ANTIGUO RITO MASÓNICO PRIMITIVO DE MEMPHIS-MISRAIM DEL SOBERANO SANTUARIO N°3 - El Verdadero Rostro de la Francmasonería

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May 9, 2011, 7:57:29 PM5/9/11
to SECRETO MASONICO
ANTIGUO RITO MASÓNICO PRIMITIVO DE MEMPHIS-MISRAIM DEL SOBERANO
SANTUARIO N°3

El Verdadero Rostro de la Francmasonería Constant Chevillon

http://groups.google.com/group/secreto-masonico

Texto elaborado por el Hermano CONSTANT CHEVILLON y publicado, bajo
la égida de una edición especial en el Boletín Interno N° 4 de la Gran
Logia Simbólica de Francia del Rito de Memphis-Misraïm.


EL VERDADERO ROSTRO DE LA FRANCMASONERIA Tal es el verdadero rostro de
la masonería universal. Nosotros quisiéramos describir ese rostro en
un esbozo rápido y fiel, no según los hombres alistados bajo su
bandera, sino según la tradición de la cual ella debe sacar partido.
Esta tradición se alteró en el curso de las edades, de forma casi
inevitable, en consecuencia de las relaciones humanas normales. Los
principios de libertad, igualdad y fraternidad, carta inamovible de
los individuos y de los pueblos a la cual la masonería está ligada
hasta la muerte, fueron desconocidos, o igual pisoteados, por todos
los gobiernos y los partidos. Los intereses particulares y los de las
castas, parásitos venenosos engendrados por el no desenraizable
egoísmo, fueron mucho tiempo favorecidos por los poderes públicos, en
detrimento del interés general. La verdadera masonería se levantó
contra la injusticia y la intolerancia; ella quiso, por todas partes y
siempre, restablecer el equilibrio roto. Porque, siendo humanos los
medios empleados por ella tal vez haya sobrepasado el límite de la
sabiduría. Para luchar contra la angustia material, descendió sobre el
plano estrictamente físico, perdió de vista, así, su papel espiritual
y su oficio de mediadora. En algunos casos, ella también se prestó a
las realizaciones partidarias. Pero su acción era legítima en su
esencia, cuando no en sus modalidades. Los hombres que en su seno
dirigían la lucha eran, en la mayoría, plenos de fe y de buena
voluntad y tenían un único objetivo: el bien; es preciso absolverlos.
Igualmente, si su obra es condenable, la masonería es inocente, pues
ella no proclama el error, sino la verdad. Contrariamente a las
afirmaciones de sus detractores, ella no es, en efecto, una empresa de
demolición, un organismo gangrenado cuya actividad nefasta propaga la
enfermedad por la cual él está alcanzado. Numerosos masones pueden
errar y lo contrario sería sorprendente, muchos de entre ellos pueden
actuar en vista de intereses personales más o menos confesables. Es
inadmisible jugar la interdicción sobre la orden entera por el hecho
de que ovejas negras, sean ellas la mayoría, se abrigan en sus
templos. Es por eso que nos esforzamos en hacer revivir, en su pureza
ideal, la doctrina verdadera de la masonería iniciática; en mostrar el
ascenso individual y colectivo de la cual ella es el soporte; en
elevar los adeptos hasta la noción del apostolado y, por ese medio,
conducirlos a las realizaciones exteriores de la cual los errores
serán excluidos. Nosotros escribimos sin revelar ninguno de los
“aborrecibles” de la orden, como único objetivo de ser útil a la
verdad y de destruir, en la medida de nuestro entendimiento, los
rumores del odio levantados contra ella. Aquellos que, eventualmente
leyeran este estudio de él obtendrán tal vez: sea una más justa
comprensión y un poco de respeto por una alta doctrina venida de las
profundidades de la historia, sea el deseo de poner sus pensamientos y
sus actos en el diapasón de su enseñanza tradicional. Para esos
últimos, les decimos nuevamente, ellos emprendieron una obra ardua, y,
en algunos momentos, dolorosa. Pero su realización no es imposible.
Algunos la realizan, a pesar de las dificultades materiales y la lucha
por la existencia: debemos imitarlos. Ella es, en estas páginas
presentada en su aridez metafísica, no para amedrentar, sino para dar
el valor necesario al proseguimiento de ese noble ideal. Es siempre
bueno de hecho, antes de emprender una tarea, medir su extensión.

Veamos en torno de nosotros, el esfuerzo está por todas partes, es una
ley vital a la cual ningún ser puede sustraerse. La vida humana es,
sobre todo, el prototipo de lucha perpetua. Es preciso combatir por el
lugar al sol y el pan de cada día, combatir por la verdad contre el
error, por la paz contra la guerra, por el bien contra el mal. Ningún
hombre, digno de ese nombre, puede negar la oportunidad del esfuerzo
cuya tensión, de otra manera, es beatifica a las grandes almas, puesto
que él trae con él la esperanza de la victoria y la alegría anticipada
del triunfo. Las dificultades, desde el comienzo, parecen
intransponibles, pero se revelan luego, y casi siempre, como
coadyuvante de la verdad. Cuando un alpinista se encuentra al pie de
una muralla rocosa casi vertical, su primer movimiento es volver sobre
si. El no obstante no vacila, él la ataca con la voluntad de vencerla.
