carmona.j...@gmail.com
unread,Oct 8, 2010, 12:12:30 PM10/8/10Sign in to reply to author
Sign in to forward
You do not have permission to delete messages in this group
Either email addresses are anonymous for this group or you need the view member email addresses permission to view the original message
to A NIVEL DE LA ARCILLA
César Ángeles: EL VIAJE FINAL (cuento)
Treinta y cinco minutos antes de su muerte, el teniente Moncada
sonreía feliz desde la baranda de una embarcación al centro mismo del
río Marañón. Las estelas de espuma iban quedando raudas detrás, y en
cada tumbo creía ver paiches y peces amazónicos huyendo de la
velocidad que sin pausa lo transportaba a su destino. Y él no lo
sabía. Lo mejor era que no lo sabía, y por eso reía ampliamente, casi
ebrio por la bebida que se había ido zampando de copa en copa durante
todo el trayecto, desde que dejara atrás el puerto de Iquitos. Creía
tener aún muchas partidas que ganarle a la vida, así de iluso es el
corazón mientras late y late, mientras la ingeniería del cuerpo se
mantiene en movimiento, con las bielas y engranajes en su sitio
correctamente aceitados y en perfecta sincronización.
Después de todo, así había ocurrido desde el día que Moncada era
apenas un churre, así de pequeño, y sus padres lo tuvieron en brazos
durante días, meses, años, cuando dio sus primeros pasos inciertos y
pudo repetir o balbucear las primeras palabras que aprendió en el
desierto de Sechura, al inicio de su vida que había empezado tres
décadas atrás, que ya llevaba durando lo conveniente y que el propio
Moncada se encargó de pasear a su gusto por pueblos y provincias del
país. Pero todo eso estaba por terminar, y el teniente iba feliz, de
brazos y cara a la muerte, con los ojos bien cerrados y el corazón en
un puño, como dicen que es el amor.
-Mi Teniente, el rancho está listo. ¿Baja a la cocina o prefiere que
le suba el almuerzo?
-Gracias, Miranda. Adelántense ustedes. Yo iré luego.
No tenía hambre, en realidad. El trago le provocaba continuar tomando,
y en esas circunstancias descuidaba su alimentación. Entre sus
borrosos pensamientos desfilaron los rostros de la tripulación, uno a
uno, sus nombres, procedencias diversas, especializaciones,
recomendaciones, habilidades y defectos. Era una masa de quince
hombres, correctamente entrenados por el ejército en acciones de
contrainsurgencia. Algunos contaban con amplia experiencia, pero todos
habían sido elegidos de forma minuciosa por él mismo, descartando a
otros posibles integrantes. La base del destacamento era su unidad,
que Moncada había cultivado desde el primer instante cuando los citó,
hacía ya dos años, en el salón rojo de la antigua base Ocharán, en la
capital. Allí les había detallado en sendas sesiones colectivas todas
las razones de su enrolamiento, los objetivos militares, la
característica secreta de las varias operaciones que llevarían (y
llevaron) a cabo conjuntamente, y se habían presentado cada quien, él
incluido, repitiendo para algunos su trayectoria, sus triunfos y
derrotas en el escalafón, todo con el principal objetivo de que no
quedasen cabos sueltos y que, empezando por él mismo, se fuesen
conformando los pilares de todo cuerpo de élite, la unidad férrea, la
cohesión en sus filas, y una lealtad a prueba de todo. Ello garantizó
los éxitos en las múltiples operaciones cumplidas, y la base para que
el equipo siempre actuara como un solo hombre. Dentro de sí, navegando
raudo por este inmenso río con piel de culebra sin fin, estaba seguro
de haberlo logrado, y más aún al fondo de sí mismo abrazaba el orgullo
que eso le proporcionaba. Podía comprobarlo a cada momento en los ojos
de quienes trabajaban con él, en la manera cómo le dirigían la
palabra. Por eso no le extrañó que el Técnico Miranda le ofreciese
llevarle la comida a cubierta.
Sin embargo, para él no era esta ocasión para comidas. Era momento de
dejar atrás, o mejor dicho suspender temporalmente, la dulce emoción
que recorría su cuerpo, y como buen artista de la muerte (curtido en
múltiples acciones de castigo y arrasamiento de comunidades, en la
búsqueda implacable de los siempre encubiertos terrucos), debía cruzar
todo ello con lo que venía a continuación, el exterminio de la célula
terrorista encajonada en el valle del Huallaga y dirigida por otro
escurridizo líder local de la organización que desde la tenaz
clandestinidad tenía en vilo al Estado, desde hacía ya cinco largos
años.
Sandra, Sandra, la bella Sandra prácticamente lo había sumergido entre
su profunda piel mestiza, llenándolo de gritos y requiebros envueltos
en falsa ternura que empezaba y terminaba en el agujero más profundo
que Moncada recordar pudiese, allí entre esos muslos dorados y tersos
que eran tema de las cantinas más populares de Iquitos, cuando cae la
noche y el sudor forma una ardiente capa transparente en el cuerpo,
entre esos muslos que ora se abrían para sus impulsos de macho, o
soportaban el peso de ella cuando lo atraía hacia una penetración
violenta por detrás, sin tregua, durante todo el tiempo que el robusto
cuerpo de él contuviese las ganas de derramarse bien adentro de esa
hembra completamente entregada, dispuesta a volarlo todo si fuese
preciso con tal de mojarse juntamente con su “Monchito”, como ella le
decía, con ese hombre a quien había conocido apenas dos meses atrás y
de casualidad en las noches loretanas. El teniente Justo Rafael
Moncada del Carpio la estaba recordando ahora, sus frágiles palabras
al oído, y a cada sorbo de alcol sentía que un secreto calor le iba
subiendo desde las mismas criadillas poseyéndolo casi por completo
mientras la embarcación continuaba su raudo viaje por estas aguas
luminosas, casi incendiadas bajo el sol incesante. Sandra, Sandra,
chola rica, te la quisiera meter ahorita mismo y no salir de allá
abajo hasta que termine el río, o como hacen los perros que se quedan
enganchados después de coger. ¿Dónde estarás, Sandra, ahora? ¿En qué
pensarás? ¿En mí? ¿Te habrás acariciado calatita sobre el colchón
usado del hotel, sobre la tierra misma, en una hamaca perdida bajo los
árboles inmensos y arrechos, o te dormirás en sueños repitiendo mi
nombre, pensando como yo en la despedida que tuvimos? Recuerda, será
por pocos días. Así te dije, así será, espérame amorcito, cierra tus
piernitas tan calientes y aguarda mi retorno, así te dije, y tú claro
tontito, diciendo sonreíste.
