Julio Carmona: Vallejo en los infiernos, ¿Una biografía novelada o una novela biográfica?

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Julio Carmona

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Oct 3, 2010, 8:52:31 PM10/3/10
to BOSQUE DE PALABRAS

Julio Carmona: Vallejo en los infiernos, ¿Una biografía novelada o una
novela biográfica?

Con esta novela, Eduardo González Viaña ha cumplido con el encargo que
le hiciera Antenor Orrego (hace ya muchos años). Escribir sobre el
momento más grave en la vida de César Vallejo. Esto lo refiere el
mismo autor en la Introducción a Vallejo en los infiernos. Y no nos
queda aquí sino repetir la pregunta del título, esta novela es: ¿una
biografía novelada o una novela biográfica?

Y se puede responder que se trata, en realidad, de lo segundo: una
novela biográfica. Porque en ella hay más elementos de ficción (como
que al lector se le diga lo que piensan o sienten los personajes en
momentos claves de lo que, supuestamente, ocurrió en “la vida real”).
Y en este caso debemos convenir en que la novela se sirve de la
biografía para desarrollar sus propios fines; es decir, que la ficción
toma vuelo desde el trampolín de la realidad, y no se sumerge y diluye
en la veracidad de los hechos. Pero al adoptar esta opción no se debe
olvidar que los hechos evidentes, históricos (por todos conocidos), no
pueden ni deben ser alterados. Vallejo en los infiernos tiene, pues,
algo de los dos géneros (novela y biografía), aunque con mayor peso de
lo novelesco (y, en algunos casos, incurriendo en el olvido antes
advertido).

En esta novela, la incidencia de lo biográfico se centra en un
acontecimiento de la vida del protagonista: la acusación por la que
nuestro vate tuvo que pasar varios meses en prisión. Y tiene el mérito
de ilustrar sus pormenores y de esclarecer algunos puntos clave que se
requerían para zanjar la verdad de los hechos. Aunque, tal vez, el
aspecto más relevante y mejor logrado sea la ambientación carcelaria.
Claro que sólo quien haya estado en ese trance puede calibrar la
dimensión de lo sufrido por el protagonista, y podrá sopesar las
razones de Vallejo para que llegara a esta terrible confesión: “El
momento más grave de mi vida fue mi prisión en una cárcel del Perú”.
En gran medida, pues, el autor de la novela logra recrear ese ambiente
espeluznante, infernal. El título mismo –de aparente truculencia–, al
terminar la lectura, da la sensación de que constituye un acierto.
Porque no es sólo el círculo dantesco de la prisión en sí, son muchos
los círculos en vorágine que configuran a ese infierno: la kafkiana
angustia judicial, la incertidumbre aplastante de un presente
inamovible, la deshumanización contextual, etc.

En ese sentido –de revelar pormenores de la vida del poeta– está
también la confirmación de que la “andina y dulce Rita, de junco y
capulí” se apellidaba Uceda, y puede resultar siendo la madre del
conductor de las guerrillas del 65, Luis de la Puente Uceda, y esto es
algo que, con tino, el autor deja sin explicitar, como respetando ese
derecho del lector a ir atando cabos y soltando rienda a su intuición.

En el mismo orden de ideas queda la explicación del viaje a París. Por
un acto encomiable de solidario desprendimiento por parte de Antenor
Orrego, quien le cedió un pasaje que debió compartir con Julio Gálvez
Orrego, y se hace justicia también a este último personaje que poco
aparece en las biografías del poeta, y que, identificado con la causa
republicana en España, finalmente –se nos dice– murió fusilado por la
falange fascista.

Asimismo, hay otros datos de la vida familiar en Santiago de Chuco
que, si bien no culminan el cuadro biográfico total, constituyen
rápidos esbozos que matizan el tema central ya aludido, a manera de
escorzos difuminados que ya de por sí aportan el ingrediente de
misterio que es más propio de la novela.

