POR UN ABORDAJE SUBJETIVANTE DEL SUFRIMIENTO PSÍQUICO EN NIÑOS Y ADOLESCENTES, NO AL DSM
Los abajo firmantes, profesionales e instituciones, consideramos necesario tomar posición respecto a un aspecto clave de la defensa del derecho a la salud, en particular en el campo de la salud mental: la patologización y medicalización de la sociedad, en especial de los niños y adolescentes.
Sostenemos que la construcción de la subjetividad necesariamente refiere al contexto social e histórico en que se inscribe y que es un derecho de los niños, los adolescentes y sus familias ser escuchados y atendidos en la situación de padecimiento o sufrimiento psíquico.
Tal como planteamos ya en el Consenso de Expertos del Área de la Salud sobre el llamado "Trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad" (2005): “hay una multiplicidad de "diagnósticos" psicopatológicos y de terapéuticas que simplifican las determinaciones de los trastornos infantiles y regresan a una concepción reduccionista de las problemáticas psicopatológicas y de su tratamiento”. Son enunciados descriptivos que se terminan transformando en enunciados identificatorios.
En ese sentido, un Manual como el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desordenes Mentales de la American Psychiatric Association en sus diferentes versiones), que no toma en cuenta la historia, ni los factores desencadenantes, ni lo que subyace a un comportamiento, obtura las posibilidades de pensar y de interrogarse sobre lo que le ocurre a un ser humano.
Esto atenta contra el derecho a la salud, porque cuando se confunden signos con patologías se dificulta la realización del tratamiento adecuado para cada paciente.
A la vez, con el argumento de una supuesta posición ateórica, el DSM responde a la teoría de que lo observable y cuantificable pueden dar cuenta del funcionamiento humano, desconociendo la profundidad y complejidad del mismo, así como las circunstancias histórico-sociales en las que pueden suscitarse ciertas conductas.
Más grave aún, tiene la pretensión de hegemonizar prácticas que son funcionales a intereses que poco tienen que ver con los derechos de los niños y sus familias.
En esta línea, alertamos tanto sobre el contenido como sobre el impacto, que en el campo de la salud mental, tienen el DSM IV TR o el DSM V en preparación. Presentados inicialmente como manuales estadísticos a los fines de una epidemiología tradicional, en las últimas décadas han ocupado el lugar de la definición, rotulación y principal referencia diagnóstica de procesos de padecimiento mental.
Con el formato de clasificaciones y recetas con título de urgencia, eficiencia y pragmatismo se soslayan las determinaciones intra e intersubjetivas del sufrimiento psíquico.
Consideramos que es fundamental diagnosticar, a partir de un análisis detallado de lo que el sujeto dice, de sus producciones y de su historia. Desde esta perspectiva el diagnóstico es algo muy diferente a poner un rótulo; es un proceso que se va construyendo a lo largo del tiempo y que puede tener variaciones (porque todos vamos sufriendo transformaciones).
En relación a los niños y a los adolescentes, esto cobra una relevancia fundamental. Es central tener en cuenta las vicisitudes de la constitución subjetiva y el tránsito complejo que supone siempre la infancia y la adolescencia así como la incidencia del contexto. Existen así estructuraciones y reestructuraciones sucesivas que van determinando un recorrido en el que se suceden cambios, progresiones y retrocesos. Las adquisiciones se van dando en un tiempo que no es estrictamente cronológico.
Es por esto que los diagnósticos dados como rótulos pueden ser claramente nocivos para el desarrollo psiquico de un niño, en tanto lo deja siendo un “trastorno” de por vida.
De este modo, se borra la historia de un niño o de un adolescente y se niega el futuro como diferencia.
El sufrimiento infantil suele ser desestimado por los adultos y muchas veces se ubica la patología allí donde hay funcionamientos que molestan o angustian, dejando de lado lo que el niño siente. Es frecuente así que se ubiquen como patológicas conductas que corresponden a momentos en el desarrollo infantil, mientras se resta trascendencia a otras que implican un fuerte malestar para el niño mismo.
A la vez, suponer que diagnosticar es nominar nos lleva a un camino muy poco riguroso, porque desconoce la variabilidad de las determinaciones de lo nominado.
Asimismo, las clasificaciones tienden a agrupar problemas muy diferentes sólo porque su presentación es similar.
El DSM parte de la idea de que una agrupación de síntomas y signos observables, que podemos describir, tiene de por sí entidad de enfermedad, una supuesta base “neurobiológica” que la explica y genes que, sin demasiadas pruebas veraces, la estarían causando.
El manual intenta sostener como “datos objetivos” lo que no son más que enumeraciones de conductas sin sostén teórico ni validación clínica. Es paradójico, porque una reunión de datos pasa a ser supuestamente el modelo que se pretende utilizar para dar cuenta de la patología psíquica, negando con esto toda exploración más profunda y obviando la incidencia del observador en la calificación de esas conductas.
