Miércoles, 14 de noviembre de 2007
No sé cómo será ahora pero en los años 40, cuando aún íbamos a la
primaria en nuestra querida e irrepetible escuela pública, la
Experimental Venezuela, había en cada grado algún compañero que se
destacaba por su condición pendenciera acompañada de la fama de dejar
mal parado a todo aquel que se le enfrentara. Su sola presencia
infundía miedo y mientras algunos procuraban no cruzarse en su camino
para no tener que enfrentarlo, otros lo adulaban compartiendo con él
la merienda o alabando su fortaleza física y su valentía Uno de esos
embriones de capo mafioso estaba ya en el primer año de bachillerato
del Liceo Andrés Bello y cuando retaba a alguien a "te espero en la
salida", ese alguien no solo temblaba de miedo sino que debía asistir
al encuentro a puño limpio para no quedar etiquetado como "gallina".
La pelea contaba siempre con un nutrido grupo de expectadores,
compañeros de estudios del pecho pa'lante y de su víctima.
Había un gordito inofensivo a quien el guapetón de este cuento tenía a
monte con burlas y abusos hasta que un día ese muchacho que usaba
lentes y carecía de cualquier atisbo de entrenamiento deportivo, fue
retado por el capacherito a encontrarse en la salida. Apenas
estuvieron frente a frente, el gordito derribó de un solo puñetazo al
contendor quien tardó varios minutos en ponerse de pie y con la nariz
sangrando. Los aplausos al vencedor (que luego fue sacado en hombros
como un héroe) y las burlas al caído fueron de tal naturaleza que este
último jamás volvió al liceo.
El incidente del sábado último en la Cumbre Interamericana de Santiago
de Chile, protagonizado por un monarca español que harto hasta la
coronilla perdió los estribos, y por el guapetón venezolano que cree
que todos los jefes de estado del mundo son subalternos a los que
puede tutear, palmear en el hombro, hacerles burlas y ofender; me
trajo a la memoria aquel knockout con un solo puñetazo del gordito del
Liceo Andrés Bello. No voy a abundar en las reacciones ni en los
análisis políticos ante el suceso pero es imposible no sumarse al
júbilo casi universal porque al fin alguien haya puesto en su sitio al
hinchapelotas más insoportable que haya conocido la escena mundial en
quién sabe cuántas décadas. La escena de Nikita Kruschev golpeando con
su zapato su curul en la ONU, en 1960 y la de Yasser Arafat quien
subió al podium de ese mismo organismo con una pistola al cinto; son
recordadas como sucesos insólitos porque no eran conductas habituales
ni siquiera en esos personajes. Pero cuando Chávez tomó la tribuna en
la Asamblea General de la ONU para decir que olía a azufre porque el
diablo (Bush) recién había estado allí; ya era de general conocimiento
su irreverencia propia de personas ignorantes de las normas mínimas de
comportamiento social.
No es ningún cachorro del Imperio sino Frei Betto, un sacerdote
brasileño militante de la Teología de la Liberación y colaborador
durante dos años en el gobierno de Lula Da Silva, quien hace la mejor
descripción del caso Hugo Chávez sin necesidad de nombrarlo. En su
"Patología del Exhibicionismo" leemos: "Hay adultos que no superan
nunca la fase de exhibicionismo propia de la infancia y quieren hacer
siempre de la mirada ajena un espejo de su autoimagen. El
exhibicionista no se soporta, se cree inferiorizado, él sólo se ve en
la mirada del otro, pues ante sus propios ojos se siente
emocionalmente castrado. En el ejercicio de un cargo de dirección, el
exhibicionista siente una necesidad compulsiva de comprobar siempre su
poder destacándose por la arbitrariedad y transformando a sus
subalternos en meros instrumentos de su soberbia. Se complace en
exhibirse incluso cuando hace algún gesto magnánimo. El exhibicionista
es, por desvío de carácter, un extrovertido en el sentido etimológico
y etiológico del término (inversión extroyectada). Él exporta hacia
los otros su propia imagen, como si todos se sintieran más honrados al
revestirse de ella. Siempre quiere sorprender, ocupar todos los
espacios, contemplarse a sí mismo en el altar erigido por sus gestos
espectaculares. Insiste en ser simultáneamente objeto venerado por la
mirada ajena y por la suya propia. En ese sentido, en el centro de sus
sueños no están los ideales que profesa o el amor que jura, sino su
figura misma. Todas sus motivaciones "altruistas" comienzan y terminan
en su ego. El ostracismo es la muerte del exhibicionista. Todo, menos
el anonimato
El exhibicionista nunca demuestra señales de debilidad,
condescendencia o tolerancia. Revestido de supuesta omnipotencia, se
desculpabiliza de toda acción inescrupulosa, como si le incumbiese la
misión histórica de innovar los patrones morales. Por lo mismo, no se
avergüenza de sus errores ni se duele del sufrimiento ajeno, pues está
convencido de que los demás no merecen la suerte de poseer, como él,
la estrella de la exhuberancia ilimitada. En la vida diaria el
exhibicionista no dialoga, se impone. Cuando escucha es con la mente
centrada en sí mismo y no en los argumentos del interlocutor.
Cuando habla, cree más en la fuerza simbólica del sonido de su voz que
en la lógica de su argumentación; entre tantos hambrientos malgasta
salud y en una situación de debilidad arremete como fiera. Se ofrece
como referencia catártica a todos los que viven en necesidad. En él
todo es completo y los necesitados lo miran como el niño al
Superhombre que encarna todas sus fantasías omnipotentes.
Una amiga me preguntó apenas corrió como reguero de pólvora el "por
qué no te callas" real, si eso nos servía de algo. -Si, de catarsis-
le respondí, porque esas pequeñas alegrías nuestras son grandes
desgracias para el exhibicionista. Una, dos, tres y otras más se irán
sumando hasta hacerlo caer en desgracia total y ser repudiado hasta
por aquellos que hoy lo veneran. Un día fue su compadre Baduel, al
otro el rey de España, al siguiente su ex esposa y así vendrán muchos
más hasta mostrarnos que sus pies son del más frágil de los barros.