Y entrando al ámbito novelesco, propiamente, consideramos que ese
ingrediente de misterio referido se vuelve por momentos excesivo,
porque se apoya de manera exacerbada en la dimensión de los sueños.
Todos los personajes sueñan. Y los sueños son premonitorios y
anunciadores de hechos que van a ser confirmados por el futuro. Por
ejemplo, se dice que Vallejo “Le preguntó si sabía algo acerca del
Músico, y Mataporgusto se quedó asombrado. –¡Qué raro! (le contesta)
Había soñado que usted me preguntaría por él”. (p. 240). En otro
momento (de los muy profusos que hay) un chamán en la prisión le había
augurado su futuro y –dice el narrador– “las ilusiones sugeridas por
el vuelo con el sampedro lo desconcertaban. ¿Un barco lo sacaría de la
prisión? ¿Qué tenía que ver Antenor con ese barco? ¿Y el destino era
París? ¿Por qué París? ‘Usted mismo lo sabrá algún día –le dijo el
chamán y agregó–: hay que tomar los sueños más en serio’.” (p. 251).
Sí, seguramente, hay que hacerlo; pero no al extremo de que la novela
raye en lo inverosímil. No ocurre esto –valga el descargo– en el caso
del hermano Miguel Vallejo que hace anuncios a futuro, el de su propia
y temprana muerte, por ejemplo, o el viaje de Vallejo. Pero es un
misterio verosímil. Pues se sabe de casos reales que confirman ese
tipo de premoniciones. Aunque el mismo Vallejo estaba en contra de
ellas; dice: “El poeta profetiza creando nebulosas sentimentales,
vagos protoplasmas, inquietudes constructivas de justicia y bienestar
social. Lo demás, la anticipación expresa y rotunda de hechos
concretos, no pasa de un candoroso expediente de brujería barata y es
cosa muy fácil. Basta ser un inconsciente con manía de alucinado. Así
hacen las sibilas vulgares. No importa que se realice o no lo que
anuncian.” (El arte y la revolución). Lo censurable es el abuso,
atosigante, de dicho recurso.

Al margen de ese elemento excesivamente romántico del sueño y de lo
esotérico, podemos convenir en que la estructura de esta novela tiene
mucho de construcción arquitectónica, y de arquitectura moderna pues
le da énfasis a lo funcional. Y así vemos que todas sus partes, desde
diversos ángulos en ese bifronte espacio de novela y biografía, se
encuentran interrelacionadas como vasos comunicantes, pasadizos
interconectados, ambientes matizados por el claroscuro de lo incierto
y lo apodíctico.

Obviamente, no vamos a referirnos a los elementos conclusivos de la
historia, pues de hacerlo estaríamos atentando contra el interés
tanto del autor como del lector: que la obra se difunda (interés del
autor) y no que se la cuenten (interés del lector). Pero, para
concluir esta apreciación sobre la confluencia de lo narrativo con lo
biográfico, debemos señalar que hay una cierta imprecisión respecto
del elemento “personajes”, el mismo que, como se sabe, complementa a
los del espacio y de la historia, para coronar el logro que optimice a
la novela, que es, en última instancia, lo que importa.

La novela empieza con el ingreso del protagonista a la cárcel y, más
precisamente, a la celda infernal. Allí se desarrolla una escena
dantesca. Un sujeto descomunal, mimetizado con la oscuridad ambiental,
amenaza al poeta con matarlo. Esta decisión, extraña, más propia de un
manicomio, se hace verosímil por la sugerencia de que sus acusadores –
gente con poder económico e influencia política– han maquinado dicha
acción. Hasta allí no hay problema. El problema surge a partir del
desenlace, pues antes de que pudiera consumar el crimen, el agresor es
trabado en su avance por otro preso, y, finalmente, ambos se
aniquilan, mutuamente. Y, entonces, quedan flotando dos preguntas:
¿quién es el hombre que defendió a Vallejo? y ¿qué es lo que lo
impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y es una
pregunta que se espera ver resuelta en los capítulos sucesivos, porque
esa acción compleja no puede atribuirse al azar ni tampoco quedar
flotando en el vacío.