A lo largo de la ascensión, él encuentra fisuras, plataformas, rampas
más suaves y descansos invisibles de poca altura. A pesar de la fatiga
y del peligro mortal, él llega al fin sobre la cumbre y respira el
aire de las cimas. El se siente maestro de las fuerzas naturales,
porque él venció el pavor y abatió la materia. Así hace el verdadero
masón, caballero sin miedo y sin censura él conquista la
espiritualidad contra todos los obstáculos.
COMPLEMENTO Prólogo Entre los profanos e igual entre los masones que
se quedaron atrás en leer las páginas precedentes, muchos, tal vez,
quedaron decepcionados. Ellos esperaban encontrar ahí, no sólo un
rostro desconocido de la multitud, sino también un tema preciso capaz
de concentrar todo esfuerzo intelectual, un dogma al cual bastaría
entregarse para ser, irresistiblemente, encadenado en el reflejo de la
luz. A la fuerza de oír decir: la Masonería confiere la verdad a sus
adeptos, los masones pueden creer en la instantaneidad de una
revelación milagrosa y como el amor propio humano los guía aún en sus
primeros pasos en el templo, ellos sufren, sin duda, por no quedar
deslumbrados. En cuanto a los profanos, ellos piensan no tener
necesidad de entrar a la Masonería para llegar a ese resultado: las
ciencias, las filosofías y las religiones son, también, mentores
seguros. Esta fraternidad no innova nada; ella no enseña nada; ella se
atribuye un derecho hipotético y se sirve de un símbolo puro para
convencer a los hombres de su utilidad. Abramos una ética cualquiera,
lo mismo un sencillo catecismo, y nos encontraremos, bajo una forma
menos vanidosa, las mismas enseñanzas y los mismos preceptos. Los
masones estarían errados al reclamar una revelación donde se encuentra
únicamente la continuidad de una tradición milenaria; los profanos, de
desconocer los beneficios de un método y de una disciplina cuya
eficacia se concibe por las subordinaciones, en otros lugares
aplicados bajo la cobertura de leyes punitivas; unos y otros, de
imaginar una pretensión injustificada. Es por eso que queremos abordar
aquí la cuestión de la luz masónica, en el límite impuesto por la
obligación del secreto, para mostrar a todos, y sobre todo a los
iniciables, sus características, su papel y la manera por la cual es
preciso comprenderla y conquistarla, fuera de toda ilusión
incompatible con la positividad de la doctrina.

Entonces aparecerá a los ojos de la buena fe, por un nuevo análisis y
una meditación más profunda y correlativa de nuestro primer ojear,
como la masonería es desconocida de la generalidad de los hombres y
cual es el valor de su testimonio en la apreciación de la verdad
humana, testimonio de una importancia, única, por cuanto completamente
en al conciencia de lo místico. Retornaremos, de alguna manera sobre
nuestros pasos, para medir mejor el alcance y la dirección,
encontraremos los mismos conceptos y las mismas ideas, pero en un
ciclo más limitado, porque asistiremos, en cierta medida, al
nacimiento de un hijo de la viuda.
A LA LUZ MASONICA Recién llegados a la puerta del templo, ¿es la luz
que buscáis? Nada es menos cierto, En vuestro fuero interno, en
efecto, vosotros creéis tenerla en función de vuestro conocimiento.
Tenéis todo un pasado detrás de vosotros; habéis trabajado, pensado,
actuado, esa comprensión engloba algunas leyes y principios y podéis
entender, sino la verdad total, al menos una aproximación de larga
envergadura. Vuestra conciencia iluminada por vuestra inteligencia
puede así conduciros hacia un juicio de una aparente legalidad.
Vosotros no vinisteis pues a procurar la luz, sino, en la falta de una
verdad nueva que os parece improbable, un poco más de claridad y de
precisión. De ese intento, en otro respecto, ninguno debe condenaros,
porque la mayor parte de los masones, todos tal vez, pensaron como
vosotros, hasta el día en que se percibieron de su error. Esperad un
poco; como otros vieron, vosotros veréis luego, la luz profana de la
cual vosotros estáis más o menos saturados es un reflejo muy
frecuentemente deformado por el prisma fenomenal, Cuando os aproximéis
a la verdadera luz, a la luz masónica, engendrada por el sol ideal del
mundo espiritual, os aprenderéis la significación de estas palabras:
“Recibir la Luz” y “Dar la Luz” porque vosotros no seréis más simples
telas reflectoras, sino polos irradiantes. Y ese momento está próximo
o lejano según la determinación de vuestra propia voluntad. Vosotros
solicitasteis la luz sin estar bien convencido de recibirla. ¿Cómo voy
a presentarla? Bajo el velo de múltiples símbolos. Sin duda, vosotros
ya los conocéis y os espantasteis al primer contacto, por no encontrar
tal vez sino un sencillo esbozo en lugar del modelo completo. Delante
de vosotros está la primera anomalía, cuya razón os escapa y recordaos
de una cosa: la figura o la letra son los soportes; únicamente la idea
y el espíritu son esenciales. No caigáis pues en generalizaciones
prematuras o juicios irreformables. Los raciocinios “a priori”no valen
nada en las ciencias exactas, y menos aun en la masonería universal. A
pesar de sus estudios anteriores, a pesar de sus conocimientos
adquiridos, el recipiendario no sabe nada aún bajo el ángulo
particular de la Masonería; él vaga en el laberinto pasional, él
titubea en las travesías de todos los prejuicios y, si él pertenece a
la elite profana, él se inclina delante de la sacrosanta mirada del
intelectualismo racional. No se trata ahora aquí de las relaciones
comúnmente adquiridas por los doctores exotéricos; es necesario, al
contrario, establecer nuevas relaciones entre el signo y las ideas, o,
mejor, aprenderlos a través de la plasticidad de los símbolos.
