La historia de una de las estirpes fundadoras del Nuevo Reino de León no comenzó con el estruendo de la conquista, sino con el rasgueo de una pluma sobre pergamino en una polvorienta tarde del 26 de abril de 1615. En la Villa de Santiago del Saltillo, un joven Blas de la Garza, ya regidor de la lejana ciudad de Monterrey pero originario del Real de Mapimi, se paró ante su suegro, Marcos González, para sellar un pacto que sentaría las bases de su futuro. Su esposa, Beatriz González, nacida en esa misma villa, era el nexo que unía a las dos familias. El documento de fianza, con su lenguaje solemne y arcaico, era la primera piedra de un edificio que aspiraban a que tocara el cielo.
Con la voz monótona del escribano llenando la sala, Blas aceptó formalmente el patrimonio de su mujer:
…otorgo que los RECIBO DE DOTE y por dote de la dicha Beatris G navarro. My mujer en bienes y ajuar, cosas diversas.
Esos dos mil pesos de oro común no eran solo una fortuna; eran el capital inicial para una vida de ambición en la frontera norte. Con ellos, Blas y Beatriz se establecieron en Monterrey y comenzaron a forjar su destino.
Pasaron más de cinco décadas. El joven regidor se convirtió en el respetado Capitán Blas de la Garza, un hombre de influencia y patrimonio. Su unión con Beatriz dio frutos, y sus hijos, entre ellos Juan y Miguel, crecieron viendo a sus padres convertir aquel capital inicial en un próspero legado de tierras y estatus.
Pero la vida en la frontera era tan dura como la tierra. El 21 de febrero de 1669, la muerte, “cosa natural a toda criatura”, visitó al patriarca. El Capitán Blas de la Garza, previsor hasta el final, no la recibió sin preparación. Como consta en su registro de defunción, “murio el Capitan Blas de la Garza habiendo confesado y recibio todos los sacramentos, testo ante el Capitan Juan Cavazos”. Dejó su alma en paz y sus asuntos terrenales en orden, nombrando albaceas a su fiel esposa, Beatriz, y a su hijo, Juan. Su testamento, del cual hoy solo sobreviven “tres folios finales (totalmente mutilados)”, dictaba con precisión su última voluntad: ser enterrado en la Iglesia de San Francisco y asegurar el descanso de su alma con una impresionante serie de misas cantadas y rezadas, no solo en Monterrey, sino incluso en el lejano altar del perdón de la Ciudad de México, un último acto que demostraba la magnitud de su fe y su fortuna.
El pilar de la familia se había ido. Beatriz González, la joven de Saltillo cuyo dote lo había iniciado todo, le sobrevivió apenas un año. El 10 de mayo de 1670, “murió BEATRIS GONÇALES, Española, Viuda del capitan BLAS DE LA GARÇA”. A diferencia de su meticuloso esposo, ella “no testó”. Su muerte fue más silenciosa, sin un testamento que dictara sus deseos. Fueron sus herederos quienes, en un acto de piedad filial, ordenaron las misas por su alma y las de sus padres y su difunto marido, cerrando así el capítulo de la generación fundadora.
El legado, sin embargo, estaba lejos de terminar. Floreció con fuerza en sus hijos. Veinticuatro años más tarde, en mayo de 1694, otro capitán, su hijo Miguel de la Garza Falcón, se encontraba “enfermo en la cama”. Enfrentando su propia mortalidad, dictó su testamento. En sus palabras resuena el eco de la historia familiar, un recuento orgulloso de sus orígenes para que nadie los olvidara:
…declaro ser hijo legitimo del Capitan Blas de la Garza y de Beatriz Gonzalez, su legitima mujer, vecinos que fueron, el dicho mi padre del Real de Mapimi, en la Jusrisdiccion de la Nueva Vizcaya, y la dicha, mi madre, de la Villa del Saltillo…
Miguel, a su vez, se había convertido en patriarca. Nombró a los trece hijos legítimos que tuvo con su esposa, Gertrudis de Rentería: Jacinto, Juana, Julián, Leonor, Clara, Micaela, Antonio, Miguel, María, Beatriz, Félix, Juan, Pablo y Manuel.
Así, la historia que comenzó con una fianza de dos mil pesos en 1615 se había transformado, para 1694, en la crónica de un clan poderoso y expansivo. El testamento de Miguel es el testimonio final del éxito de sus padres. Blas y Beatriz ya no eran solo nombres en registros parroquiales; eran los venerados ancestros de una de las familias más prolíficas del Nuevo Reino de León, una estirpe cuyo cimiento, sellado con tinta en Saltillo, se había convertido en parte indeleble de la tierra.