Pero lo más desconcertante es que en el capítulo 3 el personaje, ya
mencionado aquí, Mataporgusto le habla del “loco” que ha intentado
matarlo, y Vallejo sigue atentamente la relación de datos sobre él,
pero no pregunta para nada por el otro preso que lo salvó y murió en
el intento. Incluso en el capítulo 6 hay otra alusión a los dos
cadáveres, cuando uno de los presos entra a la oficina del alcaide
(contigua al ambiente en que están los muertos), donde Vallejo se
encuentra preventivamente, y le anuncia que va a cortar las cabezas de
los occisos, pues tiene un trato con el alcaide en ese sentido, y
Vallejo se mantiene indiferente ante el problema aquí planteado, no
manifiesta ninguna inquietud por su salvador. Es más, se dice que el
sujeto “entró en el cuarto contiguo provisto de un pequeño serrucho y
se quedó allí más de media hora”, y haciendo alarde de un humor
macabro (que trasunta cierto mal gusto) se dice que “Solo se escuchaba
un sonido rítmico y la voz del hombrecito: Aserrín, aserrán,/ los
maderos de San Juan. (sic)/ Piden queso, piden pan./ Aserrín,
aserrán…” (p. 122).

Y, al llegar al capítulo 14, cuando a Vallejo ya lo han pasado a una
celda menos tétrica, se tiene la sensación de que ahí está la
respuesta. El nuevo compañero de celda le hace referencia a un hombre
que ha tenido influencia en su vida, y entonces dice Vallejo: “Conozco
al hombre de quien habla. Es Pedro Losada. Pedro Losada me salvó la
vida –aseguró.” (p. 274). Pero aun cuando la pesquisa lectora crea
haber encontrado el cabo suelto, pues daría respuesta a la primera
pregunta (¿quién es el hombre que defendió a Vallejo?), sin embargo
quedaría pendiente todavía la segunda (¿qué es lo que lo impulsó a
hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar?).

En el capítulo 21 se vuelve a mencionar a Pedro Losada, explicándose
lo aseverado por Vallejo: “Pedro Losada me salvó la vida”; pero ¿dónde
es que ocurrió esto? En Santiago de Chuco. El día que acaecieron los
sucesos en los que se le involucra, mas no en la prisión de Trujillo.
Pedro losada nunca llegó a ésta, al menos no lo hizo en el momento en
que está Vallejo. Y, aun cuando finalmente fue capturado en Santiago
de Chuco para ser conducido a Trujillo, es asesinado en el trayecto.
Entonces, vuelven a quedar sin respuesta las inquisiciones
preliminares: ¿quién es el hombre que lo defendió en la celda? y ¿qué
es lo que lo impulsó a hacerlo, al extremo de matar y dejarse matar? Y
hasta el momento de terminar la lectura de la novela, sigue siendo un
misterio sin resolver.

Otro desfase del elemento “personajes”, es el relacionado con Haya de
la Torre, que no tuvo nada que ver con el suceso de la prisión de
Vallejo, y es irrelevante que hubiera sido él quien lo presentara a
Antenor Orrego; máxime si es incluido falseando los hechos porque en
uno de sus pocos encuentros se llega al extremo de decir que “Iban a
ser amigos para toda la vida” (p. 193), cuando bien se sabe que
Vallejo rompió con Haya, no sólo política sino amicalmente; al extremo
que se puede relacionar la anécdota de sus años de bohemia juvenil,
cuando se cuenta que Vallejo hace un brindis llamándolo “Pichón de
cóndor”, seguramente por su perfil parecido al de esa ave de rapiña; y
lo más probable es que, estando Vallejo en París y adherido ya al
marxismo, al momento de escribir su célebre poema “Telúrica y
magnética” y, recordando a su “Perú al pie del orbe”, preguntara y
respondiera entre paréntesis “(¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!)”,
en clara alusión al susodicho.

