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Noticias diarias de Calatayud y su comarca (21-4-2002)

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Calatayud.org

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Apr 21, 2002, 6:11:06 PM4/21/02
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Así era Zaragoza hace 900 años

<a href="http://www.calatayud.org/tienda/salondorado_corral.jpg"target="new"><i>El
salón dorado</i></a> (Edhasa) es una novela histórica que se
desarrolla a caballo de los siglos XI y XII en diversos escenarios,
entre ellos la Zaragoza musulmana cuyas ruinas han aflorado ahora, 900
años después, con la reforma del paseo Independencia. La obra, escrita
por el profesor José Luis Corral, reconstruye los escenarios
culturales, políticos y religiosos de una etapa especialmente intensa.
En la península Ibérica, el califato de Córdoba está disgregado en
reinos de taifas, cuyos monarcas intentan imitar el lujo y fastuosidad
de los tiempos del Califato. Uno de los principales reinos de taifas
es el de Zaragoza, que mantiene un precario equilibrio en su posición
fronteriza. La sociedad andalusí vive un dorado final, y el reino de
Zaragoza se convierte en el centro de atracción de muchos
intelectuales que buscan en el mecenazgo de sus reyes protección y
cobijo.
<br><br>
En la novela aparecen descritas las costumbres y los escenarios de la
Zaragoza de esa época. En estas mismas páginas, se reproducen algunos
de los pasajes de la obra, en la que Juan, el protagonista, es un
joven que es vendido en el mercado de esclavos de Zaragoza, donde
alcanzará su libertad gracias a sus conocimientos previos, hasta
conseguir incluso altos cargos en la administración.
<br><br>
EL PERIODICO, por su interés histórico, reproduce en estas páginas
varios pasajes de la obra.
<br><br>
<b>El autor: Un escritor que combina rigor y éxito</b>
<br><br>
José Luis Corral Lafuente (Daroca, 1957) es profesor de Historia
Medieval en la Universidad de Zaragoza, además de investigador,
escritor y colaborador en varios medios de comunicación, entre ellos
<i>El Periódico de Aragón</i>. Es autor de un centenar y medio de
libros y artículos de investigación y de divulgación histórica; como
escritor, destaca por su faceta como autor de novela histórica.
<br><br>
En 1996 debuta en Edhasa con <a
href="http://www.calatayud.org/tienda/salondorado_corral.jpg"target="new"><i>El
salón dorado</i></a>, que se convierte en un éxito de crítica y
público. En la misma editorial publica <a
href="http://www.calatayud.org/tienda/amuletobronce_corral.htm"target="new"><i>El
amuleto de bronce</i></a> (1998), una ambiciosa novela sobre el
emperador mongol Gengis Kan, y <a
href=http://www.calatayud.org/tienda/inviernocorona_corral.htmtarget="new"><i>El
invierno de la Corona</i></a> (1999), sobre el reinado del soberano de
la Corona de Aragón Pedro el Ceremonioso. En el 2000 Edhasa edita <a
href=http://www.calatayud.org/tienda/cid_corral.htmtarget="new"><i>El
Cid</i></a>, un gran éxito, y en el 2001 <a
hrer=http://www.calatayud.org/tienda/trafalgar_corral.htmtarget="new"><i>Trafalgar</i></a>.
Además, es autor de numerosos libros y estudios sobre la historia
aragonesa, el último <i>Mitos y leyendas de Aragón</i>, presentado
esta misma semana.
<br><br>
<a href="http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_1.htm">Zaragoza,
La ciudad blanca</a>
<br><a href="http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_2.htm">Un
banquete y una fiesta</a>
<br><a href="http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_3.htm">Una
casa en el arrabal Sinhaya</a>
<br><a href=http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_4.htm>Los
judíos de Zaragoza</a>
<br><a href=http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_5.htm>La
recreación del arrabal de Sinhaya</a>
<br><a href="http://www.calatayud.org/noticias/ABRIL-02/210401_6.htm">Los
cristianos a las puertas de Zaragoza, primavera de 1118</a>

ZARAGOZA, LA CIUDAD BLANCA (pp. 233-234)