La masonería, se dice, es un arte y una ciencia; no estamos
autorizados, por nuestra inteligencia de la ciencia y de las artes, a
juzgar peyorativamente una institución cuya fórmula es el fin,
proclamados idénticos, parece óptimo seguir un camino divergente,
proponemos descubrir la realidad oculta baja la cáscara. Desde
millares de años, desde los tiempos históricos, hay los místicos,
iniciados y adeptos, al lado y arriba de los hombres de la multitud;
escuelas esotéricas al margen de las academias oficiales. Aún más. Al
lado de los sabios, naturalmente dados al esclarecimiento de los
misterios de los cuales nosotros estamos cercados, hubo siempre
cenáculos cerrados, templos secretos, fraternidades herméticas, donde
solamente los hombres de deseos eran introducidos, con un ceremonial
complicado apropiados para eliminar las curiosidades nocivas y las
voluntades dudosas. Ese segundo aspecto del problema merecía aún
atención. ¿Por qué toda esta preparación, esta selección? ¿Por qué la
verdad porta un sello y es preciso recibirlo para ser admitido en su
presencia? Ese sello es un aspecto sacramental, un bautismo
purificador, él penetra todas las facultades, las grava, las modifica,
según la receptividad de cada uno. Antes de abrir a sus elegidos las
puertas de la Verdad, la Masonería imprime, por consiguiente sobre su
frente, el sello de los ciudadanos de la luz, a través de pruebas
adecuadas, sacadas de los cuatro elementos primordiales sucesivamente,
cruzadas y vencidas. Pero si el sello torna la luz accesible, él no es
la luz; así, en una religión cualquiera, el bautismo no es la
salvación. Cuando la venda cae de vuestros ojos, creísteis, sin
ninguna duda, en una restitución pura y sencilla de la luz física, de
la cual estabais privados y no os conmovisteis de otro modo, porque el
símbolo no revela, de inicio, su íntima sutilidad. Habéis, no
obstante, sentido un choque semejante al de la aurora sobre la
naturaleza, cuando ella emerge al horizonte, bajo el levante del sol.
Ese choque simbólico es, al mismo tiempo, la materia sacramental y la
consecuencia del sello iniciático. ¿Habéis por ese hecho, recibido y
contemplado la luz de la cual la Masonería se jacta de operar la
transmisión? No, y podréis con una legitimidad relativa afirmar la
ausencia total de rupturas en el campo ordinario de vuestra
visibilidad. Desconfiad, no obstante, de esta lógica de apariencia
irrefutable. Si la luz no os fue bruscamente revelada, si vosotros no
poseéis ningún conocimiento nuevo inmediato, habéis, no obstante,
recibido la llave de las puertas del oriente espiritual, donde viene
la luz verdadera. ¿Qué es, pues, esta llave de oro? Vosotros la
poseéis desde el despertar de vuestro entendimiento, todo el mundo la
posee, pero ninguno quiere servirse de ella, sino, para un culto
idolatra y puramente especulativo.
Es el “conócete” descubierto por Sócrates en la doctrina tradicional
de los antiguos misterios de los cuales él fue el eco revelador. Ella
os fue restituida en la cámara de reflexiones y de ella se os mostró
el uso en el curso de vuestros viajes de pruebas. Ella os permitió,
con la ayuda de vuestros iniciadores, mover vuestros pasos inseguros,
ser maestro de vosotros mismos y dominar los elementos, no al agrado
de vuestra fantasía –las leyes naturales siguen un camino inmutable-,
ni para satisfacer vuestros caprichos –el iniciado no los tiene-, sino
tolerándolos libremente cuando ellos son contrarios, despreciando sus
eventualidades cuando ellas son favorables. Y eso es la luz, y la luz
está contenida en esas palabras, más o menos desconocidas fuera de
nuestros templos: el hombre fuerte es la medida del mundo.
