Anoche (20-9-13) salimos a dar un paseo. Eran como la seis de la tarde y estaba tronando medio feo. Pero qué importaba con tal de salir del apartamento un rato después de haber pasado todo el día frente a los libros y la computadora. Mi mujer cogió el paraguas y yo un impermeable, y nos fuimos andandito hasta La Parroquia. El tráfico era de los mil demonios y seguía tronando feo. Un viernes en Mérida es un caos total, las licorerías enloquecen y no hay un solo joven (y viejos también) que no se le vea con una cerveza en la mano. Frente al CC Milenio vimos cómo están levantando locales en unos terrenos baldíos (del Estado) para vender licor. Casi llegando a La Parroquia se desató en aguacero, pero seguimos imperturbables. En la Plaza estaba aquello apretado de gente tomando aguardiente. Decidimos coger hacia el CC Alto Chama, íbamos con los zapatos empapados hasta que nos metimos en un restaurante que está cerca de la estación de servicio en la Avenida Andrés Bello. Nos comimos una pizza y estuvimos viendo el terrible ventarrón que se desató durante una hora. Cuando decidimos regresar a casa no encontrábamos un taxi, y entonces llamé a mi hijo Andrés para que nos viniera a recoger. Mi hijo se echaría por lo menos una hora en llegar, pero no teníamos apuro. De modo que nos pusimos a conversar en aquellas soledades de los pasillos de Alto Chama y a mirar algunas vidrieras que exhibían cachivaches. Aquellas tiendas tenían los precios de los productos, pero provocaban realmente pavor. Cualquier fruslería de cartón y papel sobrepasa los 300 bolos. Unos descomunales relojes que hace poco en los comercios chinos costaban 70 bolos, estaban allí sobrepasando los dos mil. Qué locura, señor. Y mi esposa dijo: “-Hay que acabar con el abuso de estos comerciantes, pues en estas navidades no le reglaremos nada a nadie, ni a nuestros mayores seres queridos porque no podemos contribuir con estos criminales que quieren destruir al país. Por otro lado, ya lo veo, voy a tener las navidades más felices de mi vida, olvidándome de tantas pendejadas en medio de esos trajines a los que lo someten a una, metida en ese infierno del centro de la ciudad que parece una jarana de perros y perras. De estar buscando papel regalo, de estar haciendo cálculos de quién me falta por darle algo, y vivir de tienda en tienda dejándome robar e incitando a los demás que también se den robar para que me den algo. Ya basta de estas ridiculeces. Esto realmente no tiene sentido. Pero qué estúpidos somos y hemos sido. Y se lo diré a todos en mi familia: no nos regalen nada porque no lo queremos ni aceptaremos, y además nosotros no participaremos nunca más en esos llamados intercambios de regalos en los que nos arruinamos los unos a los otros sin darnos cuenta. Debemos guardar nuestro dinero para cosas que realmente valgan la pena, y por otro lado nada hacemos dándole cosas a los niños a quienes en el fondo tantas cosas les causa daño y a los que sólo les toman interés únicamente en ese momento en que los rompen el papel de regalo, porque de resto ni les importa. Qué idiotez nos han metido durante tantos años, y tanta gente siempre esperando que les regalen cosas caras, bien tontas pero que sean bien caras. Esto hay que detenerlo. La especulación es tal que en diciembre cada ridículo artículo de esos que acabamos de ver sobrepasará los mil bolos. Basta. Ya basta. A mí ya nada me hace falta ni creo que a mi familia tampoco le haga falta. Amor nos sobra, como decía nuestro Comandante. Detengamos de una vez por todas esta criminal costumbre de andar botando la plata y a la vez haciendo ricos a una caterva de sinvergüenzas y ladrones.” En eso llegó mi hijo Andrés y nos fuimos felices a casa, después de haber descubierto tantas ideas geniales. He ahí la importancia de salir de vez en cuando a caminar, aunque sea bajo truenos y centellas.