El valle zigzagueaba como una serpiente verdosa en las blanquecinas
arenas del desierto. Entre los jardines y los huertos de olivos y
frutales brillaba una ciudad blanca, como una mota de harina en el
centro de una esmeralda. Descendieron la suave pendiente cubierta de
retamas y tomillos y se adentraron en el valle, rodeados de un verdor
exuberante. Alamos y chopos perfilaban la calzada de acceso y más allá
se extendían olivares, manzanos y perales repletos de aromáticas
frutas. A este lado del río un pequeño arrabal de casas de una sola
planta trazadas junto a los caminos confluía en el puente. Seis
pilastras de piedra sostenían una pasarela de troncos claveteados con
tablas y recubiertos de argamasa. Sin duda la base del puente era muy
antigua y daba la impresión de haber sido rehecha numerosas veces a
causa de las avenidas del río. Un torreón en el lado del arrabal
protegía la embocadura. Antes de atravesarlo, la caravana se detuvo.
El jefe de la escolta saludó al comandante que mandaba la guardia y le
transmitió la consigna. Todo estaba en orden. Se retiró una gruesa
cadena que interrumpía el paso y cruzaron el río Ebro. El puente
conducía directamente a la puerta norte, flanqueada por dos torreones
de alabastro. Entre ambos, dentro de una hornacina, se había colocado
una desgastada escultura romana alada; Juan reconoció en ella a la
diosa Victoria.
<br><br>
Dentro ya de la ciudad, la caravana se disgregó en varios pedazos. Los
carros de la compañía de los Ferrer y los cincuenta esclavos giraron a
la derecha y recorrieron una calle recta y amplia hasta una pequeña
plaza ante la que se alzaba un templo cristiano. Allí se agruparon los
carromatos y comenzaron a descargarse las mercancías. Juan, Helena,
Ingra y los demás esclavos fueron conducidos a una casa donde les
dieron de cenar un grasiento caldo de hierbas, habas refritas con
mantequilla rancia y queso con estragón y les señalaron el lugar donde
debían dormir, una lúgubre bodega en la que tan sólo había montones de
paja húmeda por el suelo. Hombres y mujeres fueron separados en dos
compartimentos distintos. La puerta de la bodega, convertida en
provisional mazmorra, se cerró y tras ella sonó el chirrido de un
cerrojo metálico.
<br><br>
-¡Arriba, arriba, haraganes! Todos sois iguales, vagos e indolentes.
¡Vamos, ya es hora de que os mováis! -aullaba una voz ante la puerta
recién abierta.
<br><br>
Se levantaron con los huesos entumecidos y Juan observó a contraluz
los ojos profundos de Helena, que sacudía sutilmente las pajas
adheridas a su vestido al salir de la estancia de las mujeres. Se
asearon en una pila de agua y un grupo fue colocado en fila, cuatro
varones a un lado y ocho hembras a otro. Instantes después apareció
Sancho el Royo, un mercader cristiano que ejercía de intermediario en
la compra y venta de esclavos en Zaragoza; en su mano portaba la lista
de esclavos con sus nombres y características más notables.
-No está mal esta partida -comentó Sancho en una lengua parecida al
latín, escrutándolos como si se tratara de animales listos para ser
vendidos en una feria.
<br><br>
Y dirigiéndose a ellos añadió:
<br><br>
-Estáis en Zaragoza, "la Ciudad Blanca", la capital del reino de
nuestro Señor Ahmad ibn Sulaymán. Yo soy Sancho el Royo, comerciante
mozárabe, representante del señor Jaume Ferrer en esta ciudad. Algunos
de vosotros ya habéis sido asignados a vuestros nuevos dueños. La
mayor parte de las muchachas irá al servicio del rey, a su palacio de
la Zuda occidental; si sois de su agrado permaneceréis en su harén,
pero la que no le complazca será subastada en el mercado público. En
cuanto a los varones, tenéis un destino diverso. El llamado Juan el
Romano, ha sido adquirido por Yahya ibn al-Sa'igh ibn Bajja "el
Platero", dueño del principal taller de orfebrería de la ciudad. Tiene
varios hijos y quiere que aprendan otras lenguas; se encargará de
enseñarles latín y griego. Otros saldréis mañana hacia Toledo, allí os
espera vuestro dueño, un mercader de esclavos que necesita eunucos
para cuidar los harenes de sus clientes-. Sancho prorrumpió entonces
en fuertes carcajadas coreado por los guardianes que rodeaban a los
cautivos.


UN BANQUETE Y UNA FIESTA (pp. 256-258)

