Buenas noches chicas.
Siguiendo el tema del conocido villancico Noche de Paz, les comparto esta parte de la historia real de la humanidad, donde el villancico fue partícipe de tan relevante hecho. se hace referencia de tal, en el prólogo de la novela romántica, Si te quedas en Escocia,de la autora Olivia Ardey.
Si les interesa podemos compartir la novela aquí, los personajes son un alto, rubio y guapísimo escocés y una aguerrida chica, ya en la época actual.
Prólogo: Cien años atrás
-Frente de Ypres, Bélgica. 24 de diciembre de 1914-
La acción había cesado, de momento. El campo de batalla permanecía tranquilo. En las trincheras
alemanas, los soldados hacían cuanto estaba en su mano por sobrellevar aquel frío infernal.
Todos trataban de mantener la mente ocupada y evitar así que la melancolía se apoderara de
ellos. Nada arañaba más el corazón que el recuerdo de los seres queridos y, esa noche, parecían
más lejos que nunca.
El soldado Manfred Krichner escribía una carta, sentado sobre una mochila y con la espalda
apoyada en la tosca pared de troncos que aislaba a la tropa de la tierra húmeda y de la nieve. A
unos metros de él, dos compañeros se entretenían oteando la calma insólita que también reinaba
en el lado enemigo.
—Mira si llegan a ser idiotas esos ingleses. ¿Ves esa luz? —oyó Manfred que decía uno al otro
—. Están encendiendo un cigarrillo. No hay blanco más fácil.
—Se apagará antes de que puedas apuntar.
—De eso nada, ahora entenderás por qué trae mala suerte encender un tercer pitillo con la
misma cerilla. El primero de ellos te pone en guardia —continuó explicándole al tiempo que
alineaba el fusil en posición—. Ahora la llama se mueve hacia la derecha, es el segundo, así que
aprovechas para apuntar, y el siguiente, ¡bang! —soltó, simulando que acertaba en el blanco—.
El tercer infeliz que se acerca a la lumbre es hombre muerto.
—Esos ingleses no son tan tontos como crees —replicó el otro—. Estoy seguro de que
cualquier otra noche no se mostrarían tan confiados, pero hoy es diferente.
—No veo por qué.
—Tú mismo lo acabas de demostrar. Nadie con corazón es capaz de matar a un semejante en
Nochebuena —dijo dándole un codazo.
Y mientras los dos soldados bromeaban y reían para alejar la nostalgia, Manfred Kirchner
rubricó la carta, la dobló en cuatro y la introdujo en el sobre. Durante unos segundos de duda,
estuvo tentado de romperla. Aquel escrito era comprometedor en tiempo de guerra. Miró de reojo
a sus compañeros, que en ese momento se entretenían en intercambiar silbidos con los del bando
contrario, como si se tratara de un juego amistoso. ¡Santo Dios! ¡Bromeando con el enemigo!
Otros compañeros de la tropa, los que permanecían guarecidos bajo el techado de lona, habían
encendido un fuego para calentarse. Al menos no nevaba.
Sacudió la cabeza y retornó su atención a la carta que tenía entre las manos.
—Mi querida Ilse —murmuró.
Humedeció la solapa engomada con la lengua y cerró el sobre. Y mientras escribía la
dirección, no dejó de pensar ni un segundo en la chica preciosa a la que iba destinada aquella
carta.
En la trinchera británica, un soldado apartó la marmita del infiernillo. Cogió un puñado de
nieve del suelo, la echó en el agua caliente para templarla y sumergió las manos. Tenía los dedos
llenos de sabañones y esperaba que aquel remedio le aliviase un poco la picazón. No muy lejos de
este, unos cuantos se esmeraban en decorar una rama de pino, entre comentarios bromistas, con
papelillos recortados de envoltorios de comida y cajetillas vacías de tabaco. Lo cierto es que no
les estaba quedando tan mal, casi parecía un verdadero árbol de Navidad.
Un poco más allá, cuatro Royal Scotts mataban el tiempo jugando a las cartas. Todos miraban
con respeto a los fusileros reales, los únicos hombres en el mundo con agallas para ir a la guerra
con falda. Curtidos en la gélida Escocia, no les importaba encarar aquel frío del demonio con las
piernas al aire. Detrás de ellos, otros tantos observaban la partida. Un kiltie, que se aburría, se
adentró bajo la techumbre y regresó con una gaita bajo el brazo. Apretó el fuelle y todos
acogieron con alegría las primeras notas.
De pronto, otro de los fusileros dejó sobre la mesa sus cartas boca abajo y chistó, con un
rápido movimiento de manos, exigiendo silencio.
—¿No oís? ¿Qué es eso?
—Son los alemanes —dijo su pareja de partida, aguzando el oído—. Parece que están
cantando.
—Raff, sopla esa gaita bien fuerte para que sepan esos malditos krautz qué es música de
verdad.
Pero el fusilero no obedeció.
—Un poco de respeto —contravino con una mirada severa hacia el que acababa de hablar—.
¿No sabes que la voz es el instrumento más valioso de cuantos existen?
—¡Chist! —exigió otro escocés de los que jugaban a las cartas—. No me lo puedo creer —
exclamó—. Estamos en plena guerra ¿y los krautz están cantando un villancico?
Todos callaron. Y a ambos lados de la primera línea de fuego, en el silencio solo se escuchó
Stille Nacht. Porque para un montón de soldados muertos de frío en tierra belga aquella era una
verdadera noche de paz.