letrinas de la ONU se vertían
directamente a un subafluente del Artibonite.
A principios de noviembre, Mekalanos no pudo “evitar de ninguna manera
la conclusión de que ocurrió una infortunada y presumible introducción
accidental del organismo” causada por las tropas de la ONU. Mekalanos
y otros también refutan las afirmaciones de la ONU de que la
identificación de la fuente debería constituir una baja prioridad de
la salud pública.
Es probable que como resultado de la negligencia de la ONU ya hayan
muerto más de 1.200 personas y 20.000 estén infectadas, y la cantidad
seguramente aumentará rápidamente en las próximas semanas. Lo mismo
sucederá con la cantidad y la intensidad de las protestas populares
contra la última de una serie de crímenes y desventuras de la ONU en
Haití en los últimos años, que incluyen numerosas muertes y cientos de
presuntas violaciones.
Sin embargo, en lugar de examinar su papel en la epidemia, la misión
de la ONU ha optado por la negativa y la ofuscación. Los funcionarios
de la ONU se han negado a examinar a los soldados nepaleses en
relación con la enfermedad o a realizar una investigación pública de
los orígenes del estallido. En lugar de encarar las preocupaciones de
una población indignada, la agencia ha preferido calificar la nueva
ola de protestas de un intento “políticamente motivado” de
desestabilizar el país en el período previo a las elecciones
presidenciales del 28 de noviembre. Han reprimido a los manifestantes
con gases lacrimógenos y balas; hasta ahora han muerto por lo menos
tres.
En realidad esto es normal. La verdad es que toda la misión de la ONU
en Haití se basa en una mentira violenta y descarada. Dice que está en
Haití para apoyar la democracia y el Estado de derecho, pero su único
logro ha sido ayudar a transferir el poder de un pueblo soberano a un
ejército que no rinde cuentas a nadie.
Para comprenderlo se requiere algo de conocimiento histórico. El
problema político de base en Haití, desde los tiempos coloniales,
pasando por los poscoloniales y los neocoloniales, ha sido muy
parecido: ¿cómo puede una pequeñísima y precaria clase gobernante
asegurar su propiedad y sus privilegios frente a la miseria y el
resentimiento masivos? Las elites haitianas deben sus privilegios a la
exclusión, la explotación y la violencia, y sólo el control casi
monopolista del poder violento les permite retenerlos. Este monopolio
fue ampliamente garantizado por las dictaduras de Duvalier respaldadas
por EE.UU. hasta mediados de los años ochenta, y luego de un modo algo
menos amplio por las dictaduras militares que las sucedieron
(1986-1990). Pero la movilización de Lavalas por la democracia, que
comenzó en los años ochenta, amenazó ese monopolio y con él esos
privilegios. Ante una situación semejante, sólo se puede confiar en un
ejército para garantizar la seguridad del statu quo.
Las fuerzas armadas incompetentes y crueles de Haití, establecidas
como delegadas del poder de EE.UU., dominaron el país durante la mayor
parte del Siglo XX. Después de sobrevivir a un brutal golpe militar
en 1991, el primer gobierno democráticamente elegido de Haití –
dirigido por el presidente Jean-Bertrand Aristide– terminó por
desmovilizar ese odiado ejército en 1995; la gran mayoría de sus
compatriotas celebraron la ocasión. El abogado Brian Concannon lo
recuerda como “el avance más importante de los derechos humanos desde
que se Haití se emancipó de Francia”. En el año 2000, Aristide fue
reelegido y su partido Fanmi Lavalas obtuvo una victoria abrumadora.
Esa reelección ofreció la perspectiva, por primera vez en la historia
haitiana moderna, de un genuino cambio político en una situación en la
que no existía un mecanismo extrapolítico obvio –sin ejército– para
impedirlo.
La ínfima elite haitiana y sus aliados de EE.UU., Francia y Canadá se
vieron amenazados por la perspectiva del empoderamiento popular, y
tomaron medidas cuidadosamente planificadas para debilitar el gobierno
de Lavalas.