En un lado se habían dispuesto varias mesas repletas de los mejores
manjares que en aquella época podían encontrarse en la ciudad.
Rebanadas de pan frito en aceite con ajo, quesos variados, esponjosas
almojábanas rellenas de queso, aceitunas y huevos componían los
entrantes. Variadas ensaladas de las mejores lechugas, cebollas y
pimientos rivalizaban en colorido con sabrosos pastelillos de carne y
suculentas tortas de harina de trigo esmaltadas de pescado frito,
pimientos rojos y verdes y huevos duros. En grandes ataifores de loza
dorada de Pechina se presentaban guisos de venado con salsa de
pimienta, orégano y perejil guarnecidos con arroz con pasas y
guisantes, alas de pollo rellenas de higaditos encebollados, carne de
cordero frita con queso y anisetes perfumada con agua de menta y
coriandro fresco y aderezada con mantequilla y cinamomo dulce, truchas
braseadas con espliego, romero y alcaparrones y cabezas de cordero
asadas con laurel y estragón. Se abrieron los valiosos frascos de
conservas de murri, con pescado sazonado con harina de trigo, pasas,
sésamo, anís, limón, algarrobas, macis, laurel y piñones, que tanto
trabajo y tiempo costaba preparar, pues había que dejar el pescado
seco durante un día en agua y después asarlo al horno con fuego muy
lento, para añadir las especies, cubrir todo con leche y agua y
embotellarlo. Yahya era un apasionado del murri y para esta fiesta
había ordenado abrir sus mejores frascos. Sobre una mesa cubierta con
un mantel amarillo se amontonaban bandejas de los más deliciosos
pasteles adquiridos en "El Hueso Rojo", la mejor de todas las tiendas
de repostería de la ciudad. Causaron verdadera sensación los hojaldres
de manteca de vaca y miel con crema de nueces, avellanas, piñones y
almendras y yema de huevo batida, horneados a fuego lento, creados
para la ocasión.
<br><br>
Al convite asistieron al-Kirmani, que dada su avanzada edad se retiró
pronto, y Said al-Jayr, que no cesó de adular a Yahya sobre su
virilidad y de verter alabanzas sobre la belleza y candidez de su
nueva sierva, la eslava que le había recomendado en la subasta de
esclavos. Como hacía falta todo el servicio para el banquete, Juan
tuvo que atender la mesa de bebidas. Agua aromatizada con azahar y
esencia de menta, zumos de limón y naranjas traídos de Levante y
néctar de melocotón y albaricoque se consumían alternando con
dulcísimos mostos nacarados y purpúreos vinos especiados con jengibre
y canela, de los que Yahya decía que eran similares a la bebida que
tomarían los musulmanes en el Paraíso. En otra mesa se habían
dispuesto hojitas de menta y palitos de sándalo para limpiar los
dientes y perfumar el aliento y aguamaniles escanciados con agua de
rosas y violetas y paños de lino para limpiarse las manos. En pequeños
braseros dispuestos por toda la casa se consumían montoncitos de
aromático incienso y barritas de embriagadora mirra.
<br><br>
En un rincón del patio dos jóvenes muchachas de trenzas azabaches y
piel de aceituna tocaban un laúd y un timbal y cantaban canciones
melódicas. A una orden de Yahya, cuando los comensales estaban
suficientemente hartos, una de las dos jóvenes dejó su laúd y comenzó
una danza de movimientos sensuales y armónicos, acompañada por la otra
con redobles monorrítmicos del timbal. La muchacha avanzó casi de
puntillas hasta el centro del patio, girando a cada paso sobre las
plantas de sus pies y contorneando su cuerpo de cintura para arriba,
cimbreando su torso como un junco mecido por una suave brisa. Las
vueltas se hicieron cada vez más rápidas mientras los cascabeles
cosidos a su cintura silbaban en cada giro y los golpes sobre la tensa
piel del tambor se aceleraban al ritmo de los pasos. El cuerpo de la
joven parecía rotar en torno a un invisible eje que la tuviera sujeta
al suelo mientras inclinaba su cuerpo hacia los lados y su trenza
enramada con cintas de colores destellaba un tornasol de reflejos
metálicos e irisaciones plateadas. Cuando cesaron los redobles la
danzarina cayó sobre el suelo, dejando su cuerpo torneado en un
estudiado escorzo que hacía destacar las insinuantes curvas de sus
caderas y de sus firmes pechos. Los invitados prorrumpieron en gritos
enfervorecidos hacia la joven que reía de manera provocativa,
entornaba sus pestañas y mecía su cuerpo respondiendo a los elogios
que le lanzaban. Un rico tundidor de paños del arrabal de curtidores
se dirigió a Yahya inquiriendo con avidez cuánto quería por ellas.
<br><br>
-No son esclavas, querido amigo -le aclaró Yahya sonriendo-, las dos
son libres. Han venido desde Córdoba y se contratan en fiestas
privadas. Cobran mucho dinero, pero merecen la pena. Tienen la técnica
vocal de las mequíes, el sentido rítmico de las medinesas, la alegría
para la danza de las sevillanas y la sensualidad de las hindúes. Son
muy caras, mucho, pero creo que vale la pena pagar algunas monedas de
oro para gozar de sus cualidades.

UNA CASA EN EL ARRABAL DE SINHAYA (pp. 305-307)

