William sintió mucho el retiro del Sr. Pinkerton, de todos los profesores era con quién mejor relación había entablado, la cordialidad y paciencia mostrada por el mentor durante las clases de música, lograban motivarlo para aplicarse en las prácticas de piano y violín, el muchacho poseía habilidades innatas para la ejecución de estos instrumentos, pero nunca le paso por la cabeza desvivirse por alcanzar un grado de excelencia o algo parecido, le bastaba disfrutar del aura mágica, creada por la correcta interpretación, de una bella pieza musical.
No obstante, sentirse satisfecho por el buen aprovechamiento de su pupilo, el señor Pinekerton, se iba con una espinita clavada en el amor propio, a pesar de tantos intentos, no logró que el chico se esforzara, más allá de lo estrictamente necesario, en aprender a tocar la gaita.
Los días sin maestro, no evitó las horas de práctica designadas a las clases de música.
Entonces apareció ella, tersa y blanca como la porcelana, largo cabello negro sujeto en un alto moño, los ojos grandes, expresivos eran oscuros y brillantes como una noche estrellada, cuando George se la presentó como la nueva maestra interina, en tanto llegaba de Europa el tutor definitivo, Albert quedó impactado, sin atinar a pronunciar palabra. Para el asistente estaba claro que la bella dama había flechado el juvenil corazón del rubio, aunque el chico no acabara de entenderlo. No solo la apariencia física estaba cambiando en él, mayor estatura, definición muscular, las atractivas facciones masculinas se cincelaban perfectas, pero también nuevas sensaciones y emociones empezaban a florecer, causando altibajos en el carácter de William.
Gratamente sorprendida por la calidad interpretativa su actual alumno, la bella señorita MacIntyre no dudaba en elogiarlo, cuando así lo consideraba apropiado, provocando la orgullosa satisfacción en Albert, o el intenso sonrojo cuando, al ensayar una nueva pieza, le tocaba los dedos para mostrarle la adecuada colocación sobre las teclas del piano, en ocasiones como esa, William luchaba contra la apremiante intención de salir corriendo o bien contra el anhelo por tomarle las manos y besarlas.
Ciertamente había leído sobre los cambios que trae la adolescencia, pero no se compara leerlo a experimentarlo, la plática entre hombres, con George, se hacía necesaria.
Pese a querer agradar en todo a la joven señorita MacIntyre, había algo en lo que no cedía, esmerarse en desarrollar la destreza con la gaita.
Pasaron las tres semanas de interinato, el amor platónico palpitaba con fuerza y no quería que ella se fuera, pero así se había acordado, causando la desazón del chico. A la esperaba de la dama, en algún lugar de Utah un gallardo prometido, estaba ansioso por desposarla,
Previo al cumpleaños catorce de Albert, ya muy entrada la noche, lo despertó una conocida tonada, proveniente desde el jardín de las rosas, movido por la curiosidad, se descolgó por el balcón de su habitación, para encontrar, en el sitio de la fuente de las aguas antiguas, como él lo llamara, a una hermosa hada tocando la gaita, resplandeciendo a la luz de la luna, con el pelo suelto al aire, en camisón de dormir.
Como si la mujer estuviera bajo el influjo del astro, desbordaba sentimiento en cada nota. Por las mejillas de William, el llantos corría silencioso, evocando a su padre al tocar esa melodía, la favorita de mamá, con la misma intensidad que lo hacía la señorita MacIntyre, incluso había descubierto a papá disimulando una lágrima furtiva al interpretarla.
Asociaba la gaita con momentos pesarosos, el tema musical del gusto de su madre, fallecida al darlo a luz; en el sepelio de su padre, sonaron desgarradoramente tristes y además representaban los siglos de historia y responsabilidad que ahora recaían sobre sus hombros.
Ensimismado en el recuerdo no se percató que la bella hada estaba frente a él, dócilmente se dejó conducir por ella, hasta la fuente, donde tomaron asiento, después de un calmo silencio, la voz de William se escucho más tranquila y controlada de lo que él mismo esperaba, espontáneamente relató la relación de discordia que mantenía con la gaita.
A sus diecinueve años, Mai MacIntyre no contaba con ningún familiar a quien acudir, ambos padres, maestros de música, fallecieron en un trágico accidente, desde entonces ella recurrió a la música no solo como un medio de subsistir, sino como la forma de mantener una conexión intangible y perenne con ellos. Entonces, el trío de gaitas se escuchaba mágico cuando esta melodía escapaba a su alrededor, aún hoy, la presencia era tan real, que podía verlos brindándole compañía y apoyo en el nuevo camino por emprender.
De nuevo el silencio, Albert la escuchó con atención, pensó, ¿cuántas veces, mamá, al estar oyendo esa composición, todavía llevándolo en el vientre, le haría mimos, le hablaría, arrullaría o mecería?, Y papá, compartiendo con su hijo ese hermoso detalle, también le mostraba cuanto amor sentía por su esposa y su retoño. Tristeza, que más podía expresar la gaita si estaba despidiéndose de un amigo querido.
Mai se puso de pie, delante del pensativo muchacho, tomado entre sus manos el bello rostro del chico, lo miro dulcemente, dejando una suave caricia sobre los tiernos labios de William, se retiró deseándole un feliz cumpleaños. El tiempo pasó, no supo cuánto. Podría decir que Mai y él eran compañeros de desgracia, pero prefería creer que eran colegas resilientes, con esa idea en mente y el corazón vibrante, volvió a la habitación.
El día después de la celebración, la señorita Mai MacIntyre, agradeció a todos las atenciones recibidas y se despidió cortésmente, a bordo del carruaje se perdió en la lejanía. Albert mantenía la vista fija en el punto despareciendo en el horizonte. No hubo comentario alguno sobre lo sucedido la noche anterior, ella se comportó normalmente durante la fiesta y él hizo un esfuerzo por imitarla. Solo fue un dejo de empatía y así debía comprenderlo.
De algo estaba seguro, practicaría tanto, que algún día, nadie en la familia tocaría la gaita mejor que él.
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