Luna lectora
Cuando una de las hormigas negras la mordió en su
pierna izquierda, la niña la reconvino con severidad. Le advirtió en su
lenguaje todavía no del todo desarrollado, que de ninguna manera quería decir
que no tuviera notables matices, que no estaba bien lo que la columna de
trabajadores estaba haciendo. Caminando en puntas de pies iba señalando a la
última mordedora y con sus pequeños dedos le indicó a ella, como a toda la
indiferente fila de hormigas, que era la tercera vez que esto ocurría.
Aguantado el dolor les precisó que se había sentado bien al filo de la sencilla
pileta natación para no entorpecer el lleva que te lleva de hojas y ramitas.
Les hizo notar, ya con un tono de voz más elevado, que ellas debían seguir la
línea negra de alquitrán que unía el cemento del borde de la pileta con el
mosaico. Usando en forma imperiosa la primera figura del singular agregó: -Yo
leo mis cuentos acá- y señaló los cerámicos marrones que tenían la propiedad de
rechazar el calor que el insistente sol de La Rioja producía.
El notable diálogo, si tomamos las tres mordeduras de las hormigas como una
forma de comunicación, no tenía hasta ese entonces testigos. El padre de la
niña estaba agachado, absorbido por la limpieza de la parrilla, en esa posición
era sabido que se le producía una particular sordera que desaparecía
automáticamente al volver a la posición erecta. Por su parte la abuela, como
siempre en días domingo, canturreaba una vidala chayera mientras preparaba las
ensaladas.
La madre, eternamente atenta a las idas y vueltas de la pequeña, estaba
tratando de dormir en sus brazos a su otra hija recién nacida. De los tíos
todavía no había noticias dado que remoloneaban para levantarse de la cama.
Por suerte esas ausencias impidieron corregir a Luna en aquello de que leía
cuentos, dado que con sus casi cuatro años eso era imposible. Cualquiera de los
mencionados, más bisabuelos, tías y abuelos, podría haber intervenido para
ordenar en forma coherente la realidad: -Luna vos mirás cuentos- o –Luna vos
contás cuentos. Nada de eso ocurrió por las ocupaciones y ocios diversos de los
adultos, lo que permitió a la niña seguir entablando negociaciones con el
ejército de hormigas. Ayudó que una de ellas, de contextura más grande que las
otras, se detuviera cerca del dedo admonitorio de la chica.
Luna tomó en cuenta el hecho y pensó que esta voluminosa hormiga era algo así
como el padre o madre del resto. Esto le hizo cambiar un poco el tono, después
de todo se estaba dirigiendo a un adulto desconocido, pero no modificó ni un
poco su reclamo. Reiteró la cantidad de veces que fue mordida, indicó con pelos
y señales a la última ejecutante de tan agresivo acto y reclamó que se
respetaran los acuerdos persistentes: línea de alquitrán para las hormigas,
baldosas de cerámicas para ella. Prohibición absoluta de morderla, como también
reconvino a que ninguna, pero ninguna oliera, transitara u osara arrancar el
más mínimo pedacito de papel alguno de sus libros.
Como entendía que ella no podía poner todas las condiciones del tratado de paz
hizo las concesiones que entendía los animales no iban a desechar: no quemaría
la fila de hormigas con fósforos, tampoco les inundaría el hormiguero con el
agua de la manguera, Luna daba por descontado que las hormigas la veían todos
los días regar con ahínco. Tampoco iba a pedir que sus padres le regalaran un
oso hormiguero. Por último, agregó, que no elevaría sus quejas al almirantazgo
de los adultos, donde ella tenía sobrada influencia, para que rociaran
sistemáticamente con veneno todo el jardín.
Viendo que la hormigota seguía escuchando mientras se rascaba la cabeza con sus
patas delanteras completó, con confianza, que tenían que darse cuenta que una
cosa era la picadura de las pequeñas hormiguitas rojas y otra muy distinta la
mordedura de las grandotas hormigas negras. Que ella sólo quería seguir leyendo
cuentos al sol y que poco le importaba la vida de la infatigable fila de
hormigas.
Parecía que la negociación había terminado en un franco tren amigable, eso hizo
que la pequeña se volviera a sentar para retomar el placer que le producían
libros de cuentos que le enviaba su abuelo desde una ciudad lejana, pero una
disloca hormiga salió de la fila y la atacó sin más. Sorprendida por el desleal
acto rompió en un inconsolable llanto y se dirigió hacia su padre para pedir
justicia, esta señal de aguda alarma hizo que cada uno de los ocupantes de la
casa entrara en alerta roja: madre, padre, abuelos y tíos fueron hacia el lugar
del hecho para tratar de defender a Luna del desconocido peligro en que se
encontraba. En pocos menos que cinco o seis lágrimas todos se acercaron para
protegerla y consolarla. Hubo que esperar a que se calmara para que pudiera
mostrar las ronchas producidas por las que, hasta no hacía mucho, habían sido
sus vecinas a la vera de la pileta.
Siendo un grupo familiar de acentuadas prácticas comunitarias ahí mismo se
convocaron en una asamblea para resolver de la mejor manera el conflicto:
ejército agresor – Luna lectora. Por ciertos principio generales ecologistas no
podían rociar con nafta y prender fuego al hormiguero, tentación primera ante
la indignación que las lágrimas producía en los adultos. Tampoco actuar con
venenos prolongados por la presencia de las niñas y animales domésticos. Mucho
menos tomar un grupo de veinte o treinta como rehenes y colocarlas dentro de un
frasco. No era cuestión tampoco de arrancarles las patitas a doscientas o
trescientas de las malvadas agresoras. En un acto que se consideró justo y
razonable se destruyó la pileta, dado que debajo estaba el hormiguero, lo que obligaría
a las hostiles vecinas a dirigirse a otro jardín vecino. Para reservar el lugar
a los fines que la niña había impuesto, con los cerámicos rescatados se hizo un
hermoso banco de jardín para Luna y aquellos que quisieran acompañarla en la
aventura de la lectura.
César Hazaki
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