Dos criados y un oficial del rey acompañaron a Juan a su nuevo hogar,
en el arrabal del sur. La ciudad le pareció distinta. Las calles
atiborradas mostraban la misma multitud de siempre, pero los gritos de
los comerciantes casi le sonaban ahora como música, las acémilas
cargadas con pesados fardos que circulaban de un lado para otro no
eran tan molestas y las legiones de mendigos y tullidos que acosaban a
los transeúntes en demanda de limosnas parecían haberse esfumado. El
aroma de los ungüentos del zoco de los perfumeros, el cálido olor del
pan recién cocido de las tahonas y la sutil fragancia de los jazmines
y los rosales habían sustituido en el aire a cualquier otra sensación.
<br><br>
Desde la casa de Yahya recorrieron la gran calle que desde la puerta
del Puente se dirigía hasta la del Sur. El arrabal había crecido de
manera considerable en el último siglo y en cierto modo era más
agradable vivir allí que en la medina. Los edificios no estaban tan
amontonados y la sensación de agobio apenas existía.
<br><br>
La nueva casa de Juan se hallaba al final de un estrecho adarve al que
tan sólo se abrían otras tres. Se accedía a ella a través de una
puerta con las jambas y el umbral de alabastro. Era de una sola
planta, con las paredes encaladas, el tejado de teja y los suelos de
tierra amalgamada con yeso, pisada, batida y pulida, con lienzos de
anea sobre ellos. Tres habitaciones, el pequeño recibidor, la cocina
con despensa y un baño en el que había una sencilla bañera de madera y
una letrina rodeaban por tres lados un patio enlosado con baldosas de
terracota; el cuarto lado, justo enfrente de la entrada, se abría a un
jardincillo cercado de altos muros de tapial de apenas veinte pasos de
largo en el que varios olivos y almendros bien cuidados convivían con
un pozo remarcado con un brocal de mampostería encalada pintada en
azulete.
<br><br>
-Esta es vuestra nueva casa -observó el secretario-. Nuestro Señor el
rey es muy generoso con vos. Hoy en día no se encuentra una como ésta
en toda la ciudad por menos de cien dinares. No tendréis que pagar
ningún alquiler pero deberéis conservarla en este mismo estado en
tanto la tengáis en usufructo.
<br><br>
Las palabras del secretario le sonaron extrañas pero agradables. Por
primera vez alguien se dirigía a él como a un hombre libre y con el
tratamiento de un personaje distinguido.
<br><br>
-"Valgo dos veces menos que esta casa, pero voy ganando; cuando me
vendieron en Constantinopla era menos valioso que un libro, aunque
fuera El Tratado de las Máquinas de Arquímedes" -pensó Juan.
<br><br>
-Aquí tenéis la llave y el documento que acredita que podéis habitar
la casa libre de rentas. Este otro documento es vuestra carta de
libertad. Su Majestad os concede una semana de asueto para que os
instaléis aquí. El próximo lunes deberéis presentaros en Palacio para
continuar con vuestro trabajo. En esta bolsa hay quince dinares,
corresponden al salario de treinta días. Cada semana deberéis pagar a
Su Majestad un dinar, así, en cincuenta semanas, justo en un año,
habréis completado lo que él pagó por vos. Quedad en paz -el
secretario saludó con cortesía a Juan y se retiró con los dos criados
que habían portado hasta la casa dos atillos con ropa y algunos
cacharros.
<br><br>
De pie en el centro del patio, Juan giró la cabeza escrutando cada uno
de los rincones de su hogar. Estaba limpio y parecía recién encalado,
pero apenas había muebles. De las tres habitaciones, una sería su
dormitorio, otra la emplearía como comedor y la tercera como estudio,
siempre que no pudiera hacerlo en el jardín. Allí colgaría el paño
verde para descansar sus ojos de la lectura prolongada. La cocina
disponía de un pequeño horno de terracota, suficiente para cocer cinco
o seis panes y hacer cualquier asado. En ella había una mesa de madera
y dos sillas tapizadas en cuero gris.
<br><br>
Durante la semana que se le había concedido, Juan compró lo
imprescindible para poder vivir con comodidad. De los once dinares que
le quedaban después de haber guardado cuatro para pagar su cuota de
libertad de este primer mes, empleó ocho en comprar algunos utensilios
para la cocina, una cama y un colchón de lana, dos mantas, un par de
túnicas, tres camisas de lino, un turbante de lana tirazí, unas
sandalias de cuero y un sencillo tablero de ajedrez con piezas de
madera de ébano y de sándalo. Si quería vivir entre musulmanes tendría
que aprender aquel complejo juego de estrategia cuya práctica se hacía
inevitable entre los allegados a la Corte y en el que se representaba
el combate cósmico entre el bien y el mal. El nuevo consejero para las
obras del nuevo palacio tenía que vestir conforme a su cargo. Después
de todos esos gastos, en su bolsillo apenas había dos dinares y cinco
dirhemes; con ello tendría que comprar comida durante todo el mes. De
momento no podía permitirse el lujo de pagar a un criado que le
limpiara la casa, le preparara la comida y le lavara la ropa, aunque
con su salario de ocho dirhemes y medio diarios pronto podría hacerlo:
por un dirhem al día era posible encontrar un buen sirviente.

LOS JUDIOS DE ZARAGOZA (pp. 312-314)