Es decir, la presencia de Haya en la novela es un flagrante ripio, con
el agravante de ser introducido tergiversando la historia. Leamos:
“Los pensamientos político y filosófico de Orrego y Haya de la Torre
se convertiría (sic) en una propuesta continental para que toda la
América al sur del Río Grande se uniera, escogiera un camino
socialista y rechazara cualquier injerencia de Estados Unidos en la
construcción de su destino.” (pp. 193-194). Y bien se sabe que esa
“unión continental” es una ilusión, y menos que se pueda realizar sin
la revolución previa de cada país, revolución que en el Perú,
inicialmente –en el año 32–, fue traicionada por Haya, y después
negada hasta los límites del macartismo y el fascismo; era, pues,
desde sus orígenes, una propuesta demagógica y reaccionaria; y aquello
del “camino socialista” fue desterrado del vocabulario aprista desde
sus inicios (de ahí la ruptura con Mariátegui y Vallejo), y, por
último, ‘la no injerencia de Estados Unidos’ fue descartada también
del programa aprista desde la publicación de El antiimperialismo y el
Apra (1926, según los apristas), en el que no se sostiene la tesis de
que el Apra sea antiimperialista, sino la explicación de cuál era su
posición en relación con el movimiento antiimperialista en auge en
aquellos años, y su conclusión fue: ‘aceptar el lado bueno del
imperialismo y rechazar su lado malo’: obviamente, una propuesta
demagógica y reaccionaria más.

Además hay otro desacuerdo histórico relacionado –sintomáticamente–
con la figura de José Carlos Mariátegui; dice: “… un grupo de
oficiales del Ejército dio una golpiza al joven pensador José Carlos
Mariátegui, inmóvil en su silla de inválido.” (p. 308). Y lo cierto es
que en esa época Mariátegui todavía no usaba “silla de inválido”, esto
va a ocurrir a su regreso de Europa y después de que le amputaran la
pierna; en la época de la agresión (anterior al viaje a Europa),
todavía se mantenía en pie aunque evidenciando una ostensible cojera.
El hecho de la agresión es narrado así por María Wiesse: “… un grupo
de militares exasperados, enfurecidos por las ideas expuestas en
"Malas tendencias: El de¬ber del Ejército y el deber del Estado",
ataca al joven escritor. Lo insultan y lo golpean, sin te¬ner en
cuenta su endeble condición física [no, invalidez ni postración]. Por
dos veces se repite la agresión; una, en la calle, otra, en la
imprenta de El Tiempo, donde se editaba Nuestra Época. Un fornido
oficial encabeza el ataque contra el ‘cojito’. Y después de la
agre¬sión viene el duelo. Mariátegui no sabe manejar las armas, pero
acepta el desafío y se dirige una mañana al campo donde ha de
realizarse. [¿Se dirige al duelo en “silla de inválido”?] Los pa-
drinos han de intervenir para evitar un asesinato, que así habría
sido, en caso de efectuarse el due¬lo, en condiciones tan desiguales.
Mariátegui ha soportado valientemente la cobarde agresión; foetazos,
patadas, puñetazos. Ha ido al campo del desafío sin saber cómo se toma
una pistola o un sable. Un clamor de indignación se levanta, en toda
la ciudad, contra los agresores del escritor; es tan vehemente esa
indignación, es tan encen¬dida la reprobación contra el hecho, que el
Mi¬nistro de Guerra se ve obligado a renunciar su cargo.” (Obras
completas, tomo 10, cursiva y corchetes nuestros, negrita de la
autora).

Por último, no podemos evitar hacer lo que acostumbramos en este tipo
de comentarios: denunciar las que consideramos deficiencias de la
edición. Y empezamos por la carátula. No nos parece un buen retrato
pictórico, aunque tal vez sea una aplicada o académica pintura
fotográfica. En segundo lugar, nos parece excesiva la cantidad de
preámbulos. Hay una presentación, un prólogo, un proemio y una
introducción. Para nuestro gusto, ha podido omitirse la presentación y
el proemio (o derivarlos al final como epílogo o colofón). Y para
consumar nuestra desazón está el sello editorial del Congreso de la
res pública. Realmente, el solo pensar que quienes “habitan” ese
edificio (iba a decir adefesio) son la antípoda de César Vallejo (en
todos los sentidos; incluido, por cierto, el presentador del libro y
presidente del antro) me pone los pelos de punta. Y el hecho me llevó
a pergeñar este breve “testamento ológrafo” (a la manera de Sebastián
Salazar Bondy):

Si algo pudiera pedir
Ya para después de muerto:
Es que ni un libro de mí
Lo patrocine el Congreso.

