A él no le
importaría, tampoco podría sorprenderlo. Estaba habituado a estas cosas. Si uno
no hace buena letra, la llamada “academia” se incomoda, se sacude, se rasca, les
tiene alergia a los que no se paran en la vereda en que todos lo hacen. Con León
nos conocimos en la Universidad de Maryland, hace mucho, allá por 1984. Se había
tramado un Congreso de Intelectuales argentinos para que hablaran de la
reconstrucción del país. Nos lo confesamos en el primer café que tomamos, lejos
de todo y de todos, sólo los dos, y estuvimos de acuerdo: ¿Qué país se había
reconstruido? Al año, el Congreso se repitió en Buenos Aires. Alguien me acercó
la opinión del maestro: él y yo éramos los únicos que no estábamos contentos. Ni
con los radicales ni con los peronistas. Tiempo después –junto a varios
escritores más– yo renunciaba al justicialismo. Eso le agradó a León. Tan pocas
cosas le gustaban del peronismo que acaso se pudiera decir que no le gustaba
ninguna. Con los años, cambió.
Pensaba con rigor y con pasión. Hablaba y sus palabras lo envolvían, era
un vértigo, un tornado, tenía una oratoria expectorante, según le dijera un
filósofo mexicano en Maryland. “Tú, León –había dicho—, nos enloqueces con tu
oratoria expectorante.” León no buscaba enloquecer a nadie. Era un polemista
admirable. De esos que quieren “ganar” las polémicas. No aniquilar al otro, sino
ganar porque lo llevó a pensar mejor, a revisar sus supuestos, a descubrir esos
puntos que había engarzado con ligereza, tal vez por querer derrotar a su
adversario, no pensar con él, no llegar a una certeza compartida, elaborada
entre los dos polemistas, en que cada uno cede algo que creía irrenunciable y
no, no lo era, era el núcleo de su error, el que cercenaba su comprensión, y
aceptar el desarrollo impecable del otro, su manejo riguroso de los conceptos –y
León era brillante en esto– y agradecerle que le hubiera tendido una mano, por
medio de la polémica, para llevarlo a un lugar en que el saber se confundía con
la verdad, esa inasible reina del conocimiento, tan esquiva, tan proclamada por
todos y poseída por nadie, ya que sólo existe en la lucha, ya que la verdad es
la lucha por la verdad y la impone el que gana la batalla.
León era un batallador incansable. Y creía tener la verdad. Sólo desde
esta certeza –verificable o no, triunfante o no– solía arrojar sobre el mundo
sus veredictos morales. No vacilaba en llamar canallas a los canallas. Ladrones
a los ladrones. Torturadores a los torturadores. Se apropiaba de las
conversaciones. Si el pianista Oscar Levant decía de su amigo Gershwin: “Una
noche con Gershwin es una noche de Gershwin”, con León, lo mismo: una noche con
León era una noche de León.
Al final de sus años se acercó a la izquierda peronista. Lo encontré en
un hermoso y solitario acto en que Horacio González, como director de la
Biblioteca Nacional, le cambió el nombre a una sala de ese edificio que tan bien
y tan largamente ha conducido. Se llamaba Gustavo Martínez Zuviría (el escritor
conocido por el seudónimno Hugo Wast). Zuviría había dirigido esa biblioteca
durante largos, larguísimos años. Y muy bien, según reconoció Horacio Verbitsky,
uno de los oradores. Pero era antisemita y probablemente (todos fueron
cautelosos en el uso de las palabras) nacionalsocialista. Después habló León. Y
ese judío al que tanto entristecía el Estado de Israel, una tristeza que también
y sobre todo, conjeturo, era dolor, dijo que el Estado judío –con los halcones
como Benjamín Netanyahu– reproducía en sus actos represivos, en sus ataques a
las poblaciones palestinas, el mismo dolor, la misma humillación, la misma
cultura de la muerte que ellos, el pueblo judío, habían padecido a manos del
horror nazi. ¿Cómo un pueblo que tan profundamente ha sido sometido al Mal puede
ejercerlo sobre otro? Acaso ahí está la respuesta: el que ha sufrido el dolor se
siente autorizado a provocarlo.
Después nos sentamos a una pequeña mesa y pedimos un par de cafés. Ahí,
cálidamente, le dije: “¿Qué pasa, León? ¿Te uniste a la izquierda peronista?”.
Pensó un instante. Fumaba su pipa. Dijo: “No, pero ahora los
comprendo”.
¿Qué pasa en la Universidad? ¿No saben quién ha sido y quién es León
Rozitchner? Se burlan de nosotros. Esa cátedra está ahí porque muchos lucharon
por ella. Porque la inventó León. ¿Qué infinita mediocridad, qué cobardía ante
el pensamiento riguroso y persistente, ante el coraje del pensamiento que no se
entrega, que quiere cambiar o, al menos, mejorar sustancialmente este mundo
oscuro, infame, desigual, mortalmente injusto, en que vivimos se atreve a
extirpar el nombre de León Rozitchner como se extirpó de la Biblioteca Nacional
el del antisemita filonazi Martínez Zuviría? Hace falta una cátedra León
Rozitchner en la Universidad. Ese nombre es un símbolo. Es una bandera del
pensamiento libre. De las conciencias ingobernables. De los juicios, incómodos o
no, pero necesarios. León era incómodo. ¿Quién no lo sabe? ¿Y qué? Pensar es
incómodo. Sobre todo en una sociedad organizada para que nadie piense. No
destruyan esa cátedra. No extraigan el nombre de León Rozitchner de la
Universidad. Mientras continúe ahí, la Universidad podrá decirse democrática. Si
lo sacan, ya no.
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