La huida y la noche en la selva
César Hazaki
La huida y la noche en la selva
Negrita montando en pelo al petiso barrigón va anticipando las consecuencias que vendrán en el momento en quede envuelta por la noche en el medio de la selva. Tiene que hacerlo así para no caer en el más profundo terror. Desde que su madre se casó con el hachero, ya hace muchos años, establece secretamente las consecuencias que pueden depararle los días, el método era riguroso: si llueve mi padrastro no podrá trabajar en el bosque y estará enojado, mejor irse de casa hasta la noche. Cuando se daban esas condiciones Negrita inventaba un programa en casa de una niña que vivía en la otra punta del largo pueblo.
Sabía que los sollozos matinales de mamá avisaban que no había comida, se levantaba y renunciaba a su pequeña rebanada de pan y salía a buscar setas y huevos de pajaritos a la selva. Los días que hacía mal la tarea sabía que le esperaba una paliza, que la misma era inevitable y que solo podía atenuarla limpiando bien la cocina. De esta manera había incorporado un sistema que le permitía atenuar los riesgos que corría cada día. Pero su cuerpo, que se modificaba cada día sin parar, le trajo nuevas condiciones con las que no sabía muy bien cómo organizar su sistema de precauciones. La mirada del padrastro, las bromas de sus hermanos menores le eran todavía imposible de descifrar. Agravaba todo esto que la madre no se interpusiera, que le dijera algo o que la defendiera ante las bromas hirientes de los varones.
En la noche que pasaría alejada de su pueblo, en un sendero que no había frecuentado sola hasta tan lejos, tenía que extremar sus alertas antes de que se hiciera noche cerrada. No tendría luz, aunque en el libro de los Hermanos Grimm mágicamente en el momento de necesidad una nube de bichitos de luz se unían para darle luz a la protagonista. También que podía venir un cazador y matar al yaguareté en el momento que estaba por devorarla o que un hada hiciese su aparición en su momento más desesperado. Nada de eso ocurriría. Ella tenía que ser su bicho de luz, su cazador, su hada con lo escaso que llevaba puesto para soportar los ruidos de la selva desde arriba de un árbol, sabía de sobra que el terror podía hacer que se cayera, que si dormía profundamente también podía moverse peligrosamente y perder el inestable equilibrio y despertar en el suelo.
Llegada la noche cerrada salió de la senda para evitar que los vecinos organizados por su madre la encontraran. Afirmó el petiso al árbol que se subió y trepó como un felino hacia la parte alta teniendo cuidado con las ramas que estaban rotas. Se afirmó en una horqueta fuerte y se abrazó su osito Osipin, al costado colgó la bolsa con el libro de los Hermanos Grimm y la poca comida que habían conseguido sus amigas.
Solo pensaba en su madre, en esa crianza donde ella era una y sus hermanos hijos de otro padre. El suyo había desaparecido y Negrita tratando de encontrarse siempre cerca de la mamá para sentirse protegida, sensación que como hija guacha de padre aprendió desde muy pequeña. Quería verla, que viniera en su socorro y al mismo tiempo deseaba desaparecer de ese grupo familiar que siempre le resultó extraño por más esfuerzos que hiciera.
Mientras la noche avanzaba y estaba atenta a los ruidos no pudo imaginar los pensamientos de su madre. Buscaba protección en el lugar equivocado, evocaba amor en una puerta que se estaba cerrando. Leticia se abrazaba al hachero disimulando alguna lágrima pero convencida de que a partir de ese momento la vida familiar sería más armoniosa y aliviada. Se podría repartir algo más de comida entre sus hijos varones y su hombre estaría más tranquilo sin una adolescente andando por la casa.
Lejos estaba Negrita de imaginar ese desamor de su madre, era una variable que escapaba a su empecinamiento que aplicaba para sobrevivir.
César Hazaki
Silvia Silberman
Hola Cesar
Tu cuento despuerta muchas emociones Fuertes
Silvia
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