Ibn Paquda pronunció las oraciones de ritual antes de comenzar a cenar
y bendijo los alimentos. Los dos amigos comieron solos y finalizada la
cena tomaron una infusión de abrótano que se mantenía caliente en un
puchero sobre un brasero de cerámica que conservaba encendidos algunos
tizones de carbón.
<br><br>
-Los judíos hemos logrado mantener nuestra cultura salvaguardando en
nuestras familias nuestras costumbres. Desde que fuimos expulsados de
nuestra tierra, hace ahora mil años, por el Emperador romano Tito
hemos vagado por todo el mundo formando comunidades en las que la
cultura de nuestro pueblo ha permanecido incólume, pese a que nuestros
intelectuales han colaborado casi siempre con los gobernantes de los
países donde se han establecido e incluso han adoptado sus costumbres
y su lengua. Pero nunca nos hemos cerrado a otras culturas; el mismo
Ibn Gabirol, uno de nuestros más afamados teólogos, escribió hace unos
años en esta misma ciudad su mejor obra, "La Fuente de la Vida", en
lengua árabe, y en ella no renuncia a defender la filosofía de Platón,
como han hecho otros filósofos musulmanes -dijo Ibn Paquda.
<br><br>
-Sí, en casi todas las ciudades en las que he recalado desde que me
capturaron los bandidos pechenegos me he encontrado con judíos.
Incluso hay una colonia hebrea en Kiev, la capital de la tierra de
donde procedo. Realmente estáis por todas partes y eso favorece
vuestro éxito en las actividades comerciales -comentó Juan.
<br><br>
-Aquí en Zaragoza somos unos tres mil. Vivimos con cierta libertad,
aunque hacinados en la judería. Hace ya tiempo que le hemos pedido al
rey que nos permita poder construir nuevas casas al otro lado de la
muralla de piedra, en unas huertas que se extienden entre la medina,
el caravasar de la puerta Sinhaya y la iglesia cristiana de las Santas
Masas, pero por el momento no hemos recibido ninguna respuesta. Es por
eso que nuestras casas son tan pequeñas. Yo soy afortunado gracias a
que mi padre era un rico comerciante de papel. Era socio de un
musulmán que intentó aglutinar el papel con almidón de trigo para
hacerlo más consistente. A su muerte nos dejó una herencia, lo
suficientemente cuantiosa como para poder vivir de las rentas, y esta
casa, algo más grande que las demás. En cambio, muchas personas apenas
disponen de espacio vital. Es frecuente que en un edificio como éste
vivan no menos de tres familias. Sólo hay poco más de trescientas
casas y no son suficientes para nosotros.
<br><br>
-Si vuestra comunidad sigue creciendo, el rey tendrá que concederos
nuevos espacios -alegó Juan.
<br><br>
-Sí, no tendrá otra opción, pero por el momento su política de presión
pacífica, si es que puede llamarse así, está dando algunos frutos. Son
ya varios los judíos que se han convertido al islam renegando de la
religión de nuestros mayores, y algunos son muy significativos.
Ciertos intelectuales se han convertido en musulmanes y gozan de la
protección y el favor especial del rey. Su ejemplo puede cundir entre
otros de los nuestros que se sientan tentados a aceptar vuestra
religión.
<br><br>
-Bueno, mi querido amigo, eso no es tan grave. Yo era cristiano hace
sólo un mes y ahora soy musulmán. Al-Kirmani nos enseñó a ambos que
Dios es único, aunque los hombres Lo invoquen de distintas maneras o
Le recen en diversas lenguas.
<br><br>
-La filosofía del Maestro puede servir para musulmanes o para
cristianos; ambos tienen una tierra en la que sentirse identificados y
que defienden como propia, aunque ambos se disputen ahora el dominio
de este país que nosotros llamamos Sefarad. Los judíos no tenemos esa
tierra; vagamos desesperados por un mundo que nos rechaza, sin raíces
a las que amarrarnos. Nuestra religión, nuestras costumbres y nuestra
lengua son nuestra tierra, lo que nos permite seguir diferenciándonos
y lo que evita que desaparezcamos como pueblo. Si no hubiera sido así,
nuestra raza ya no existiría, nos hubiéramos diluido en las naciones
donde nos establecimos después de la Diáspora, como ocurrió con los
hunos, los vándalos y otros pueblos más poderosos que nosotros pero
carentes de nuestra voluntad de permanencia. La defensa de nuestra
propia identidad no es una cuestión religiosa, ni política, ni tan
siquiera cultural, es simplemente una razón de supervivencia. ¿Acaso
crees que realizamos por gusto el ayuno en la fiesta del Quipur, o en
el que recordamos a la reina Ester, o el que hacemos en la
conmemoración de la pérdida de la Casa Santa? Tratamos de que nuestra
historia no se olvide, de transmitirla de generación en generación, de
mantener viva y encendida la llama de Israel para que alguna vez, si
eso es posible y Dios lo quiere, nuestros hijos o los hijos de
nuestros hijos, o quién sabe qué generación de judíos vuelva a la
Tierra Prometida. El Todopoderoso firmó una alianza con Abraham en la
que le anunció que el pueblo judío permanecería cuatrocientos años
como peregrino en tierra ajena y que sería subyugado a la esclavitud,
pero que transcurrido ese tiempo saldrían cargados de riquezas. Dios
ha estado con el pueblo judío cuando el pueblo judío ha cumplido sus
designios.

La recreación del arrabal de Sinhaya

EL ARRABAL DE SINHAYA Y EL AMBIENTE EN ZARAGOZA (pp. 317-319)