El hombre fuerte, en efecto, no indaga más sobre la divisa socrática,
él no la lleva en la solapa como una decoración, él la transforma en
motivo de acción y reacción, él la lleva en la intimidad de su
sustancia, él la volvió el ojo de su voluntad. Toda la infinita
distancia entre la luz iniciática y la luz profana está contenida en
esas palabras: “Conócete”. Por ellas la masonería pone al
recipiendario en presencia de él mismo, en presencia de su pensamiento
y de su conciencia toda trémula del contacto de Dios, de ese Dios
interno manifestado únicamente por las esencias. Sin descuidar el velo
del mundo fenomenal, ella lo reduce al justo valor de una gama sonora
cuyas vibraciones, en la economía del cosmos, son destinadas a
proclamar la gloria y la potencia de la interioridad. La ciencia
profana, al contrario, pone al hombre en presencia del mundo exterior.
Ella le dice: mira, analiza, compara, extrae y jugo fenomenal para
remontar a las leyes y a los principios; pero ella se detiene en la
dispersión y divisibilidad externas. Así, la Masonería interioriza y
la ciencia exterioriza. Esta comunica el reflejo de la luz increada,
aquella crea una luz en la propia conciencia del hombre e ilumina el
mundo visible, para situarlo en su lugar verdadero. Es por eso que el
profano, envuelto con las luchas cotidianas de la existencia, está
inclinado a dejarse dominar por las fuerzas exteriores y se encuentra
desamparado cuando el reflejo, su guía habitual, lo abandona en las
tinieblas interiores. “Es por eso que el masón jamás está solo consigo
mismo; él es co-participante de la verdadera luz; él es una fuente de
luz y el mundo exterior, a pesar de sus revueltas momentáneas, le es
sumiso, porque ese mundo no es nada sin una conciencia capaz de
absorberlo en el seno de su propia luz, de darle una vida real y un
sentido. Pero no se adquiere la luz tan fácilmente como se bastase
atravesar la cámara de reflexiones para gozar de ella. Manejar la
llave es difícil, La Masonería da, también, un método y las reglas del
arte real, Método y regla están contenidos, bajo un velo transparente
al lector atento, en los rituales y en la enseñanza de los maestros;
es inútil e inoportuno exponer de eso los detalles, pero ellos están
basados sobre un principio preliminar sin el cual su ineficiencia es
cierta: la disciplina. La masonería impone a todos sus miembros una
disciplina de la cual la rigidez no excluye la flexibilidad, igual al
hombre de elite enrolado como aprendiz ella no teme decirle: “Escucha,
obedece y cállate”. Y es por eso que la señal gutural está colocada en
el umbral del templo para recordar a todos perpetuamente: la rigurosa
ley del silencio, el respeto a los juramentos y dominio sobre todos
los reflejos del ser físico e intelectual. Ciertamente, él no
menosprecia los conocimientos adquiridos, ni la educación profana de
la cual las incidencias no son solamente útiles, sino frecuentemente
necesarias; ella reconoce la ciencia esotérica de algunos
participantes a los cuales ella facilitará la ascensión más rápida,
pero a todos ruega la circunspección. La verdad de las masas y la
verdad de las elites deben ser controladas y pasadas al colador de la
conciencia masónica. Ella grita: “sed vigilantes, la luz es
inmaculada, únicamente la duda cartesiana puede acogerla en su pureza
original”. Durante los primeros meses de sus trabajos en el templo, el
aprendiz masón, llegado a un cierto grado de intelectualidad y sobre
todo de exoterismo puede, algunas veces, dejarse llevar por una
impresión singular. El se cree cerrado en in circuito primario y sin
salida, donde se esfuerza por sujetarse a una enseñanza ampliamente
familiar e irrisoria. Los gestos, las palabras, las doctrinas, todo le
parece conocido; él tiene la sensación bien nítida de perder su
tiempo. Su error es grande y él prueba así, de manera perentoria, la
superficialidad de sus percepciones.
Sin ninguna duda, él conoce las técnicas de los términos y tal vez de
los símbolos, pero el ignora la prodigiosa diferencia entre el estudio
de un solitario y la meditación en común, entre el conglomerado
sagrado abierto a todos y el aposento del Templo. El ignora las
virtudes de la jerarquía y los nuevos e insospechados horizontes que
ella invoca, con una rapidez frecuentemente fulgurante, en el espíritu
del místico, bajo la cobertura de una palabra o de un signo, cuya
fecundidad parece jamás agotarse. Aprendices recientemente alistados,
por mayor que sea vuestra ciencia, por mayor que sea vuestro
entendimiento, prorroga vuestra opinión y no deis de hombros. La
Masonería, bajo la aparente simplicidad de sus preliminares, presenta
una doctrina austera, profunda y toda contaminada de problemas
inadvertidos. Os llevareis años para sacarla en vuestras meditaciones
y, aún más, para traducirla en vuestros comportamientos internos y
externos. No creáis en la facilidad, es un árbol estéril, desconocido
en el santuario; no creáis en la indigencia de algunas ideas, su
plenitud se vuelve tangible a vosotros por el esfuerzo continuo. Y es
en vista de este esfuerzo, creador de hombres, de jefes y de
apóstoles, que la masonería os reclama la circunspección y la
disciplina, únicas capaces de conducir hacia la maestría. Vuestro
alistamiento os hace masones de derecho, por la buena voluntad y por
el corazón, tornaos de hecho cuando, sometidos a todas las reglas del
arte real, compenetrados de su método, habréis comprendido las
doctrinas filosóficas y las operaciones jerárquicas, de las cuales la
existencia, en todos sus grados de la jerarquía, a pesar de la
disimulación, del cual ellas son el objeto, es incontestable.