En febrero de 2004, el segundo gobierno de Aristide fue derrocado por
otro desastroso golpe perpetrado por EE.UU. y sus aliados con apoyo de
ex soldados haitianos y dirigentes derechistas de la comunidad
empresarial haitiana. Se impuso un gobierno títere de EE.UU. para
reemplazar a Aristide, en medio de salvajes represalias contra
partidarios de Lavalas. Ya que no existía un ejército interior para
garantizar la “seguridad”, se envió una “fuerza de estabilización” de
la ONU a pedido de EE.UU. y Francia.
Desde entonces la ONU ha suministrado ese sustituto del ejército. A
pedido de EE.UU. y sus aliados llegó a Haití en junio de 2004.
Compuesto por tropas y policías procedentes de países de todo el mundo
gasta casi el doble del presupuesto de Aristide previo al golpe. Su
misión principal, en efecto, ha sido pacificar al pueblo haitiano y
obligarle a aceptar el golpe y el final de su intento de establecer un
auténtico gobierno democrático. Es probable que pocos haitianos
olviden lo que la ONU ha hecho para lograrlo. Entre 2004 y 2006
participó en una campaña de represión que mató a más de mil
partidarios de Lavalas. Sitió el vecindario pobre de Cité Soleil
favorable a Aristide en 2005 y 2006, y después limitó o dispersó
protestas populares por temas que iban desde la persecución política y
la privatización a los salarios y precios de los alimentos. En los
últimos meses la ONU también ha reprimido la creciente protesta en la
capital, a favor de la mejora de las intolerables condiciones en las
que todavía viven cerca de 1,3 millones de personas que se quedaron en
la calle tras el terremoto de enero.
Actualmente, con o sin cólera, la prioridad de la ONU es garantizar
que las elecciones de la próxima semana tengan lugar tal como se han
planificado. Para la elite de Haití y sus aliados internacionales,
estas elecciones ofrecen una oportunidad sin precedentes para enterrar
el proyecto de Lavalas de una vez por todas.
El programa político asociado con Lavalas y Aristide sigue siendo
abrumadoramente popular. Después de seis años de represión y luchas
intestinas, sin embargo, la dirigencia política de este movimiento
popular está más dividida y desorganizada que nunca. El propio Fanmi
Lavalas ha sido simplemente excluido de la participación en la
elección (sin que haya habido un murmullo de protesta internacional),
y desde su exilio involuntario en Sudáfrica, Aristide ha condenado la
votación como ilegítima. Muchos, si no todos, los partidarios del
partido apoyarán probablemente su enérgico llamado al boicot de esta
última mascarada, como hicieron en la primavera de 2009 cuando la
participación en las elecciones al Senado fue de menos de un 10%. Esta
vez, sin embargo, media docena de políticos asociados con Lavalas han
preferido participar como candidatos en su propio nombre.
Probablemente dividirán la votación. El pueblo de Haití será privado
de lo que ha sido durante mucho tiempo su arma política más poderosa –
su capacidad de ganar elecciones auténticas.
Ya que es casi seguro que no tendrá un impacto político significativo
y es probable que esta elección logre el resultado que se espera:
reforzar la “seguridad” (y la desigualdad) del statu quo, junto con
las numerosas oportunidades lucrativas que un Haití adecuadamente
asegurado después del desastre sigue ofreciendo a inversionistas
internacionales y su elite empresarial. “Será una elección para nada”,
dice el veterano activista Patrick Elie. Adecuadamente manejada,
incluso podría suministrar una oportunidad para que candidatos
derechistas como Charles Baker impulsen el objetivo que ha estado
desde hace tiempo muy arriba en su programa: la restauración, con la
acostumbrada “supervisión internacional”, de la rama haitiana del
ejército imperial.
Y si llega a suceder, cuando la ONU llegue a abandonar Haití, su
partida sólo representará la transición de una fuerza ocupante a otra,
otro salto atrás después de decenios de sacrificio popular y esfuerzo
político. Mientras tanto, sin embargo, parece que las Naciones Unidas
tendrán pronto más oportunidades que nunca de cumplir su misión en
Haití.
(Publicado en The Guardian, 23 de noviembre de 2010
Fuente:
http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=22108