Juan decidió tomar un criado. Hacía ya casi dos meses que era un
hombre libre, apenas tenía gastos y con su salario de medio dinar
diario, que suponía ocho dirhemes y medio, bien podía dedicar uno de
ellos a pagar los servicios de un sirviente. Ibn Paquda le había
indicado que lo buscara en la sari'a, la gran explanada para la
celebración de ferias al aire libre, festejos multitudinarios y
ejecuciones públicas, que se hallaba situada junto al arrabal de
Sinhaya, entre la medina, este arrabal y el muro de tierra. Aquí había
estado en su día el gran circo de los romanos. Todavía quedaba en pie
el palco del pretor, que se usaba como estrado por los comerciantes
para realizar algunas pujas en las improvisadas subastas que se
celebraban todos los jueves. El graderío había sido totalmente
desmontado, aunque se había dejado sin derribar un murete de tres
codos de altura de la cerca exterior, creando así un amplio espacio de
veinte cuerdas de longitud, es decir, unos cuatrocientos codos, por
tres cuerdas de ancho, unos ciento veinte codos. En ausencia de
fiestas, ferias o ejecuciones, el recinto de la sari'a era ocupado por
gentes en busca de empleo, desocupados crónicos, haraganes, pilluelos
y vagabundos.
<br><br>
Se dirigió desde su casa en el arrabal de Sinhaya hasta la explanada,
bordeando el cementerio de la puerta occidental. En el amplio foso que
rodeaba las murallas de piedra de la medina se amontonaban inmundicias
de todo tipo. La ciudad disponía de un servicio de recogida de basuras
muy elemental, que apenas se limitaba a retirar los desperdicios de
las calles principales. En las calles secundarias y en los arrabales
eran los propios vecinos quienes sacaban fuera de sus casas las
basuras, depositándolas en cualquier lugar. El foso de las murallas
romanas se había convertido así en un verdadero estercolero que sólo
se limpiaba cuando las aguas de una de las escasas pero intensas
tormentas arrastraban toda la suciedad acumulada durante meses hasta
el río.
<br><br>
Los alrededores de la puerta de Toledo eran un hervidero de gentes.
Puestos de barberos que igual cortaban el pelo o repasaban la barba
que sacaban una muela, vendedores de libros de ocasión procedentes de
saqueos realizados durante los penosos años de desmembración del
califato, vendedores de esclavos que no tenían acceso al lujoso y
exclusivo ma'rid, campesinos de las aldeas cercanas que se desplazaban
al alba hasta la ciudad para colocar sus hortalizas, frutas y verduras
sin recurrir a los sangrantes intermediarios, equilibristas,
vendedores de especias baratas y de pócimas que calmaban todos los
dolores y remediaban cualquier enfermedad, faquires de pacotilla,
encantadores de serpientes, cuentistas, prostitutas baratas en busca
de clientela, afeminados profesionales que se insinuaban provocando a
los viandantes y decenas de pordioseros se disputaban un lugar lo más
cerca posible de la puerta o en el camino que iba desde ella hasta el
ferial del desmantelado circo romano.
<br><br>
En los distintos puestos podían encontrarse todo tipo de productos:
higos de Málaga, pasas de Ibiza, bananas de Almuñécar, azafrán de
Ubeda, lapislázuli de Lorca, coral y brocados de Almería, ámbar gris
de Cádiz, zapatos de Córdoba e instrumentos musicales de Sevilla. En
el mercado al aire libre los precios eran más baratos, aunque la
autenticidad de los productos nunca estaba del todo garantizada, que
los que se ofertaban en las lujosas tiendas de la alcaicería y el
bazar, a donde era necesario acudir para comprar las más refinadas
manufacturas, la rica orfebrería, el oro, las sedas y las joyas y
pieles más lujosas.
<br><br>
El aire era una mezcolanza de olores contrapuestos, suma del acre
sudor de la muchedumbre, el fétido tufo de los excrementos y orines de
los mulos y asnos que trasegaban sin cesar por entre la multitud, el
de los espesos guisos y frituras de los puestos de comidas al aire
libre y el denso aroma de las especias y perfumes de los vendedores
ambulantes.
<br><br>
A la diversidad de olores se unía una no menor de tipos humanos. Se
veían abundantes negros africanos de pelo ensortijado y dientes
blanquísimos, algunos pelirrojos de las tierras del lejano norte,
rubios germanos y eslavos centroeuropeos, andalusíes de piel pajiza,
cabello castaño y ojos marrones, bereberes de tez cetrina y oscuro
pelo rizado e incluso algunos de piel pálida y ojos ligeramente
rasgados como los orientales. Abundaban los tipos mestizos: gentes de
piel aceituna con enormes ojos verdes o azules, muchachos de pelo
negro como la noche y piel blanca como la leche, rostros barbilampiños
de aspecto bereber y ensortijados cabellos cobrizos, hijos todos ellos
de siglos de migraciones y mestizajes.
<br><br>
Se detuvo ante un puesto de comidas para tomar un pincho de carne a la
parrilla sazonada con abundante pimentón picante y orégano y unas
salchichas de ternera con pimienta. Despachó por último dos
almojábanas con canela y miel y se dirigió hacia la sari'a, dejando a
su derecha el barrio de los alfareros, al otro lado de la puerta de
Toledo, cerca de algunas lujosas residencias periurbanas de la
aristocracia. Cuando penetró en el recinto del antiguo circo romano
dos cuadrillas de jugadores disputaban sobre la arena un partido de
pelota. Ayudándose con bastones de final curvado, doce jugadores por
equipo trataban de hacer pasar una pelota de cuero no mayor que una
manzana entre dos palos clavados en el suelo. Era un juego muy similar
al del polo, que había presenciado en la explanada de la Almozara,
pero aquí los contendientes lo hacían a pie.
<br><br>
Varias decenas de espectadores encaramados sobre las ruinas del que
había sido palco presidencial jaleaban a los jugadores mientras
cruzaban apuestas sobre el resultado final del partido.