Solamente entonces comenzareis vuestro ascenso en la luz, en este
ideal constituido por el dominio de si mismo, el calmado equilibrio de
las facultades, de las pasiones y de los instintos, por la
preponderancia del espíritu sobre la materia y la ponderación de los
juicios. Entonces, habréis, al fin, encontrado la única paz
susceptible de extenderse paulatinamente en los diversos estratos de
la nación y de esparcirla a toda la humanidad por encima de las
fronteras. Comprenderéis porque la paz universal es una utopía si la
paz interior no reina en cada uno de nosotros y sentiréis como ésta es
la resultante de la luz masónica, cuyo farol poderoso descubre la
única verdad. Toda verdad que no es apaciguadora en si misma es, en
efecto, un tejido de errores disfrazados y de prejuicios tenebrosos,
ella desgarra los individuos en sus propias entrañas y los levanta
unos contra los otros para asegurar la hegemonía de una idea
particular o para justificar las actitudes y los actos inapropiados
por el egoísmo, ese veneno sutil, destructor de la fraternidad. La luz
masónica forma los hombres fuera de toda contingencia. Esos hombres
son los pacíficos y los pacificadores, porque, por el “conócete”,
ellos aprenderán a dominarse, a temperar la justicia por la tolerancia
y por la misericordia, a amar aquellos cuyo estado evolutivo no
sobrepasó aún las leyes instintivas, a amar con suficiente ardor para
extenderles la mano y atraerlos, en esta paz luminosa delante de la
cual la sombra del odio, de la envidia y de la ira se desvanecen sin
retorno.

LA LEY DEL SILENCIO Los sacerdotes Egipcios tenían personificado el
silencio bajo el símbolo del dios Harpócrates, El era todo ojos y todo
oídos, pero su boca estaba cerrada. Esta actitud es evocadora: es
preciso ver, escuchar, comprender, pero, entre las verdades así
descubiertas, ninguna debe ser divulgada inconsideradamente. Más
tarde, Apuleyo escribirá en el Asno de Oro: “Ningún peligro podrá,
jamás, obligarme a desvelar a los profanos las cosas que me fueron
confiadas bajo el sello del secreto”. Fue así para la enseñanza
esotérica de todos los misterios antiguos, para los de Isis y de las
Pirámides, para los de Eleusis en el cual se celebraba el culto de
Demeter, de Perséfone y del divino Iacchos, para los dos Cabires y de
Mitra; fue así, igual para los misterios de la fe de los primeros
siglos, diseminados a los fieles en el silencio de las criptas y de
las catacumbas. La ley del silencio está en el origen de todas las
iniciaciones verdaderas, ella se pierde en la noche de la prehistoria,
sin contestación posible. ¿Por qué desde entonces, servirse de ella
como de una máquina de guerra contra las sociedades iniciáticas y en
particular la Masonería? La razón de eso es sencilla, se pierde en el
sentido de esta ley. Los profanos y los enemigos de esta institución
la consideran, o al menos fingen considerarla, como una confesión
mezclada de hipocresía, de fin subversivo y de misterios odiosos
atenuados por su sombra propicia. La ignorancia y la mala fe explican
esta concepción. Todos los masones verdaderamente dignos de ese nombre
lo saben, la ley del silencio no encubre nada de temible, de inmoral o
de subversivo; ella es la prolongación legítima, la cual es necesaria,
de las obligaciones dadas a los antiguos adeptos, y el eco de las
palabras evangélicas “No echéis las perlas a los puercos”. Pero si la
ley del silencio es legitima, si ella fuere recomendada en términos
precisos por los maestros del pensamiento esotérico, ¿cómo
interpretarla? Muchos lo ignoran, igual entre sus observadores
benévolos, especialmente entre sus detractores. Muy frecuentemente
esos últimos observan el juramento masónico, con un carácter infantil
por lo arcano, como una necesidad, propia de todo espíritu
superficial, de darse a los propios ojos, una importancia capital para
velar su nada. Ellos nada conocen de la doctrina masónica, está ahí su
única excusa; pero su ignorancia debería incitarle a sondear las
razones profundas de una prohibición impuesta al recipiendario, antes
de su admisión en el vestíbulo del templo. Examinemos pues el problema
en toda su extensión, sin dejarnos apoderar por razones extrañas al
objeto. La menor reflexión, en efecto, os pondrá sobre la vía. De
inicio, una afirmación se impone: toda ley implica una obligación
nítida de someterse a su teoría. Pero, aquí, una distinción debe ser
hecha. Las leyes civiles: políticas, económicas o sociales son la
expresión de una necesidad momentánea o durable, constatada por el
legislador y, lo más frecuente, aplicándose a la sociedad sin consulta
previa a los sujetos a ella. Hay pues obligación real, absoluta, y
esta obligación conlleva la sumisión a la letra de los textos, más que
a su espíritu, hasta el día en que la ley será reabsorbida por la
fuerza de las cosas o por la reacción de la multitud exasperada. La
ley masónica del silencio no ofrece nada de semejante a nuestras
meditaciones. En primer lugar, como iremos a ver enseguida, ella es
impuesta por la razón y no por la voluntad de hombre o de una
colectividad. En seguida, ella es presentada a cada adepto antes de su
admisión en la Orden y libremente aceptada. El recipiendario se somete
de buen agrado, con todo conocimiento de causa a las incidencias de la
ley; aún mas, ella sella su aceptación por un juramento y se retira
así, conscientemente, toda posibilidad ulterior de ruptura o de
derogación. La obligación es pues bien efectiva, pero ella es de otra
esencia, ella es trascendente a los individuos y reposa sobre la
personas del iniciado. Las constituciones civiles rigen los pueblos,
fuera de sus voluntades y de sus deseos, ellos son, “perinde ac
cadáver”, entre las manos del estado y del poder judicial encargado de
aplicar la ley.