Tejía la vida Justo Moncada, pero la vida ya tenía sus propios planes,
más allá de sus pensamientos y calenturas, mucho más lejos de lo que
él imaginase, el camarada Isidro Vallejo con veinte guerrilleros no
mayores ninguno de 25 años, la mayoría oriundos de la selva,
conocedores de ese inmenso y agresivo cosmos que es el bosque
amazónico, así como de los meandros caprichosos de sus ríos secretos e
inabarcables, de las mil plantas, árboles y animales que, como ellos,
ocultos el territorio habitan. El grupo dejaba a punto la emboscada
que terminaría para siempre con el el reputado comando del Halcón
Dorado, que como ellos bien sabían se dirigía raudo por el Marañón
para, a su vez, liquidarlos. Isidro Vallejo dio las últimas
instrucciones, planteó las últimas interrogantes, y cuando él y los
demás comprobaron que nada podía fallar se retiraron a esperar entre
la tupida vegetación el paso del convoy militar. La selva estaba de
piedra y ni el aire inmutable ayudaba a presagiar lo que venía.
Algunos macacos surcaron de rama en rama, y el canto suave del
siguaray rompió el alma de nostalgia.
-Camarada, por ahí van llegando.
-Bien. ¡Todos listos! ¡Muy atentos! ¡Ningún sobreviviente! ¡Viva el
Partido Comunista!
-¡Viva!
-¡Viva la Guerra Popular!
-¡Viva!
Al doblar el recodo mayor, los platos, cubiertos y la olla con
pallares se deslizaron violentamente hacia la derecha, se cayeron
algunos vasos y el aguardiente estuvo a punto de volcarse.
-¡Carajo, Ivancino cada día está más huevón para conducir esta
chalana!
-¡Sí, carajo, habrá que rotarlo a que haga otras vainas!
-¡Cholo huevón este!
Gritos en la cocina de abajo anunciaron al timonel y al propio Moncada
que todo allí se había sobresaltado en la última curva, pero el
Sargento Ivancino, experto en navegaciones fluviales y gran conocedor
de la amazonía, no había reparado a tiempo en una peña que dividía en
dos las aguas al entrar en el recodo, y su esfuerzo final había
evitado la mortal colisión.
El teniente Justo Moncada, incorporándose con cierta dificultad de su
caída y del cambio de ideas y sensaciones para volver súbitamente al
presente, se encaminó hacia estribor gritándole al Sargento que qué
demonios le pasaba, carajo, y ya no pudo escuchar la respuesta pues
una carga estalló al lado derecho de la nave, y segundos después otras
dos explosiones la hicieron volar por el aire encallándose finalmente
entre peñas menores y troncos que bajaban solitarios a lo largo del
curso del río. Entre la humareda y la espesa mancha de petróleo que
comenzaba a extenderse alrededor de la nave volteada surgieron algunas
cabezas, gritos y brazos que se agitaban con desesperación, llamándose
unos a otros, con la certeza cruel de que solo quedaba aferrarse a
algo sólido o alcanzar de algún modo la playa lejana, y era todo un
esfuerzo inútil porque el miedo confunde los cerebros y el violento
impacto había adormecido reflejos en los valientes integrantes del
escuadrón militar. Entre los heridos que hacían esfuerzos por nadar
flotaban ya algunos cadáveres o sus pedazos, algunos muebles quebrados
y otras pertenencias que más nada tenían que hacer al fondo del
Marañón, y entre todo ese caos humeante también trataba de sobrevivir
Justo Moncada, consciente de la sangre que empezaba a bajarle desde
arriba en la cabeza y le impedía visualizar con claridad aquel
momento, y ya no tuvo que ver nada más en realidad porque dos balas le
perforaron el cráneo desde la orilla donde varias ráfagas de FAL
terminaron con la agonía de los miembros de aquel convoy despedazado,
hasta que la selva empezó lentamente a recobrar su misterioso
silencio.
El grupo guerrillero observaba los restos que flotaban sin dirección
alguna, e Isidro Vallejo tuvo un último pensamiento para Sandra, quien
les había trasmitido la información a tiempo, llena de resentimiento
contra quienes hacía un año y medio asolaron su comunidad. Isidro
rompió el aire con arengas de victoria que todos corearon a una voz.
Al final, recuperaron algunos objetos que iban acercándose a la playa,
y en pequeños botes se aproximaron a los restos de la nave para
acopiar lo poco que en esas condiciones pudiera serles útil. El cielo
empezaba a enrojecer, y entonces decidieron ponerse en marcha rumbo a
la montaña, antes que volviese la oscuridad total.
ag 07 chmbt.-oct 010 lima