LOS CRISTIANOS A LAS PUERTAS DE ZARAGOZA, PRIMAVERA DE 1118 (pp.
605-608)

A principios de mayo de 1118 se atisbaron varias patrullas cristianas
merodeando por los páramos cercanos a Zaragoza. Nada cierto se sabía
en la ciudad, aunque a nadie escapaba que los cristianos estaban
preparando una acción contundente. Una mañana de fines de mayo los
zaragozanos divisaron cómo se acercaban varias columnas de polvo desde
diversos puntos por el este y el sur. El gobernador, avisado de
inmediato, se dirigió a toda prisa a lo alto de la torre cuadrada del
Palacio de la Alegría. A lo lejos, a través de los principales
caminos, se aproximaban estelas de polvo amarillo; parecía como si una
fuerza sobrehumana arrastrara por los senderos árboles gigantescos.
Cuando fue posible observar de qué se trataba, el walí contempló
atónito el despliegue de miles de soldados que tomaban posiciones en
las alturas de los alrededores.
<br><br>
-¡Rápido! -ordenó Ibn Mazdalí al jefe de la guardia-, que se cierren
de inmediato todas las puertas y que estén listos todos los hombres
capaces de sostener un arma.
<br><br>
El gobernador se precipitó por las empinadas escaleras de la torre,
descendió hasta el patio, pidió su caballo y escoltado por miembros de
su guardia personal y dos generales se dirigió al galope hacia la
medina.
<br><br>
Atronadoras trompetas sonaban en lo alto de los torreones de las dos
zudas llamando a arrebato. Las puertas comenzaron a cerrarse una tras
otra y los campesinos que todavía no habían corrido a refugiarse tras
las murallas porque no habían observado la llegada de los cristianos,
lo hicieron alertados por los toques de alarma que procedían de la
ciudad. Mediada la tarde, todas las puertas, portillos y poternas
estaban cerradas y atrancadas. Tan sólo el pequeño arrabal de Altabás,
el único de la orilla izquierda del río, había podido ser ocupado por
los cristianos. Los generales almorávides recorrían a caballo las
murallas y transmitían a los capitanes y comandantes las órdenes
oportunas para la defensa.
<br><br>
Carpinteros, herreros, alarifes y albañiles fueron distribuidos por
todo el recinto amurallado para reforzar los puntos más débiles,
tapiar algunos portillos y elevar en diversos puntos el muro exterior
de tierra y el interior de piedra de la medina. Junto a las almenas se
amontonaron marmitas con guijarros para los honderos, tinajas y
cazuelas con grasa y aceite para lanzar hirviendo y redomas con agua
para calmar la sed de los defensores. Junto a la puerta de Sinhaya se
estableció el vivaque; allí deberían acudir todos los comandantes de
los distintos sectores de la ciudad a recibir las órdenes y las
contraseñas.
<br><br>
El plan de los cristianos había sido un éxito. En un concilio
celebrado meses atrás en Toulouse se había aprobado la expedición a
España y el papa Gelasio II le había dado categoría de cruzada. El
entusiasmo entre los caballeros del sur de Francia había sido tal que
muchos señores habían dictado testamento antes de encaminarse hacia
las tierras de los musulmanes. Un desbordante frenesí empujaba a los
franceses hacia las tierras de España. Todavía estaba fresca en la
memoria de muchos la conquista de Jerusalén. Los veteranos que habían
participado en la Primera Cruzada ansiaban repetir aquellos momentos
de gloria y los que no habían tenido aquella oportunidad esperaban
ávidos de fama ensartar en la punta de sus lanzas a los infieles
sarracenos y liberar nuevas tierras del dominio de los musulmanes. Los
obispos de Huesca, Barbastro y Pamplona se habían encargado de
predicar la cruzada en Navarra y Aragón. El ejército francés se había
agrupado cerca de Ayerbe y desde allí se había dirigido hacia
Almudévar. En su camino hacia Zaragoza se había dividido de nuevo en
tres columnas que conquistaron Salces, Sariñena, Gurrea y Zuera,
pequeñas aldeas y villas musulmanas en el valle del río Gállego. El
plan se había ejecutado con tal rapidez que nadie había podido avisar
del peligro a la confiada Zaragoza.
<br><br>
El ejército franco-aragonés había atravesado el Ebro aguas abajo de
Zaragoza, por un vado cerca de Sástago, y había cerrado las rutas de
comunicación con el sur y con levante. El norte y el oeste quedaban
todavía libres, pero la ruta más peligrosa para los cristianos estaba
ya controlada, pues sólo desde el sur o el este podían recibir ayuda
los musulmanes. Un jinete cristiano que portaba un estandarte blanco
se acercó hasta la puerta del Puente atravesando el pequeño y
abandonado arrabal de Altabás, ubicado al otro lado del Ebro, y ante
los muros gritó:
<br><br>
-En nombre de Su Majestad Alfonso, rey de Aragón, solicito la
presencia del gobernador de la ciudad.
<br><br>
Durante unos interminables instantes nadie contestó; por fin, el
capitán que mandaba el destacamento que defendía la puerta se asomó a
las almenas e inquirió:
<br><br>
-¿Quién eres y qué quieres?
<br><br>
-¿Eres tú el gobernador? -le interrogó el jinete.
<br><br>
-Eso no te interesa. Responde a mi pregunta.
<br><br>
-Sólo ante el gobernador.
<br><br>
El capitán desapareció y regresó minutos después.
<br><br>
-Me ordena el walí que me transmitas tu mensaje, yo se lo haré llegar
<br><br>
-¡Ni hablar! He de comunicárselo a él en persona -asentó el jinete.
<br><br>
En ese momento comenzaron a abrirse las batientes. El jinete cristiano
azuzó a su caballo, giró hacia el puente y lo atravesó a toda
velocidad. Tras él salieron varias decenas de soldados a pie y a
caballo. Al otro lado del puente se había asentado un destacamento de
arqueros y jinetes francos que contemplaban la escena sin saber qué
estaba ocurriendo. Cuando observaron que el mensajero era perseguido
por los musulmanes, se prepararon para repeler la carga y salieron a
su encuentro. En la orilla del Ebro, entre el arrabal de Altabás y la
embocadura del puente, se entabló una espontánea batalla entre los dos
bandos. Varios francos acudieron hasta el puente, embadurnaron con
aceite y grasa los linteles de tablones que se asentaban sobre los
pilares de piedra y les prendieron fuego. En un momento la pasarela se
convirtió en una pira de llamas y los zaragozanos se encontraron con
la retirada cortada. Nuevos contingentes de cristianos acudieron al
lugar de la batalla y los musulmanes huyeron hacia la ciudad
atravesando el río por un vado. Muchos de ellos fueron asaeteados por
los ballesteros francos y los que pudieron ganar la orilla se
refugiaron tras las murallas entre los gritos de júbilo de los
cristianos, enardecidos por esta primera victoria. Decenas de
cadáveres flotaban corriente abajo dibujando tras de sí en el agua
finas estelas encarnadas.