En Masonería hay, al contrario, la voluntad y la alegría de
disciplinarse y el juramento de persistir “sine die” en esta
disciplina libremente consentida. Así la obligación del silencio o
engendra un estado de esclavitud de cara frente a la ley, es una
adhesión cuya necesidad basada sobre la razón, no aleja nada a la
espontaneidad. Es una norma iniciática sin la cual ningún ascenso es
posible; nosotros intentaremos demostrarlo. La ley del silencio,
nosotros decimos, procede de la razón. La razón es una facultad
específicamente humana, ella coordina los lados experimentales e
intuitivos, elaborados por el entendimiento, bajo la forma de
nociones, de conceptos o ideas, y los traslada en apreciaciones para
fijar sus repercusiones en nuestra vida. Ahora, en cara de la razón,
la Masonería es el arte de perseguir, el método para descubrir, la
ciencia para integrar, en la especulación y en la práctica, las leyes
de las relaciones esenciales establecidas entre la verdad y la
inteligencia humana. ¿Dónde está la verdad? Ella no está en las
expresiones evadidas del lenguaje, cáscara perecible sin cesar
modificada por las vicisitudes del tiempo y de los lugares. Ella
reside en las propias cosas, en los seres, en la vida. No es en el
tumulto de las discusiones, de las vanas y pomposas palabras que
penetra la sustancia velada por los conceptos. La vía sutil de las
esencias nos vienen únicamente en el silencio del espíritu, en el
recogimiento de la meditación; ella es interceptada por el ruido del
mundo profano, constituido muy frecuentemente, por sonoridades
inconsistentes y sin valor. Así, la ley del silencio, lejos de ser una
obligación arbitraria, es una obligación racional por la cual nuestro
cuerpo y nuestra alma se ponen a la disposición de nuestro espíritu,
para permitirle escuchar con toda quietud la voz de los seres,
emanación y submúltiplo de la gran voz universal. Cuanto más
prolongadas fueren nuestra meditaciones, más completo nuestro silencio
interior, mejor llegaremos a percibir esta armonía sublime. Aquí están
las razones profundas del silencio masónico; nosotros veremos más
adelante como es preciso organizarlo, retengamos desde ahora el
principio rector: la enseñanza iniciática se da y se recibe en el
silencio de todo el ser, él lanza sus raíces en la meditación y él
lleva sus frutos en los surcos más secretas del espíritu apaciguado.
La ley del silencio tiene aún otro aspecto, aspecto del todo exterior
y más generalmente considerado por los miembros de la Institución y
sobre todo por sus enemigos, Cuando el Venerable cierra los trabajos
de la Logia, él dice: “Retiraos en paz, mis Hermanos bajo la ley del
silencio”. Esta frase del ritual tiene dos sentidos, aquel revelado
arriba, estudiado y uno exotérico, aplicable a los profanos. Ahora, si
el símbolo del dios Harpócrates concierne al primero, las palabras
evangélicas y el texto de Apuleyo, citado en el comienzo de estas
líneas, se aplican incontestablemente al segundo e aquí aún, la razón
de esta ley. En efecto, toda idea divulgada sin discernimiento, es sin
provecho para la masa ciega, incapaz de recibirla. Para ella, es una
presa indicada, una presa a despedazar. Apoderándose de ella con toda
ignorancia y su irreverencia, ella la tritura, tortura las
interpretaciones y aplicaciones fantásticas para volverla un monstruo
sin forma y sin estética, según las palabras del poeta latino:
“Monstrum horrendum informe, ingens, cui lumen ademptum”. Monstruo
horrendo informe, inmenso a quien la luz fue robada. Si, la palabra
masónica lanzada como pasto a la masa se vuelve, pasando por las
células cerebrales de individuos sin cultura adecuada, un monstruo
ilógico, una amalgama de conceptos rebeldes a la fecundación de la
viva luz.