Y lo más lapidario de esta aceptación editorial es que en el mismo
libro se dice lo siguiente: “El Congreso era la sede del entendimiento
y la repartija entre los líderes de un bando y otro. El gobierno podía
llegar allí a fáciles acuerdos secretos con los líderes de la
oposición. A los dueños del país y a los empresarios extranjeros les
bastaba con negociar, (sic) o comprarse a los parlamentarios”. Es
decir, ¿supone el autor que las cosas han cambiado hogaño?; ¿por qué
no sigue el ejemplo (honrando el apellido) de quien él mismo llama –
líneas más adelante– “el maestro del anarquismo, Manuel González
Prada”, y de quien dice que “renunció al círculo político que él mismo
había creado cuando aquel se enredó en las componendas
parlamentarias.”? (p. 211). Ejemplo éste que es reiterado en las pp.
262-263: en palabras premonitorias de Antenor Orrego, cuando le dice a
Haya de la Torre: “Terminarás como Manuel González Prada, que organizó
un partido y tuvo que renunciar a él. Lo hizo porque sus compañeros lo
utilizaban como una herramienta para llegar al Congreso.” Y, por
supuesto, no se equivocó Orrego en lo que respecta a los compañeros de
Haya, pero no en lo referente a éste, ya que ni renunció ni cuestionó
a sus discípulos su afición por el Congreso sino que, más bien, les
incentivó el gusto convenciéndolos de que ‘el Parlamento es el primer
poder del Estado’. Y, más adelante, insiste Orrego: “Ya te lo digo,
los políticos se harán dueños de tu partido. Si no es durante tu vida,
será después y borrarán uno a uno tus principios. Los irán
mediatizando hasta hacerlos desaparecer. La revolución no existirá
para ellos, sino el Parlamento y los gozos del poder.” Con esas
requisitorias esgrimidas por el narrador es por demás inconsecuente
que el autor admita sea editada su novela por esa institución
despreciable y, lo que es más decisivo, despreciada por el
protagonista de la misma.

Pasando a los errores textuales en sí, una vez más nos encontramos con
las ya casi proverbiales fallas de construcción. Y, para colmo, otra
vez figura en los créditos el nombre del corrector, Jorge Coaguila
que, al parecer, trabaja para todas las editoriales (pues en una
crítica precedente a ésta lo encontramos figurando también en esa
novela criticada de otra editorial), pero con tan poco profesionalismo
que, en realidad, da vergüenza ajena. Pareciera que su presencia como
corrector es sólo nominal, y no hace honor al mérito. Vamos, a
continuación (sin ser exhaustivos), a consignar algunos errores
(poniendo entre paréntesis lo cuestionado -sic- o lo que debió
decir):

“Cuando hablo de nosotros, me refiero al (a) Trilce, una agrupación
literaria que se formó ese año.” (p. 27)

“Pocos artistas he conocido después que (se) parecieran a mis amigos
en su generosidad y en su desmesura.” (Id.)

“Fue también quien lo (le) dio un techo…” (p. 30)

“Con la que (sic) cantidad de cielos que recorre…” (p. 51)

“Aquí dice que entró a las (sic) ayer a las seis de la tarde.” (p. 93)

“Esos que proclaman que la educación deber (debe) de ser
gratuita.” (164)

“Saluden a la señorita. Preséntese (preséntense) como caballeros.” (p.
293)

“Vallejo soñó muchas veces en (con) el búfalo parado…” (301)

“Vallejo y su amigo (…) eran excelente (s) bailarines.” (343)

Aunque no todos los errores pasan al débito del corrector. Algunos hay
que sumarlos al del autor. Por ejemplo, en el primer capítulo nos dice
que Vallejo es amenazado con una comba. En la p. 36 se lee: “¿Sabes lo
que es esto? Es una comba…”; pero, después, la comba se convierte en
martillo: “-¡Levántate, muerto! –insistía el tipo del martillo…” (p.
38), y ahí mismo dice: “Se escucharon martillazos y más gritos”, para –
otra vez volver a hablarse de comba: “El matón de la comba…”, p. 39.

Y paro de contar o, mejor, de criticar.

Se puede ver también en:
Mester de Obreríahttp: //t.co/Qp4uD8K
y
Bosque de palabras: http://t.co/Rykh6bk
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