Así, el movimiento de un niño puede ser considerado normal o patológico según quién sea el observador, tanto como el retraso en el lenguaje puede ser ubicado como “trastorno” específico o como síntoma de dificultades vinculares según quién esté “evaluando” a ese niño.
Esto se ha ido complicando a lo largo de los años. No es casual que el DSM-II cite 180 categorías diagnósticas; el DSM –IIIR, 292 y el DSM-IV más de 350. Por lo que se sabe hasta el momento, el DSM V, ya en preparación, planteará, gracias al empleo de un paradigma llamado “dimensional” muchos más “trastornos” y también nuevos “espectros” , de modo tal que todos podamos encontrarnos representados en uno de ellos.
Consideramos que este modo de clasificar no es ingenuo, que responde a intereses ideológicos y económicos y que su perspectiva, en apariencia “a-teorica”, no hace otra cosa que ocultar la ideología que subyace a este tipo de pensamiento, que es la concepción de un ser humano máquina, robotizado, con una subjetividad “aplanada”, al servicio de una sociedad que privilegia la “eficiencia”.
Esto también se expresa a través de los tratamientos que suelen recomendarse en función de ese modo de diagnosticar: medicación y tratamiento conductual, desconociendo nuevamente la incidencia del contexto y el modo complejo de inscribir, procesar y elaborar que tiene el ser humano.
En relación a la medicación, lo que está predominando es la medicalización de niños y adolescentes, en que se suele silenciar con una pastilla, conflictivas que muchas veces los exceden y que tienden a acallar pedidos de auxilio que no son escuchados como tales. Práctica que es muy diferente a la de medicar criteriosamente, “cuando no hay más remedio” en que se apunta a atenuar la incidencia desorganizante de ciertos síntomas mientras se promueve una estrategia de subjetivación que apunte a destrabar y potenciar, y no sólo suprimir. Un medicamento debe ser un recurso dentro de un abordaje inter disciplinario que tenga en cuenta las dimensiones epocales, institucionales familiares y singulares en juego.
Entonces, en lugar de rotular, consideramos que debemos pensar qué es lo que se pone en juego en cada uno de los síntomas que los niños y adolescentes presentan, teniendo en cuenta la singularidad de cada consulta y ubicando ese padecer en el contexto familiar, educacional y social en el que ese niño está inmerso.
Por consiguiente, los profesionales e instituciones abajo firmantes consideramos que:
1) Los malestares psíquicos son un resultado complejo de múltiples factores, entre los cuales las condiciones socio-culturales, la historia de cada sujeto, las vicisitudes de cada familia y los avatares del momento actual se combinan con factores constitucionales dando lugar a un resultado particular.
2) Toda consulta por un sujeto que sufre debe ser tomada en su singularidad.
3) Niños y adolescentes son sujetos en crecimiento, en proceso de cambio, de transformación. Están armando su historia en un momento particular, con progresiones y regresiones. Por consiguiente, ningún niño y ningún adolescente puede ser “etiquetado” como alguien que va a padecer una patología de por vida.
4) La idea de niñez y de adolescencia varía en los diferentes tiempos y espacios sociales. Y la producción de subjetividad es distinta en cada momento y en cada contexto.
5) Un etiquetamiento temprano, enmascarado de “diagnóstico” produce efectos que pueden condicionar el desarrollo de un niño, en tanto el niño se ve a sí mismo con la imagen que los otros le devuelven de sí, construye la representación de sí mismo a partir del espejo que los otros le ofertan. Y a su vez los padres y maestros lo mirarán con la imagen que los profesionales le den del niño. Por consiguiente un diagnóstico temprano puede orientar el camino de la cura de un sujeto o transformarse en invalidante. Esto implica una enorme responsabilidad para aquél que recibe la consulta por un niño.
6) Todos los niños y adolescentes merecen ser atendidos en su sufrimiento psíquico y que los adultos paliemos sus padecimientos. Para ello, todos, tan sólo por su condición ciudadana, deberían tener acceso a diferentes tratamientos, según sus necesidades, así como a la escucha de un adulto que pueda ayudarlo a encontrar caminos creativos frente a su padecer y a redes de adultos que puedan sostenerlo en los momentos difíciles.
(Este es un borrador escrito por el forumadd a ser discutido en el 3er Simposio Internacional sobre La patologización de la infancia: Intervenciones en la clínica y en las aulas, a realizarse los días 2, 3 y 4 de junio en Buenos Aires)
Firmas:
Leon Benasayag
José Cernadas
Gabriel Donzino
Gabriela Dueñas
Osvaldo Frizzera
Alicia Gamondi
Alicia Hasson
Elsa Kahansky
Ronny Kremenchusky
Beatriz Janin
Virginia López Casariego
Silvia Morici
Mabel Rodríguez Ponte
María Cristina Rojas
Rosa Silver
Gisela Untoiglich
Juan Vasen
El Manifiesto de Buenos Aires forma parte de la campaña Stop DSM. La recogida de firmas es conjunta con el Manifiesto de Barcelona.
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