El peligro de algunas divulgaciones intempestivas se presenta pues
temible. Por ella, la Masonería, en todos los tiempos, fue considerada
como una empresa de la muerte, como una asamblea de destructores o de
hombres corruptos. No obstante, lo contrario es que es verdadero,
porque ella se esfuerza, en su tradición autentica, por guiar los
individuos y a la humanidad entera hacia las altas esferas de la
Sabiduría y de la Espiritualidad. De ahí la necesidad moral absoluta
de ocultar a la multitud los símbolos y las ideas masónicas
inaccesibles a la inteligencia, no solamente para evitar de ellas la
profanación, sino aún para evitar la transformación de una herramienta
de vida en arma de muerte, de la luz en tinieblas, de la verdad en
error. “Santa sanctis” dice la Escritura; es preciso reservar los
misterios a los místicos, intentando hacer crecer el número de éstos
para elevar progresivamente todas las elites a la altura de la ciencia
sagrada. La Masonería no fue adornada en vano con el nombre de ciencia
real, ella lo es por esencia y, como tal, es la propiedad
característica de las inteligencias sutiles fijadas sobre una voluntad
de bronce y consolidadas por un gran corazón. Jamás la multitud, en el
estado actual de evolución humana podrá asimilar los arcanos, los
“infalibles” de nuestra institución, ellos constituirán, para ella, un
filtro de locura, un sol muy luminoso para un ojo habituado a la
penumbra de la confusión de los prejuicios. Retornemos ahora sobre
nuestros pasos y veamos como es preciso organizar el silencio
prescrito por la ley masónica. Callarse delante de extraños, velarle
el pensamiento si lo juzgamos indigno o indiferente, parece cosa
relativamente fácil. El juramento del silencio a pesar de las
violaciones repetidas puede, de resto, ser en ese caso, un obstáculo
suficiente a toda indiscreción. Más hay circunstancias en que la
dificultad es mejor. Todos tenemos una familia, amigos queridos,
camaradas a los cuales nosotros concedemos nuestra confianza, el amor
o la amistad, la simpatía pueden incitarnos a revelaciones tal vez
peligrosas para la tranquilidad de nuestro prójimo y sobre todo
perjudiciales, en razón de la incomprensión que nuestras palabras
puedan encontrar, de un lado para nuestras amigos, del otro los
Hermanos a los cuales nosotros estamos ligados por un juramento
solemne; aquí está porque la ley del silencio exterior es absoluta, el
Masón debe saberse callar, debe respetar su juramento sin ninguna
debilidad. El debe callarse, cuando no está en el Templo o en
presencia de sus iguales. Destacad bien estas palabras “Nosotros
decimos, sus iguales y no sus Hermanos”. Todos los masones, en efecto,
son Hermanos, entre ellos la solidaridad, la fraternidad y el amor se
manifiestan sin distinción de edad, ellos forman una cadena de unión,
única e indisoluble, del más joven al más anciano, pero ellos no son
todos iguales sobre el plano de la ver dad, ellos no la ven todos bajo
el mismo ángulo, ellos no están igualmente aptos a comprender un
trabajo determinado en la Gran Obra de los constructores. También,
como sería inoportuno e igual de peligroso confiar la escultura de un
capitel a un aprendiz solamente habituado a desbastar un bloque, es
preciso evitar divulgarle prematuramente los secretos de las logias
superiores y las verdades a las cuales ellos sirven de velos, su
ciencia rudimentaria no le permitiría asimilarlos enteramente. El no
sabría utilizarlos según la norma, y delante de la inutilidad de sus
esfuerzos para comprender y actuar, el desanimo y el disgusto
invadirían su espíritu. El Masón no habla sino delante de sus iguales,
delante de los obreros capaces de realizar su propio trabajo. Es de
resto la razón por la cual la masonería es una institución progresiva;
a sus adeptos ella da la verdad por etapas y no de una sola vez. Estos
son los argumentos que consolidad la ley del silencio, en el exterior
y en el interior de la institución. Esta es la manera de comprenderla
y de practicarla, pero la cuestión es mas vasta todavía, esos son los
prefacios de hecho superficiales, es la letra de la obligación. Nos
resta en efecto examinar la organización del silencio en el seno mismo
de la conciencia de un Masón. Nosotros decíamos hace poco, la verdad
no está situada en las palabras con las cuales nosotros cercamos
nuestros conceptos y nuestras ideas, ella reside en la esencia de las
cosas y de los seres.
