Masoneria y Satanismo

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♣♥SEÑOR♥♣

no leída,
10 nov 2008, 15:44:0210/11/08
a SECRETO MASONICO
Masoneria y Satanismo

De: Nietzscheagain (Mensaje original) Enviado: 15/12/2006 07:38 p.m.


"La leyenda que habla de la masonería como de una Academia Satánica se
remonta a los últimos años del siglo XIX, y tiene su origen en una
tremenda impostura llevada a cabo por un señor que se hacía llamar Leo
Taxil, seudónimo de quien realmente fue Gabriel Jogand Pagés, un
francés nacido en 1854 en el barrio del Puerto Viejo de Marsella.
Vista con el obligado desapasionamiento que el sentido común exige, la
historia es tan jugosa que debemos considerarla como una auténtica
obra maestra de la mixtificación de todos los tiempos; y a su autor,
como un verdadero genio del engaño, y hasta como un cachondo y un
humorista. Como tantos otros célebres estafadores, Taxil debió de ser
un hombre con bastante talento, un profundo conocedor de la estupidez
humana y un agudo observador de las miserias del hombre. Éstas son las
tres virtudes que deben tener todos los farsantes, pues sin ellas
nunca podrían localizar a una víctima entre una concurrencia. Con un
simple golpe de vista, el embaucador reconoce enseguida al pardillo
que ha de ser limpiado. La víctima lleva en la cara su propia ñoñería
y su propio fanatismo, esa retorcida inocencia tan emperifollada, esa
credulidad insana que le lleva a pensar que todo cuanto le dicen es
cierto. Y a eso se agarra el sablista. Veamos cómo.
El último tercio del siglo XIX fue una época convulsa en muchos
sentidos y, por tanto, muy propicia para el medro de los timadores. No
olvidemos que son los años del positivismo, que considera a la
metafísica y la teología como sistemas de conocimiento imperfectos o
inadecuados; son los años del naturalismo y, sobre todo, son los años
del determinismo biológico de Charles Darwin y del determinismo
económico de Karl Marx. Todas estas corrientes de pensamiento van a
provocar un arraigado sentimiento anticlerical en la sociedad, que
junto a las tensiones políticas y las malas condiciones de vida,
producen una bomba de rencor y odios profundos hacia la Iglesia
Católica, como uno de los pilares fundamentales en los que se asienta
la sociedad. Uno de los eslóganes más famosos y repetidos de esos años
era éste: “¡El clericalismo, he ahí el enemigo!”
En tales condiciones, es lógico que un arribista del talento de Taxil
viera en ello una oportunidad muy jugosa para medrar. Se comprenderá
cuál fue su razonamiento por aquel entonces: ¿Cuál es el fanatismo que
mueve a las gentes en la actualidad? ¿Cuál es ahora la moda? ¿El
Anticlericalismo? Bien, seamos entonces anticlericales.
Una vez captado el lado comercial del asunto, Leo Taxil montó una
Librería Anticlerical y comenzó a publicar libelos contra la iglesia y
ensayos combativos que hicieron las delicias del fanatizado público
que estaba contra todo lo que sonara a religión, y nuestro hombre se
hizo de oro con títulos tan sugerentes y tendenciosos como: ¡Abajo los
curas!, Las sotanas grotescas, Las pícaras religiosas y Los amores
secretos de Pío IX. Por supuesto, no han faltado los historiadores que
consideran que todos estos títulos son obra de una perversa conjura
masónica, atribuyéndole a Taxil la condición de masón, e incluso de
furibundo adepto, miembro del Gran Oriente de Francia. Yo no he
encontrado en los historiadores serios de la Orden ninguna referencia
a la supuesta masonería de Taxil, pero todo podría ser. De acuerdo,
qué más da; concedámoslo. Leo Taxil era masón y por eso escribió lo
que escribió. Sigamos.
Como todos sabemos, las modas no suelen durar demasiado, son
caprichosas y aparecen y desaparecen con facilidad, van y vienen como
las olas, y muy pronto disminuyó el rencor anticlerical. Para 1885, el
filón se había prácticamente agotado entre las clases medias y el
negocio disminuyó considerablemente. El 20 de abril de 1884, como
hemos visto anteriormente, el Papa León XIII había promulgado una
nueva bula contra la masonería, la encíclica Humanum genus, y la
atención de los fanáticos de siempre pasó de estar concentrada en la
Iglesia Católica para estarlo ahora en la Institución masónica,
identificada con los fines del naturalismo, de carácter maligno según
la curia vaticana.
¿Cuál era ahora la moda que se imponía? ¿Dónde estaba ahora el
negocio? ¿En la masonería? Perfecto: escribamos, entonces, contra los
masones. Inmediatamente, Taxil se arrepintió de todos sus pecados
anteriores y volvió al seno de la Iglesia. Su conversión fue muy
sonada, pues desde ese momento comenzó a publicar una serie de libros
contra la francmasonería, como años antes lo había hecho contra el
clero, con títulos igual de originales: Los Hermanos Tres puntos, Las
Hermanas masonas, Los asesinatos masónicos y otros tantos, a los que
después se unieron los de otros autores relacionados con Taxil, que
escribieron obras tan simpáticas como La masonería luciferina, La mano
del diablo o la masonería, Satán y Cía, y uno con ínfulas filosóficas
titulado La Francmasonería, sinagoga de Satán.
Según Taxil, ahora los masones eran adeptos del diablo, esclavos de
