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El teatro de los muertos

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Spiff

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Jun 2, 2004, 8:48:38 AM6/2/04
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Artículo aparecido en el suplemento "Cultura/s" de La Vanguardia.


Spiff

El otro manga.

La asombrosa semejanza gráfica que guardan la mayor parte de historietas
japonesas se debe a la labor del dibujante Osamu Tezuka, que después de la
Segunda Guerra Mundial creó un sistema narrativo coherente, con sólidas
normas estéticas. El dibujo animado le inspiró para dar vida a una legión de
elásticas figuras aniñadas que, muy pronto, saltaron desde sus viñetas a las
de toda una generación de dibujantes. Junto al estilo visual, en esos manga
fraguaron algunas constantes temáticas surgidas del trágico rastro dejado
por la guerra: el apocalipsis nuclear –con el que comienzan numerosos manga,
como “Metrópolis” (1949), de Tezuka, o “Akira” (1982), de Katsuhiro Otomo–,
la omnipresencia de la tecnología, que sustituyó a la industria bélica en el
Japón de posguerra, y el protagonismo de niños dotados con destructivos
poderes sobrehumanos, en los que se encarnó, metafóricamente, la renovación
del espíritu imperial japonés.

Por su propia condición, todos esos motivos se articularon entorno a la
ciencia ficción y el fantástico y fueron infiltrándose en otros géneros como
las historias de samurais o “gidaimono”, mientras algunos dibujantes
empezaban a reaccionar contra el modelo estético de Tezuka. Los “kashibon
manga” o historietas de biblioteca ambulante constituyeron el germen de una
escuela que cristalizó, en 1964, con la revista “Garo”, capitaneada por el
dibujante Yoshiharu Tsuge. El costumbrismo, el influjo de los nuevos cines
europeos y la tradición del “shishôgetsu”, la narrativa de introspección
biográfica, cundieron en autores como Sanpei Shirato y Yoshihiro Tatsumi. Su
afán no se cifró en descomponer las secuencias de acción en innumerables
páginas de fácil legibilidad, como hace el manga heredero de Tezuka, sino en
quebrar la continuidad visual gracias al choque entre imágenes.

Los dos autores más representativos de esta tradición alternativa del manga
son Kazuichi Hanawa, con una propensión hacia lo macabro inspirada en el
“muzan-e”, la “estampa de atrocidades” del siglo XIX, y su discípulo Suehiro
Maruo, cuyas obras “Midori”, “Lunatic Lovers” y “El monstruo de color rosa”,
acaban de ser traducidas al castellano.

La obra de Maruo, por su carácter inquietante, conecta con la sensibilidad
de autores que escarban en la superficie de la aparente normalidad para
llegar a las raíces de los temores más profundos, como el cineasta David
Lynch o los dibujantes Daniel Clowes y Charles Burns. Pero lo que
singulariza a Maruo es la capacidad de recuperar la tradición, ya que
realiza una lectura de clásicos como Mishima y de una época muy concreta: la
década de los treinta, que proporciona al dibujante tanto la iconografía del
nazismo y el Japón imperial como las preocupaciones poéticas de cineastas de
vanguardia como Buñuel o Cocteau.

Grand guignol
Otro vanguardista en la nómina de referentes de Maruo es Fellini, y como si
se tratase de una de sus célebres secuencias musicales, el dibujante japonés
hace desfilar a sus maestros en el epílogo de “Midori”, del cineasta Nagisha
Oshima al pintor Balthus. Esa escena de farsa da la clave de su obra: la
tradición del “grand guignol” o su equivalente japonés, el teatro de
marionetas conocido como “bunraku”. La violencia, el sexo y las más
escalofriantes perversiones se trocan, gracias al tono circense de la puesta
en escena, en perversos apólogos morales dignos del marqués de Sade. En ese
espacio entre la realidad y el sueño, existe una constante obsesiva, las
pesadillas pobladas por insectos: hormigas que devoran miembros arrancados,
orugas que se introducen por las orejas y mariposas que flotan inertes en el
aire. Todos esos seres flotantes remiten a la inspiración gráfica del
exquisito trazo de Maruo: los “ukiyo-e” o “imágenes del mundo flotante”, las
xilografías y pinturas del periodo Tokugawa (1600-1868) que se adentraron en
el mundo efímero de los barrios de placer, el teatro kabuki y las
marionetas.

“Midori”, “El monstruo de color de rosa” y la colección de historias cortas
“Lunatic Lovers” no abordan temas tan típicos del manga como la
ciencia-ficción y la tecnología, pero sí eligen el mundo de la adolescencia
e invierten el arquetipo del niño-emperador a través de su avatar más
aciago: Hiruko, el niño-sanguijuela, el dios expulsado del panteón
mitológico japonés por su arisco carácter masculino, dominante y solar, que
encuentra todos sus rasgos en el pirómano de “La sonrisa del vampiro”.
Frente a ese tipo de personaje violento, la poética de Maruo halla el
vértice del misterio en el sosiego de la Luna, de la que un personaje
afirma: “No es un satélite. Es un agujero abierto en el cielo. Y la luz que
se ve es la luz que se filtra desde el mundo del más allá”. La intuición de
ese mundo del más allá, tan frecuente en las historias orientales de
fantasmas, permitiría denominar a la obra de Maruo con el nombre que la
cultura japonesa reserva a su forma teatral más arcaica, conocida como “Nô”:
“el teatro del mundo de los muertos”.


I. P. I. - 02/06/2004

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