El silencio únicamente puede permitirnos oír la voz sutil de las
esencias. ¿Cómo pues realizar en nosotros la ley del silencio y
penetrar en el espíritu de nuestro juramento? Examinemos la historia
de los sabios y de los filósofos. Pitágoras, antes de crear su escuela
Crotona, pasa años en silencio absoluto. Volviéndose jefe de la
escuela, él impone el silencio a sus alumnos. Ellos eran en el origen
“AKOUSTIKOI”, los oyentes; ellos deberían escuchar y callarse, ellos
no cuestionaban jamás, ellos seguían las lecciones del maestro y
meditaban sobre ellas en el secreto de su inteligencia. La vida oculta
de Cristo sobre los treinta años, durante los cuales la historia no
revela ningún hecho, gesto o palabra susceptibles de ponernos sobre la
pista de su formación intelectual y espiritual. Antes de lanzarse en
la vida pública, él se retira durante cuarenta días en el desierto, a
fin de concentrar su pensamiento y de madurarlo en el silencio
absoluto de las soledades transjordánicas. Por esta misma época,
Apolonio de Tiana se prohibía a si mismo cualquier palabra durante
cinco años consecutivos, él tenía veinte años apenas. Esos maestros
comprendieron el valor y la virtud casi sobrenatural del silencio
físico. Inteligencias geniales, ellos sobrepasaban la multitud como
los árboles centenarios aniquilan la modesta leña de la vegetación.
Ved porque podemos verlos y desde luego imitarlos. De sus ejemplos
sacamos ese primer principio: “El Masón habla en el momento oportuno y
vigila sus palabras, él anuncia solamente su pensamiento esencial”.
Todo el resto es palabra vana, ruido sin consistencia, la repetición
de un loro al cual se ejercitan con tanto éxito los tribunales de
nuestras asambleas políticas, o de nuestros cenáculos literarios. Ved
como es preciso comprender el reglamentar el silencio físico, cualidad
primordial del Masón, Hay muchos oradores y no suficientes pensadores
por el mundo, muchos ideólogos y no suficientes realizadores, porque
el hombre entregado a su naturaleza animal se exterioriza
constantemente por las palabras y por los gestos vanos en lugar de
encerrarse en el silencio y en la meditación, única fuente de grandes
pensamientos y de grandes acciones. Pero eso no es todo, es preciso
aún organizar en si mismo el silencio psíquico, el silencio del alma.
Es preciso imponer a la precipitación de los instintos y de las
pasiones el control de la razón y de la voluntad, obligarlos a
expresarse únicamente en las circunstancias donde sofocarlas sería un
error manifiesto, y una causa de desperdicio de fuerzas vitales, un
empobrecimiento injustificado del instinto de conservación. Es preciso
pues aquí, como si se tratase de las palabras, vigilar los instintos y
las pasiones, discernir sus movimientos y no dar el libre curso sino a
las únicas manifestaciones compatibles con las leyes naturales de la
evolución humana. Esta restricción, ese silencio psíquico es la propia
base de la virtud de la Temperancia, opuesta al brutal ímpetu de todas
las incontingencias animales. Sobre este intervalo de organización del
silencio, el Masón, ya, se revela ampliamente instrumentalizado, para
la lucha contra la facilidad profana. Nosotros podemos percibir en fin
toda la amplitud del ascenso posterior a considerar para alcanzar la
perfección relativa de la conciencia. Es preciso en efecto, en una
última etapa realizar el silencio interior, el silencio del espíritu,
para entender mejor la palabra de las cosas y el Verbo de Dios. Esta
operación, difícil entre todos, reclama un largo hábito, ella se
auxilia de dos actitudes diferentes: eliminación y purificación.
Como la ley del silencio nos impelía, hace poco, a vigilar nuestras
palabras ociosas y el desbordamiento pasional, ella nos invita ahora a
vigilar nuestros pensamientos, a eliminar las disonancias capaces de
oscurecer lo Verdadero, lo Bello y lo Bueno, en el campo de nuestra
conciencia. Después no contenta con esta operación negativa, es
preciso pasar a la actitud positiva porque la purificación es la
afinación del pensamiento. Ahora, esta afinación se opera por el
contacto de nuestro espíritu con la esencia de las cosas. El silencio
es el crisol en el cual nuestra razón y nuestra voluntad son sometidas
al fuego vivo de la naturaleza y de su sublime emanador. Por ese fuego
nos suscitamos en nuestros pensamientos de justicia, de misericordia y
de caridad, pensamientos susceptibles de conducirnos hasta los
confines del mundo espiritual. En fin, de esas actitudes diversas, es
preciso, como último esfuerzo, realizar una síntesis y obtener el
silencio de todo nuestro ser personal. Nuestras pasiones y nuestros
instintos reducidos al estado de instrumentos dóciles serán utilizados
en vista del bien individual y del bien general. Nosotros llegaremos,
así, progresivamente, a canalizar todos nuestros sentimientos, todas
nuestras nociones, conceptos e ideas en la vía de la serenidad.
Nuestra vida parecerá entonces como una vibración sincronizada en la
armonía universal del cosmos, y esto por la Virtud de la Ley del
Silencio, alegremente aceptada y respetada, dolorosamente es verdad,
pero sin desfallecimiento. Y así nosotros nos instalaremos
definitivamente en ese último estado, conclusión obligatoria de toda
verdadera Masonería: “La Iluminación”.
http://groups.google.com/group/secreto-masonico
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