Lucifer, brujos enmascarados y con delantales que ofrecían sacrificios
humanos y asesinaban a los niños. En las logias femeninas, claro, se
practicaban la pornografía y la prostitución, y los rituales masónicos
estaban inspirados por el demonio. A todo este culto demoníaco se le
llamó “Paladismo” y, para sostener la farsa, Taxil y sus colaboradores
se inventaron, en Las hermanas masonas, la figura de una Gran Maestra
del Paladismo llamada Sophia Walder, que además, y se dice pronto, era
la bisabuela del Anticristo.
Aunque todo esto parece una coña, la verdad es que la gente se lo
creyó a pies juntillas, y tan perfecta era la mixtificación montada
por Taxil, que incluso surgieron seguidores del Paladismo en otros
países, sobre todo en Estados Unidos, donde entraron en contacto con
las sectas creadas a partir de las teorías ocultistas del famoso
Albert Pike, un adorador de Satanás que en sus años mozos también
habría coqueteado con la masonería, por supuesto.
Toda esta campaña de desprestigio contra la masonería le proporcionó
una enorme notoriedad a Taxil, además de unos importantes dividendos,
llegando incluso a ser recibido en una audiencia personal por el Papa
León XIII, quien lo felicitó efusivamente por la labor que estaba
realizando.
Pero no acaba aquí la historia. Leo Taxil se sacó de la manga a otra
importante Paladista, llamada esta vez Diana Vaughan, que era hija de
un demonio llamado Bitru, y que había sido entregada sexualmente, con
tan solo diez años, al famoso demonio Asmodeo, aquel del que se habla
en el Libro de Tobías del Antiguo Testamento. Pues bien, el tal
Asmodeo le concedió a la señorita Diana Vaughan un poder
extraordinario, que ella utilizó para ser una fecunda escritora. Salió
al mundo y comenzó a predicar la buena nueva del Paladismo, y en una
de éstas se encontró con Taxil que, como editor, le propuso publicar
sus memorias con el título de Memorias de una Paladista, que salió
bajo la lucrativa forma del fascículo mensual entre 1895 y 1896. La
cuestión llegó a tal grado de exaltación y tal paroxismo que incluso
uno de los órganos oficiosos del Vaticano, la Civilta Cattolica, llegó
a felicitar por escrito, a través de Taxil, a Diana Vaughan, ahora
considerada una noble combatiente de la verdad por cuanto estaba
revelando sobre las supuestas intenciones satánicas del Paladismo y,
por extensión, de la masonería.
Todo el mundo quería conocer a Diana Vaughan. Su celebridad en la
época podría compararse a la de un futbolista de los tiempos
presentes. Y cuando la Vaughan hizo un jugoso donativo a la Iglesia
para ganarse aún más su amistad, el cardenal Parochi de Roma le envió
su bendición apostólica en nombre de León XIII.
Por fin, con el donativo de la antigua paladista se montó en la ciudad
de Trento, en septiembre de 1896, un Congreso antimasónico al que
asistieron importantes delegaciones de todos los países europeos,
entre las que destacaron las delegaciones de Austria y Francia, pero
también las de Hungría, Alemania y, por supuesto, España, que llegó a
mandar, entre los asistentes, al pretendiente al trono español, uno de
los célebres impulsores de las guerras carlistas en el país, el
llamado Carlos VII, que fue recibido con honores reales.
Por supuesto, el protagonista indiscutible durante aquel Congreso
antimasónico fue Leo Taxil, que tanto había contribuido a la causa.
Eso sí, por parte de la delegación de Alemania, dirigida por monseñor
Gratzfeld, hubo ciertos reparos, al considerar, con muy buen sentido,
que todo el tinglado montado por Taxil era un fraude, y exigir una
prueba concluyente de la existencia de Diana Vaughan, que no se había
presentado en el Congreso tal y como todos habían estado esperando.
Cuando Taxil intervino en la tribuna de los oradores, resolvió la
cuestión mostrando a la concurrencia una foto en la que aparecía una
señora que él identificó con Diana Vaughan. Pues bien, después del
lógico revuelo, los católicos alemanes continuaron con su enérgica
oposición, y exigieron que se esclareciera totalmente este asunto
nombrando una Comisión que investigara a Taxil y a la célebre
paladista. Pero el caso se cerró, como otras tantas veces, con una
sentencia salomónica: ni a favor ni en contra, todo estaba en el aire
y todo podía ser.
Sin embargo, pocos meses más tarde, el 19 de abril de 1897, y para
asombro del mundo, Taxil convocó una asamblea en la Sociedad
Geográfica de París. Supuestamente iba a dar una conferencia sobre el
culto paladista, pero lo que ocurrió realmente, sin previo aviso, fue
una sorpresiva confesión de que todo aquello había sido una tremenda
impostura, y que durante doce años había estado engañando a la Iglesia
Católica de un modo formidable, llevando a cabo la más portentosa
mixtificación de todos los tiempos, al haber conseguido dar una
apariencia de realidad a lo que no era más que una invención, pues la
tal Diana Vaughan nunca había existido.
El relato que hizo Taxil durante la conferencia no tiene desperdicio.
Para que el lector se haga una idea de los términos con los que se
dirigió a su expectante público, entresaco ahora algunos párrafos
memorables. Vean ustedes mismos si no es para quitarse el sombrero:


“Tal vez, tras estas explicaciones, cuya hora finalmente ha sonado,
esos colegas católicos no cesarán en sus ataques ante mi pacífica
filosofía; pero si mi buen humor, en lugar de clamarles, les irrita,
les aseguro que nada me hará abandonar esa placidez de alma que he
adquirido desde hace doce años y en la que soy infinitamente feliz”.


“Todos sabemos juzgar lo que es serio, y lo examinamos con la gravedad
necesaria, sin cólera; pero no nos enfademos cuando el hecho que se
nos somete es ante todo divertido. Más vale reír que llorar, dice el
proverbio”.


O esta otra, dirigida a los sacerdotes presentes, verdadera obra
maestra del sarcasmo:


“No os enfadéis, mis reverendos Padres, reíd más bien de buena gana,
al saber hoy que lo que ocurrió es exactamente lo contrario de lo que
habéis creído. No hubo, en modo alguno, ningún católico que se
dedicara a explorar la Alta Masonería del palladismo. Sino al
contrario, hubo un librepensador que para su provecho personal, en
modo alguno por hostilidad, vino a pasearse por vuestro campo, no
durante once años, sino doce; y... es vuestro servidor”.


Que Leo Taxil fue un cínico consumado y un sinvergüenza sin
escrúpulos, no puede negarlo nadie. Que no carecen de sentido del
humor sus palabras, tampoco. Personalmente, me parece una brillante
autoridad en el noble arte de tomar el pelo. Supo ver el lado risible
del asunto y eso basta para que el personaje me parezca simpático. Se
dio cuenta de los distintos intereses creados alrededor del asunto de
la masonería y los utilizó en su propio beneficio. Le presento mis más
rendidos respetos por ello. Así son las cosas de este mundo. Mientras
jugó a contar la historia como a una de las partes implicadas le
interesaba que fueran y no como realmente eran, se ganó la estima y
consideración de esa parte. En cambio, cuando descubrió el montaje y
contó por fin la verdad, o simplemente su verdad, se granjeó la
animadversión de todos. ¡Porca miseria! Pero éstos son los riesgos que
a menudo corren la lucidez y la independencia, y todo aquél que sepa,
como en su vida Leo Taxil, y lo diré parafraseando a otro genio, que
el fraude es la vida del comercio, el alma de la religión, el cebo que
se utiliza en cualquier cortejo y la base de todo poder político.
Por supuesto, y finalmente, se montó un escándalo monumental, y
comenzaron a publicarse libros sobre el caso Taxil, con
interpretaciones varias, opuestas, contradictorias y realmente
divertidas, por lo desconcertadas ante un fraude tan perfecto. Cómo
no, los partidarios de engordar la leyenda negra de la masonería,
menos simpáticos que el propio Taxil, tienen su propia versión de los
hechos. No aceptan lo evidente, que todo fue una astuta bribonada y
punto, y que la historia de los hombres está preñada de episodios
similares. Se resisten a creerlo y se empeñan en continuar aceptando
las fantasmadas. Hay dos posturas mayoritarias entre los detractores
de los masones a este respecto. Según los más ingenuos, aunque es
verdad que Taxil fue un embustero que se había reído de la Iglesia
Católica, su última actuación fue como lanzar un balón fuera, y,
esencialmente, todo lo que contaba era verdad. Según los más
fanáticos, la historia inventada por Taxil es rigurosamente verídica,
y su confesión última se debió a una conjura masónica que conspiró
contra él coaccionándolo para que se retractara de todo lo dicho
durante años. Pues bueno. Pues vale."

Saludos Fraternales
Sigfredo Fuentes
M:.M:.



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