Estimados lectores:
Los patriarcas, con sus vidas, marcaron el camino de sus descendientes, el pueblo de Israel.
Iaakov —quien daría su nombre a nuestro pueblo— tuvo que escapar de la Tierra de Israel, perseguido por su hermano Esav, que le había jurado la muerte. Llegó a Jarán sin nada, literalmente con lo puesto. Allí trabajó para Labán, un hombre corrupto y aprovechador. Contra todo pronóstico, construyó su familia y, después de 22 años, partió con grandes riquezas y una familia numerosa.
Las doce tribus no nacieron en la tierra de Canaán, sino en el exilio. Iaakov no formó su hogar en la tierra santa, sino en Jarán (hoy en el sur de Turquía). Allí se convirtió en padre de una nación.
Hace más de 2.000 años, el pueblo judío fue expulsado de la Tierra de Israel por el imperio romano, del mismo modo que Iaakov escapó de la furia de Esav (según la tradición, Roma es la continuidad espiritual de Edom). La historia del pueblo judío en el exilio fue muy similar a la de Iaakov: llegar a países desconocidos con las manos vacías y, con esfuerzo y fe, formar comunidades, construir familias, transmitir valores y, muchas veces, prosperar materialmente.
Los planes de Hashem eran que justamente en Jarán —un lugar materialista y alejado de la santidad— naciera el pueblo de Israel. Que allí, en un entorno moralmente desafiante, pudiéramos prosperar y difundir el mensaje de Abraham incluso en los confines más lejanos de la tierra, y luego regresar a nuestra tierra ancestral.
El exilio no fue una circunstancia accidental. Es parte esencial de la identidad y de la misión del pueblo judío. Si nunca hubiéramos vivido el exilio, no seríamos lo que somos. El exilio fue un elemento indispensable en la misión divina de Am Israel.
Shabat Shalom
Rabino Eli Levy