LA ZARAGOZA MUSULMANA CAPITULA ANTE EL REY DE ARAGON, DICIEMBRE DE
1118 (pp. 619-620)

El once de diciembre del año cristiano de 1118 el gran cadí Tabit ibn
'Abd Allah, Juan ibn Yahya y el letrado Alí ibn Masud comparecieron en
el Palacio de la Alegría, donde Alfonso de Aragón había instalado su
cuartel general.
<br><br>
Al penetrar en el Palacio, los ojos de Juan contemplaron de nuevo las
paredes de aquel maravilloso edificio en cuya construcción había
intervenido hacía ya cincuenta años. Los patios y jardines en los que
antaño tintineara cantarina el agua de las albercas estaban ocupados
por caballos, soldados encorazados y barones y caballeros cristianos
que bebían vino y deglutían enormes pedazos de asado. Recordó que
había sido edificado bajo el signo de Piscis, el de la exaltación de
la sensibilidad, de la nostalgia por el pasado, de la curiosidad por
el futuro y de la intensa fantasía, la creatividad y la musicalidad.
<br><br>
En el Salón Dorado, cuyas paredes habían sido desposeídas de sus
placas de bronce y mostraban los yesos descarnados, el rey Alfonso
reposaba sentado sobre el trono de al-Muqtádir. En sus manos sostenía
una carta del papa Gelasio II que desde Arlés escribía a los cruzados
dándoles ánimos para mantener el coraje, deseando la próxima conquista
de Zaragoza.
<br><br>
-Majestad -saludó el cadí inclinándose ante el soberano de Aragón-. Os
traemos las condiciones que hemos acordado con vuestros representantes
para la rendición de la ciudad. Si me permitís, procederé a su
lectura.
<br><br>
-Podéis hacerlo -indicó el monarca. Tabit ibn 'Abd Allah, con gesto
firme pero con los ojos acuosos, desenrolló un pergamino y comenzó a
leer:
<br><br>
-Estas son las capitulaciones que pactan Alfonso, rey de Aragón por la
gracia de Dios, y los ciudadanos de Zaragoza: Los zaragozanos entregan
la ciudad a dicho rey para que la posea en pleno derecho. Los
musulmanes que quieran permanecer en la ciudad podrán hacerlo
libremente mediante el pago de un tributo anual consistente en el
diezmo de los bienes que produzcan; los que no deseen quedarse, podrán
marcharse en paz y llevar consigo sus enseres. Durante un año los
zaragozanos podrán residir en sus casas actuales y utilizar las
mezquitas, especialmente la mezquita mayor, pero transcurrido ese
plazo deberán trasladarse a vivir a los arrabales, dejando la medina a
los cristianos.
<br><br>
Los musulmanes que se queden están autorizados por el soberano de
Aragón a portar armas, pero no a ir a la guerra. Los ganados de los
musulmanes podrán seguir pastando en estas tierras pagando tan sólo
las cantidades estipuladas por la ley islámica. Las autoridades
musulmanas continuarán ejerciendo como tales.
<br><br>
-Refleja fielmente lo que acordamos -asintió el rey-.
<br><br>
Tenéis una semana de tiempo para la entrega de la ciudad. Justo de
aquí a siete días.
<br><br>
Los ojos de Tabit se poblaron de lágrimas. Alfonso se levantó de su
trono, se acercó al cadí y le dijo:
<br><br>
-Siempre he cumplido mi palabra. Vuestro pueblo podrá vivir en paz
entre nosotros.
<br><br>
Una semana después entraba Alfonso de Aragón en Zaragoza.
<br><br>
Miles de agotados musulmanes asistían en silencio al desfile triunfal
del conquistador, quien sobre su caballo recorría las calles de la
ciudad por las que antaño desfilaran orgullosos los reyes hudíes al
regreso de sus victoriosas campañas.
<br><br>
Por primera vez en muchos siglos, las campanas repicaron en las
iglesias de Santa María y de Santa Engracia, mientras los mozárabes
acudían en tropel a saludar a los nuevos señores. El gran cadí ofreció
las llaves de la ciudad al rey, que las recogió desde su caballo.

El Periódico de Aragón (21-4-2002)

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